martes, 11 de febrero de 2014

Belle-de-Mar


El autor de Los Diarios de Belle-de-Mar escribió el libro al año de fallecer su esposa víctima de la Leucemia. La mayor parte de las páginas de este libro fueron escritas mientras sonaba en el equipo de música del autor la banda sonora de la famosa película LA LISTA DE SCHINDLER.
El autor recomienda leer este libro -si ello es posible- teniendo como paisaje de fondo la musica de THEME FROM SCHINDLER'S LIST para la mejor comprension del estado de ánimo en que se encuentra el autor mientras va tecleando su dolor sobre el ordenador. Vale
















                                            Dime, Belle-de-mar:
                                       Mi alma y tu alma de mujer
                                         ¿donde se han conocido?
                                                        Dime:
                                          ¿Cuántas fértiles vidas
                                          no habrán recorrido ya
                                             -¡Oh Belle-de-mar!-
                                                 nuestras almas
                                  -también a este lado de la Muerte-
                                     hermanadas por los hombres;
                                        hermanadas, Belle-de-mar
                                            con la misma fuerza,
                            con la que se hermanan la flor y su dolor,
                                            Dios y su existencia,


                                         el Sol y las montañas...?












Esta mañana....


                                                                                                              Suite

 Esta mañana hemos salido a pasear por la playa. Su hermana ha venido a casa para cortarle el pelo con la maquinilla de pelar hombres. Cuando ha terminado de ataviarla Belle me ha llamado. Yo he subido y he entrado en nuestro dormitorio pidiendo permiso, como en las casas de importancia. La he encontrado guapa y así se lo he dicho. Y ella, con cierto desenfado me ha llamado embustero, pero como jugando y con un ligero temblor de aguas en el fondo de sus ojos.
Hemos ido a Torre del Mar. En el Paseo todos nos miraban. Yo me sentía como si llevara de la mano algo muy importante. Belle anda como no queriéndose romper, y sin pretenderlo se hace fuerte, como algo clásico que se echara a la calle a pasear. Me mira con sus ojos grandes, hermosos pero tristes, muy tristes. Y me dice que me quiere. Y yo entonces la siento como una linda pompa de jabón que se me quiere romper entre las manos. Las gaviotas, jugando con la brisa del mar han tejido un palio de lunas blancas sobre nuestras cabezas. De pronto, el viento ha saltado a Poniente. Las gaviotas se han dispersado con un espeso griterio, y un viento fresco y azul nos ha lavado a los dos la cara.
La mañana ha terminado con la cotidiana compra del periodico y el aperitivo en un chiringuito solitario del Paseo Marítimo pero yo sé, en lo más hondo de mí, que algo de habanera inacabada ha tenido ese paseo por la playa. Por la tarde, en casa, le he montado la sombrilla en la terraza que mira a la playa y ella, como una hermosa hada de los colores se ha sentado a poner orden en el azul del mar.

Parece como si este año......

                            I



Parece como si este año el invierno se quisiera adelantar. Una lluvia fresca y menuda, un sirimiri triste y monótono está lavando en estos momentos, mientras escribo, los cristales de la ventana. Si pudiese abrirla, seguramente me vendría el vaho de pan caliente que exhala la tierra cuando caen sobre ella las primeras aguas del año, o tal vez pudiera aspirar, con no poco regusto, ese perfume agrio de la hierba recién cortada que el jardinero segó ayer por la tarde. Ese fresco aroma de campo recién llovido se llevaría, sin duda, este horrible aliento de muerte y antibióticos que exhalan las paredes. Pero no, no me llega ese perfume de jardín recien peinado, como tampoco me llega, como cuando estoy en casa, el olor del mar, por más que las gaviotas -Mario las llama, pavanas- me traigan su imagen cuando sobrevuelan el cielo del Hospital, a la atardecida, camino de un enorme vertedero que hay en el interior. No. No llega hasta aquí el olor del mar; aún está muy lejos, demasiado lejos. Cuando sopla viento de Poniente y el día amanece limpio y claro como un cristal puedo distinguir desde la cama apenas una delgada linea azul que corre por encima de los últimos edificios de la ciudad. En días de bruma esa línea se confunde con el cielo, la raya del horizonte se borra, y los barcos aparecen entonces como flotando en el aire; bueno, no en el aire exactamente, sino en una especie de puré licuado que va pasando del azul al naranja, y del naranja al violeta a medida que la tarde va muriendo. No es como en casa, no. En casa, si dejo el balcón de la terraza abierto puedo oir desde cualquier rincón y perfectamente los gritos de las gaviotas que deambulan a todas horas por la playa picoteando en las basuras. Y hasta puedo verlas, agrupadas cerca del espigón de la Ermita, al pie de su acantilado, agrupadas, si, pero andando cada una de ellas en direcciones opuestas, como si estuvieran reñidas, o como esos paseantes que el azar reune una mañana de domingo en una pequeña pero concurrida Plaza Mayor de pueblo. Solo se juntan con los primeros calores de la mañana; cuando levanta el día por la parte de Nerja se ponen todas mirando al Sol, como si éste fuera a hablarles de un momento a otro, obedientes como los profesores de una orquesta en esos brevísimos instantes que transcurren entre el golpeteo nervioso de la baqueta del director sobre el atril y el comienzo de la sinfonía, atentos todos a la varita del director que va a comenzar ya a dibujar en el aire del teatro la bella estructura musical. Hay un instante en que todas las gaviotas están completamente inmóviles, y la formación, de tan geométrica, es casi militar, [casi] produce dentera contemplar un aire tan prusiano en unas aves tan pacíficas. Esa quietud mineral, quebrada tan solo por el ligero temblor de alguna pluma salpicada de agua, o un arranque de vuelo que no cuaja, tiene algo de sobrenatural que se niega a ser apresado por medio de la palabra. Esta escena que se repite cada mañana termina siempre porque más tarde o más pronto llama la atención de alguno de los perros que corren en ese momento por la playa y que termina por caer de lleno en la tentación de romper esa arquitectura de movimiento congelado, con el mismo placer, suponemos, que sentimos los humanos ante la perspectiva de hacer añicos la enorme vidriera de una catedral gótica, o de abrir una herida en un saco de trigo y contemplar como se desangra en oro lentamente. Pues eso...que todo termina cuando algún chucho se mete entre ellas y se levantan todas a la vez, lentamente, hacia el cielo, como un encaje de bolillos para luego a medida que van ascendiendo disolverse en el aire, como un azucarillo en el agua...o como una nube en el viento....Y oigo la respiración cansada del mar que muere en sus orillas. Como si se tratara de un gran monstruo marino que dulcemente agonizara a mis pies, así es el lamento del mar durante esas noches de insomnio.Cuando el viento de Levante sopla con furia y el mar se enfada, ruge entonces con tanta fuerza que parece como si lo tuviéramos al pie mismo de la terraza. Durante el invierno, en el silencio de la noche, todo el caserío se estremece con el estampido que produce el mar al chocar contra el acantilado de la Ermita. Muchas noches me he levantado, cuando no podía dormir, y he terminado por asomarme a los cristales de la ventana y distinguir o creer distinguir con no poca dificultad, allá lejos, en la negra oscuridad, una diminuta luz amarilla que sube y que baja con una frecuencia regular, que aparece y desaparece con un cierto ritmo de tic-tac de reloj. Y me imagino a los marineros de ese barco, porque es un barco, agrupados en el puente, junto a la caña del timón mirando para nosotros, para nuestro pueblo, al que verán asimismo en el horizonte como una pequeña tarta de cumpleaños sembrada de diminutas luminarias que tililan en la distancia y que, a medida que ellos se alejan de nuestras costas se va hundiendo lentamente en el horizonte como un atardecer extraño. Que grata sensación de abrigo y de compañía sentirán, sin duda, cuando, navegando en mar abierto, hundidos en la más impenetrable oscuridad, con la proa del barco agonizando entre las olas, con un cielo negro de presagios, descubran, allá al fondo del horizonte, una débil luciérnaga que se enciende y se apaga intermitentemente. Ya no estamos solos -pensarán- allí, dentro de aquel Faro hay alguien ahora que vigila nuestro paso por estas aguas Y seguirán navegando -pienso con el rostro pegado a los cristales- y verán como esa diminuta estrella que les grita desde el fondo negro se va hundiendo poco a poco por la popa del barco hasta desaparecer completamente. Y volverán otra vez, a sentirse inmensamente solos, bajo una inmensa bóveda negra que arde de estrellas.Cuando se va aproximando la primavera son, entonces, los grandes trasatlánticos los que cruzan nuestras costas, lentos y enormes como hoteles de lujo a la deriva, con su derroche de luz, en los que se puede distinguir, con la ayuda de los prismáticos, y si hace una de esas noches limpias y claras, su cubierta solitaria por la que en ese instante transita algún pasajero ocasional, andando con esa torpeza con la que andan los buzos debajo del agua. Otras veces es una temblorosa silueta que se diluye tras las vidrieras. Y más abajo, pegadas a los costados del buque las aguas oscuras y brillantes como piel de reptil que se estrellan contra su casco. Recuerdo la primera vez que Mario se bañó conmigo en estas playas. Aún no habíamos comprado la casa, pero ya compartíamos algunos sueños, como ese, el de la casa, y andábamos todo el día haciendo proyectos para venirnos a vivir a este pueblecito costero. Él estaba esperando una pequeña herencia de su madre con la que pensaba dar la entrada para una autocaravana si entre los dos -me propuso- pagábamos las letras. Era una noche del mes de agosto. Hacía ya cuatro o cinco meses que habíamos formalizado nuestras relaciones y teníamos ya decidido irnos a vivir juntos a alguna casa aunque fuera de alquiler, pero, eso si, sin casarnos, cosa que, por otra parte, era imposible pues él aún no había legalizado su anterior divorcio y ninguno de los dos estábamos dispuestos a esperar tanto. Me insistió mucho en que no quería tener hijos. Pobre Mario, ¡qué concepto tan malo ha tenido siempre de sí mismo como padre! Aquella tarde lo recogí con mi coche en el edificio antiguo de Correos, junto al Ayuntamiento. Lo acompañaba su hija, Clara, y traía aquella camisa tan horrible (a él le parecía de lo más "in") muy parecida en los colores y en los dibujos a las que llevaban aquellos conjuntos de boleros y sambas que en los años sesenta actuaban por las ferias baratas de los pueblos, comiendo de menú y durmiendo en la fonda de la Estación. En el Paseo Marítimo, cuando llegamos no cabía ya una persona más. Muy cerca de las terrazas el mar era, desde donde nos encontrábamos, una gelatina oscura y espesa que respiraba con dificultad bajo el peso de la calima del verano. Hacia la parte de Poniente, el Faro de Mijas lanzaba sus destellos que con no poca dificultad conseguían romper la espesa humedad que flotaba sobre el mar. En nuestra orilla, el encaje roto de su espuma rebrillaba en algún punto iluminado por las farolas del Paseo. Grupos de adolescentes de cuerpos elásticos y pieles brillantes corrían por la orilla riendo y gritando amenazando algunos de ellos, sin duda los más bebidos, a sus compañeros con espontáneos intentos de desnudos que no llegan a consumarse. Algunos bautizan la testuz quieta del mar con los restos del vino de su copa. Cuando viajemos a Grecia descubriré que a todos estos pueblos es el mar lo que nos ha unido y el que ha esculpido en nuestro interior esa forma de ser que a muchos de mis paisanos le ha servido para sentirse acomplejado cuando han mirado al norte, a esa Europa consumista de brillantes automoviles y altos índices de colesterol. Aquella noche, en las terrazas de los chiringuitos los camareros con sus camisas blancas remangadas y sus pantalones negros podían en cualquier momento romper a bailar un siltaki sin que nadie se extrañara por ello pues la coreografía que se veían obligados a realizar para circular entre las mesas rondaban ya muy cerca de esa jota aragonesa pasada por el Mar Egeo y que Anthony Queen hizo tan popular entre los españoles de mi generación. Con las bandejas planeando sobre las cabezas pasaban con dificultad por entre las mesas gritando los diferentes platos que llevaban entre sus brazos en un equilibrio casi imposible recogiendo como pases de tauromaquia el mar de sonrisas agradecidas de los primeros turistas de la temporada. La gente tomaba al vuelo las fuentes de calamares todavía humeantes o las pequeñas y perfumadas hecatombes de sardinas atravesadas por los espetos de caña. Las jarras de cerveza volaban practicamente por encima de las cabezas con sus glaciares de espuma temblorosos derramándose por los bordes. Entre el intenso olor del aceite frito penetraba de vez en cuando, sin saber de donde procedía, un suave perfume de jazmín que sin duda la brisa del mar le robaba a la tierra. Despues de cenar en uno de ellos nos fuimos a pasear por la orilla, con los pies descalzos, cómo haciamos en las verbenas de San Juan. No recuerdo como sucedio pero, hay un momento en ese paseo en que nos encontramos ya los dos, completamente desnudos dentro del agua y Clara la hija de Mario, algo cortada, nos mira sin saber si en ese momento toca reir o toca aparentar que no se ve lo que en realidad si se está viendo. Yo, en broma, le recordé que ella ya debería estar acostumbrada a las originalidades de su padre. Pero creo que fue mi comportamiento el que la desconcertó.Mario, que va algo más bebido que yo, se desnuda delante de su hija con esa naturalidad que presta la pequeña dosis de alcohol, y antes de zambullirse se da unos sonoros cachetazos en las nalgas. Luego nada unos metros hacia dentro perseguido por el blanco puding de su trasero a flor de agua, y, cuando cree que está lo suficientemente retirado como para impresionarme me invita a que le siga, cosa que yo no hago. Vuelvo a invitar a Clara y aprovechando la lejanía de su padre, al final también ella se desnuda y se baña con nosotros aunque manteniendo una distancia lo suficientemente cómoda para no ruborizarse en mi presencia. A lo largo de todo el paseo, columnas de humo perfumadas y grasientas ascendían hasta unos metros por encima de las casas disolviendose luego y rompiendo sus penachos, consagrado la sabrosa hecatombe de pescado. Las diferentes músicas se mezclaban y lo que llegaba a nuestros oidos era un batiburrillo verbenero...Me sentí muy joven aquella noche. Mario se empeñó en llevarse mis braguitas como recuerdo. Clara, que era la unica sobria de los tres, nos tomó de la mano y nos condujo hasta el coche. Nosotros dos solos no lo hubieramos encontrado. Mario, esa noche, al igual que todas las verbenas de San Juan, me dice que le trae a la mente la novela de Marsé, <<Últimas tardes con Teresa>> y me habla otra vez del personaje Pijoaparte que le despierta mucha ternura por recordarle ciertos amores que él, también emigrante en Cataluña, tuvo con una burguesita que veraneaba en la Costa Brava con apartamento propio. Yo, como siempre, termino prometiendole que un año iré con él a pasar a Barcelona la Nit de Sant Joan y aún no hemos ido.


No he dormido nada.....



                                I I

No he dormido nada en toda la noche. En más de una ocasión me he sorprendido a mí misma, contando los guiños anaranjados que el semáforo de la esquina ha ido escupiendo a lo largo de toda la vigilia sobre el asfalto de la plaza, y cuyo resplandor intermitente ilumina también esta habitación convirtiéndola en un decorado de cine negro, como las que salen en esas películas de "buenos" y de "malos" en las que el anuncio fluorescente de un popular cigarrillo americano, colgado de la fachada, ilumina, a intervalos la covachuela oscura y estrecha donde tiene su oficina uno de esos detectives privados, ratas viejas del oficio al que la cámara siempre sorprende durmiendo sobre un sillón giratorio, con los pies echados encima de la mesa, una botella de uiski a medio consumir al alcance de la mano y el cenicero lleno de colillas; de fondo, una vieja trompeta tocará seguramente las notas de un "blues". Su imagen va surgiendo de la oscuridad y volviendo a desaparecer en ella, brúscamente al ritmo con que sucesivamente se va encendiendo y apagando el anuncio de neón, que seguramente colgará de una fachada de ladrillos ennegrecidos, restos de un viejo edificio que sin duda se encuentra en las afueras de una de esas ciudades provincianas del medio oeste americano. Todo eso me ha hecho imaginar la iluminación nocturna de mi celda hospitalaria. Después mi atención se ha fijado en la sombra que las farolas de la calle proyectan sobre el trozo de techo que está justo encima de mi cama. Las rejas de la ventana, han formado otra, otra reja alargada que se estira y deforma a medida que se aproxima a la esquina. Parece el fondo del cartel de una película "de suspense". Y esta imagen me ha llevado a recordar una de mis películas favoritas: En el calor de la noche. He abandonado por la ventana el cuartucho sucio y oscuro de ese detective privado hollyvudense y, como la niña de la historia de Peter Pan, volando por encima de la ciudad, me he ido con Sidney Poitiers y el ayudante del sheriff a dar con ellos ese paseo nocturno que sale en la pelicula (y que ha pasado ya a la historia del cine) y en la que el inspector negro busca pruebas irrefutables para humillar al sheriff blanco. El coche, silencioso y oscuro como una plaga bíblica se va deslizando lentamente por las calles solitarias de aquella pequeña ciudad racista del sur americano. La mortecina luz de las farolas hiere la pintura negra del morro del coche de ese ayudante torpe y malo al que tanto le gustan las tartas de chocolate..o de fresa, no recuerdo bien. Cuando hemos llegado a las afueras del pueblo, al bar de carretera donde el camarero asesino juega al escondite con las tartas preferidas del ayudante del sherif, éste, el camarero nos ofrece, en primer plano, una sonrisa diabólica de malo malísimo que, sin embargo, hoy despertarían la hilaridad del público joven, educado ya en unos efectos especiales de un realismo mucho más impactante. De pronto, ha comenzado a roncar sordamente mientras su rostro se me diluía en la oscuridad del cuarto, igual a como cuando niños, en el cine del barrio, se nos disolvía la imagen de la pantalla haciendo burbujas poque se había quemado el rollo de película y unos de los bellos gestos de la Ava Gardner, -por ejemplo- justo en el instante de besar apasionadamente al galán de turno, se nos iba por uno de aquellos ojos de pez muerto, entre los aullidos y el pataleo del público que reclamaban el modestísimo importe de la entrada. Entonces he caido en la cuenta de que los ronquidos procedían del motor del aire acondicionado de mi cuarto que hace un ruido como de animal agonizante y que, en cada eructo, expele un fuerte olor de retrete viejo, de orina oxidada.Acaban de dar las cuatro en el reloj de la iglesia, esa que está al otro lado de la carretera y que parece uno de esos Palacios Municipales de Deportes que ahora fabrican en serie los Ayuntamientos pobres y que los jubilados, a falta de jardines, utilizan para pasear su aburrimiento y para aliviar la próstata en sus esquinas de hormigón y césped artificial.La luciérnaga de cristal que tengo colgada encima del cabecero ha ido derramando, golpe a golpe, como una clepsidra su gota de suero en el interior de mis venas. Me la imagino a esa gota de medicina entrando en mi vena como esos toros de los encierros cuando se derraman por la plaza buscando por todos los rincones un objeto que cornear. Otras veces me las imagino como una masa de civicos ciudadanos que se derraman por las escaleras del Metropolitano como un río de paño y "nailon" en una hora punta. Así ellas van entrando ordenadamente por mi "metro" de tejidos y proteínas. Nada más entrar iran buscando por todos los pliegues rosados de mis venas. Me las imagino desde el interior como un tunel de nácar por el que discurre un torrente rojo y cálido que, como en las alcantarillas se bifurca en los diversos ramales perdiéndose en algunos remolinos que otros conductos, ocultos por el propio caudal de sangre, originan. De sus paredes, se desprenden unos platos blancos que surgen de la pared misma sin romperla, como si nacieran del propio tejido de la vena y caen a la sangre que se las lleva inmediatamente corriente abajo. Las paredes de las venas tienen una luz de neon, como esas nubes gris claro de los días de lluvia a las que el sol, oculto entre ellas, les da una luz blanquecina, dándole al cielo el aspecto de una fina lámina de marmol translúcida. A veces veo pasar flotando en la corriente unos pedazos de carne negra, desgarrones sanguinolentos. Son, me digo, esas células que, rebelandose contra la más elemental ley de la Naturaleza que es la ley de la supervivencia, por la que todo microorganismo por muy diminuto que sea tiende a vivir y a reproducirse se están alimentando de su propia muerte, envenenando el medio que a ellas les da la vida. Mi muerte supone la de ellas. ¿Será -me pregunto- el cancer, una forma de suicidio?Como tengo las venas "algo dificiles" -eso han dicho aquí en el Hospital- el enfermero de guardia ha estado toda la noche pendiente de mis brazos. Es un chico de pueblo, risueño y un poco ingenuo. Me gusta mirarle a los ojos y observar como agacha la mirada como un David adolescente. Tiene algo de joven efebo de película de Passolini; esa belleza rural, campesina, que huele a heno y leche agria. Es de los pocos que no enciende las luces cuando entra de noche a cambiarme el suero, y que se preocupa de que el batido de fresa, esa cosa tan horrible que sabe a fresa machacada con bicarbonato, lo guarden en el frigorífico para que esté fresco a la hora de la merienda <<...que -le dije una tarde- caliente, y con ese sabor no hay forma de tragarlo>>Veo mi propio dolor reflejado en su rostro cuando me quejo. Las facciones se le contraen en un gesto amargo. Se nota enseguida que es su primer destino y que aún no se ha endurecido lo suficiente como para desarrollar su trabajo en este tipo de trincheras sabiendo sortear los balazos del sufrimiento. En un momento se me ocurrió preguntarle si ya había presenciado alguna muerte pero tuve la discreción de callar en el último instante. Nunca me hubiera perdonado hacerle esa pregunta.Cuando llevo mucho rato escribiendo siento un hormigueo entre los dedos. Mario insiste en traerme su ordenador portatil pero rechazo su ofrecimiento. Todavía no me he acostumbrado a teclear mi vida, prefiero acariciarla con mi estilográfica, parece como si la dibujara. Hace dos o tres días que se ha comprado un portatil de no sé cuantos megas, pero debe ser algo importante por la cara de felicidad que pone cuando me lo cuenta. Yo le respondo que cuando me acostumbre a llevar encima la vigilancia permanente de un movil encendido, intentaré adentrarme en el mundo de los ordenadores. Pero que por ahora...Todavía he de consultar el libro de instrucciones para introducir en el movil el número de "pin".En la habitación de al lado han estado durante esta noche haciendo ruido de camas. Ya me conozco demasiado bien ese ruido; no se me despinta. Es el que hacen la limpiadora de guardia cuando prepara una habitación para otro paciente que entra durante la noche. Pero el que hasta ayer se encontraba ocupándola....¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá aún? ¿O quizás.....? ¿Sería un hombre o una mujer? ¿Joven? ¿Viejo? A los enfermeros es imposible sacarles una palabra...Y en el fodo creo que hacen bien. Cuanto menos sepamos de los demás, menos sabremos de nosotros mismos. Cuando ha llegado Mario he intentado leer en su rostro la lectura de alguna muerte pero no he encontrado nada. Creo que él, conscientemente, se guarda de saber nada. Es la mejor forma, pensará, de no traicionarse con los gestos en mi presencia.He vuelto a recordarle que no quiero recibir visitas de nadie, fuera de él y de mis hermanos. Porque aunque el pelo no ha comenzado aún a caérseme, el aspecto que ofrezco es de lo más deprimente. Me niego a que nadie fuera de mi familia me vea con este aspecto. Me tranquiliza diciéndome que en el puesto de guardia ya han introducido ese deseo mío en el ordenador para cuando algún visitante pregunte por mi habitación.Casi toda la mañana la he pasado mirando al techo y rumiendo pensamientos que de tan negros, de tan pesimistas, no me atrevo siquiera a reflejarlos en estas páginas.Una de las auxiliares que ha venido esta mañana para hacerme la cama y cambiarme las sábanas me ha regalado una estampita de Fray Leopoldo. El pobre fraile, con su cara de panadero viejo me mira desde el fondo sepia de la estampa y me parece como si viera en su mirada la solicitud de una resignación que a mí me falta. Como no sabía cual podía ser mi reacción, ha mirado con ciera timidez a Mario, como solicitando su aprobación y luego impostando la voz como una actriz de teatro ha vuelto a tomar el piadoso cromo de entre mis manos y lo ha colocado en la cabecera de mi cama haciendo escuetos comentarios sobre el catálogo de milagros del santo. Después, como para romper el hielo que se hubiera podido formar con su atrevimiento me ha comentado la última noticia del realiti show emitido anoche en un canal comercial de la televisión. Esta mañana, por primera vez, la acompañaba una de las recien ingresadas, jóvenes inexpertas que parece como si se ahogaran, cuando me ayudan a incorporarme de la cama; me toman con miedo de los brazos como si yo fuera un diamante o una joya única que se les pudiera romper entre las manos en cualquier instante. De todas formas la ternura les abrillanta la mirada, cosa que yo les agradezco con la mejor de mis sonrisas.
          

martes, 4 de febrero de 2014

Si le perdiésemos a la Muerte...

                                            
                                                                                                                     III


Si le perdiésemos a la Muerte ese miedo ancestral que nos paraliza solo ante la amenaza de su posible presencia, si nos atreviésemos a mirarla de frente, con la indiferencia que se mira el autobús que va a llegar a la estación, estoy segura de que por el aspecto que presentan cada mañana los médicos y enfermeras que nos atienden podríamos calcular, con un poco de práctica, el número exacto de días que nos resta de vida. Pero, es tal el ansia de vivir que tenemos todos, que incluso cuando caemos víctima de un mal como éste que yo padezco y que tan brutalmente nos pone al borde de la Muerte, incluso entonces negamos la evidencia y los gestos y las palabras que a cualquier pondrían en estado de alerta nosotros, los enfermos los disfrazamos para que, contra toda razón, digan lo contrario de lo que están queriendo decir, o nos parezca que dicen aquello que en nuestro abatimiento queremos oir, ignorando la cruda y dura realidad que nos azota la razón nada más despertarnos cada mañana en estas celdas hospitalarias. Hasta en eso la Naturaleza es sabia que siempre encuentra un hueco para una avestruz asustada. Esta joven auxiliar, por ejemplo, que acaba de arreglarme la cama le ha faltado un ligero pellizco en las mejillas para echarse a llorar sobre mí. Cuando, al remeterme el embozo de la tapa, ha aproximado su rostro lo suficientemente al mío y la he mirado de frente al fondo de sus ojos ha desviado enseguida la mirada apretando fuertemente las mandíbulas como si temiera que en cualquier instante, al relajar los músculos de la cara, se le escapara de sus labios el terrible secreto que se le ha revelado esta mañana, al cambio de guardia, en la tertulia del puesto de enfermería. Cuando le cuento estas cosas a Mario dice que son imaginaciones mías y me amenaza con quitarme la pluma y el diario. Me dice que ahora debo concentrarme en mi curación y dejar los diálogos interiores -ironiza- para cuando esté en casa completamente curada. Y al preguntarle cuando ocurrirá eso, veo como una nube negra cubre su mirada. Intento disolverla con uno de esos falsos enfados míos que él conoce perfectamente y le pido que me acerque la cajita de caramelos.Ayer por la tarde me pusieron el último suero de quimioterapia. Poco antes de que sirvieran la cena había entrado en mis venas la última gota de fuego. Con no poco esfuerzo he podido comer un poco de tortilla y un yogur. Ya estoy comenzando a sentir nauseas al comer, y en algunas zonas de mi cuerpo ya han aparecido los picores y cierta quemazón que la medicina oficial nombra con el eufemismo de efectos secundarios y de los que ya me avisó la médica que me atendió el primer día. La noche la he pasado con mucha fiebre. Mario apenas si ha dormido, pues ha estado toda la noche poniéndome paños de agua helada en las piernas para bajarme la inflamación que me produce unos dolores terribles, y también en la frente para tratar de bajar la fiebre sin tener que recurrir al paracetamol. Ha habido durante gran parte de la noche movimiento de personas por el pasillo. Me ha parecido oir lamentos de sirenas por la parte que da a la plaza. Se ha debido producir alguna emergencia de la que, como en todos los casos, no tendré noticia alguna.Y volviendo a mis achaques, anotaré que la mañana ha sido algo más llevadera. Me dice la doctora Barrancos, cuando ha pasado esta mañana por la habitación, que posiblemente aumente el dolor de las piernas y que no debo preocuparme por ello, que cuando eso ocurra, será señal de que la médula ha comenzado ya a funcionar arrojando al flujo sanguíneo -transcribo literalmente- las defensas que ya ha comenzado a producir.Ya me han prohibido salir al pasillo, y han colocado sobre la puerta el letrero de "prohibida la entrada".Llevo ya casi una semana en este hospital y todavía mi mente se halla fuera de sus paredes. No acaba de acostumbrarse a la fría soledad de estos pasillos blancos, a este silencio de muerte habitado tan solo por el pitido agudo e insistente de los cardiografos, o como se llamen, y el golpeteo irregular de la expendedora de refrescos que, aunque no sea muy oportuno escribirlo en estas circunstancias, suena a ataud hueco. Claro que no creo que me acostumbre nunca. No nos preparan para estas situaciones tan extremas. Y quién sabe si no es mejor así.Nunca habría podido imaginar que mi soñado viaje por el norte de Europa tuviese este final de fiesta. ¡Dios mio!, pero si hace apenas diez dias que me paseaba con Mario, en una mañana soleada, por el barrio viejo de Estocolmo y que subíamos a la torre de su ayuntamiento para contemplar desde su mirador la hermosa perspectiva de esta ciudad que vive y crece entre pequeños lagos. Solo nos faltó aquella mañana entrar en El Salón de Actos donde tiene lugar cada año la entrega de los Premios Nobel; no fue posible, cuando llegamos ya lo habían copado dos excursiones de japoneses que lo miraban todo a través del objetivo de sus cámaras, del que solo despegaban sus ojos para responder ante cualquier contingencia con esa mueca facial que nosotros llamamos sonrisa y que a mí en cambio me ha parecido siempre una nota más de ese gregarismo tribal que tanto repele a mi individualismo.Aún permanece en la autocaravana nuestro equipaje sin deshacer. Tanta fue la urgencia con la que este mal reclamaba su lugar en mi vida que ni la ropa sucia hemos sacado todavía de su bodega.Y ahora me encuentro aquí, encerrada en la habitación seiscientos doce, imaginando, para matar el tiempo, capillas sixtinas y paisajes polares en esas nubes que pasan al otro lado de la cristalera, o tratando de imaginar por el ligero temblor de una mano que toma la mía o por la oscuridad de una mirada, el ritmo al que "ella", la innombrable me está ganando la partida, la velocidad a la que me está llevando hacia su trinchera, que para mí será la última.Mario me dijo anoche, mientras colocaba pacientemente paños frios sobre mi cabeza, que el próximo año hemos de hacer el proyectado viaje a las Islas Griegas, que no creyera yo que me iba a escapar, bromeaba. Pero sus palabras me sonaron a algo falso, a bambalinas de teatro barato, cómo si ni él mismo se creyera lo que estaba diciendo.Cuando escribo en estos cuadernos hay unos breves instantes en los que tengo la extraña sensación de que ya he fallecido y de que estoy contando trozos de la vida de otra persona que yo observara desde mi muerte, desde mi propia tumba. Es dificil de explicar pero es así como me ocurre. Ahora, por ejemplo, me ha parecido que la que ha viajado a Estocolmo ha sido otra persona distinta de mí y que yo era una cronista anónima, casi incorporea, solo una mente flotando en la nada que recreaba los últimos meses de la vida de esa persona. Y lo más sorprendente de todo eso es que, para nada me resulta desagradable tal sensación, es más....me resulta casi placentera, parece como si me liberara de algunos miedos que me visitan por las noches y de no pocas angustias infantiles que el estado en que me encuentro han desatado. Es posible que todo ello sea debido al poder de fascinación y de evasión que tiene la palabra cuando se vierte en el papel. Y sospecho que es así porque cuando cierro el cuaderno siento cómo si me precipitara desde el paraiso al mismo infierno, a este infierno de paredes blancas y agujas hipodérmicas. Mientras escribo siento como si le perdiera incluso ese respeto frio que se le tiene a este tipo de enfermedad. En cierta manera es como si ella me tuviera un poco menos en su poder. Con cada palabra que añado a mi narración alimento la ilusión de que puedo escaparme de sus frias manos que se niegan a soltarme. En cambio, cuando cierro este diario vuelvo a ser yo esa enferma que teme despedirse de la vida siendo aún demasiado joven. Y si no pudiera escribir, me inventaría una amiga, como hacia de niña, a la que poder contarle la historia de mis días de viva voz. La historia de quien sabe si mis últimos días. Era tal la fuerza de mi imaginación que había noches que casi la veía sentada a los pies de mi cama; con gesto triste si yo estaba triste y alegre si yo había pasado un buen día. (jean valjean)


lunes, 3 de febrero de 2014

Hasta ayer mismo.......


                                                                             IV

Hasta ayer mismo daba todas las mañanas un paseo por la planta acompañado de Mario y de mi fiel amante, esa percha de aluminio, con ruedas de goma, del que cuelgan los sueros que me tienen enchufada a la vida. Íbamos hasta la puerta del ascensor y regresábamos hasta el final del pasillo; así una y otra vez, saludando en cada vuelta y en el mismo punto del pasillo las mismas caras y respondiendo con los mismos gestos. No. No me agrada salir al pasillo. Lo poco que ando es casi obligada por Mario. Me deprime mucho ver el aspecto que ofrecen los otros enfermos, que es, por otra parte, el mismo que debo ofrecer yo. Con la compañera de habitación si intimamos algo más y es, no me cabe duda, porque en ese caso la intimidad ya te viene impuesta por las circunstancias. No se puede estar todo el día acostada al lado de otra persona sin hablar con ella, sin dirigirle la palabra; sería una situación insostenible. Al pasillo, en cambio, procuro salir cuando no hay nadie y aún así casi todo el tiempo que estoy fuera de la habitación lo paso en la sala de espera para pacientes poniendo algo de orden en estas páginas.Papá nos contaba que cuando él era niño, había un paseo en el Puerto, cerca de la Farola, sembrado de plataneras y acunado por el rumor del mar y al que se conocía en el lenguaje popular por el poetico nombre de La Alameda de los Tristes porque a él -nos decía papá- se venían a pasear, después de darle tierra al difunto, los acompañantes de todos los sepelios que tenían lugar en la ciudad. Y estos días, y sin duda que asociandolo al estado de ánimo en que me encuentro lo he recordado cuando ayer hacía mis ejercicios diarios por el pasillo, y así lo he bautizado al reflejarlo en estos diarios: La Alameda de los Tristes. Otra alameda de los tristes por donde caminamos embutidos en estos horribles camisones ya desteñidos por los lavados, cogidos de la mano a nuestro esqueleto de aluminio y vidrio, negro presagio, hermano gemelo de ese al que esperamos todos mientras arrastramos la poca salud que nos queda por estos pasillos marcando las horas del día y usando como reloj los repartos de comida, los cambios de sueros o las visitas diarias de los médicos.Los que más despiertan la commiseración de los visitantes e incluso de los mismos pacientes son los enfermos más jóvenes. Tenemos asociada la juventud a una explosión y un derroche tal de vida que debe parecernos sin duda un robo, un fraude, casi un atraco con nocturnidad y alevosía lo que le hace el Destino a estos jóvenes de entre dieciocho y veinte años que cuando comienzan a asomarse a la vida con una explosión de alegría y de optimismo reciben tamaño golpe. Nos da la sensación de que alguien o mejor dicho: Alguien, con mayúsculas, les ha hecho trampa en el juego de su vida, les ha escamoteado alguna casilla en este juego de la oca que comienza con nuestro nacimiento, con ese cachete que nos da el médico en nuestras pequeñas nalgas para que firmemos nuestra acta de nacimiento con el primer grito que siempre es de protesta. Y es que nuestros residuos religiosos nos llevan a pensar que debieran estar exentos de la muerte. Buscamos un Orden y un Ordenador al que culpar de tal desaguisado. A mí al menos me impresionó la presencia entre los internos de un joven, que no tendría más de dieciocho años, alto y delgado, y más delgado aún por la enfermedad, que con la cabeza afeitada y el pijama a rayas paseaba arrastrando su percha ambulante cargada de sueros. Cuando se cruzaba conmigo en el pasillo hacía verdaderos esfuerzos por que la mueca de su rostro se pareciera todo lo posible a una sonrisa. Si en lugar de la percha de sueros le hubiesemos echado por encima una manta raida y le hubiesemos pintado unas ojeras saldría exactamente la imagen del espectro de uno de aquellos judios que espantaron a los soldados americanos cuando se los vieron venir encima al abrir las puertas de los Campos de Mauthaussen o de Auswchitz en el año 1944 caminando por entre los escombros, como si estuvieran saliendo de sus propias tumbas. Hace ya casi dos semanas que no lo veo por el pasillo. La duda que me viene comiendo por dentro me empuja constantemente a preguntar por él a cualquier enfermero de la planta, pero al final no me atrevo a preguntarle nada a nadie. ¿Para qué? La verdad no me la van a decir, ni yo la quiero saber. Y si el enfermero al que pregunte no es lo suficientemente sagaz, es posible que intentando mentirme deje traslucir una verdad que, ya lo he dicho, no quiero saber por nada del mundo. Prefiero vivir en la creencia de que se ha marchado a casa para descansar del tratamiento y que en cualquier momento se va a incorporar, o que me lo voy a encontrar alguna de esas mañanas que me bajan para hacerme análisis a la primera planta y he de pasar por el pabellón de las consultas externas. También vengo observando que en esta alameda de los tristes, una alameda de tubos fluorescentes y árboles de penicilina, no nos saludamos nadie, ya lo hacen por nosotros los familiares que nos acompañan. Los pacientes, entre nosotros, aparentamos ignorarnos, y a lo más que llegamos es a echarnos una sonrisita timida para salir del paso si alguna vez, al cruzarnos en el pasillo se enrredan las gomas de nuestros respectivos sueros. Claro que siempre acude algún auxiliar en nuestra ayuda y nos separamos sin tener que darnos demasiadas explicaciones. Si lo hicieramos nuestra conversación giraria irremediablemente en torno a nuestro mal. Y ¿quién quiere hablar de eso? Supongo que nadie en su sano juicio. Preferimos hablar con los sanos que nos traen el aire fresco de la calle. Debe ser por eso que los fines de semana, que hay entrada libre y los pasillos y habitaciones se llenan de risas de todos los colores, y de perfumes lejanos al interno parece como si le asomara a la cara unas tímidas ganas de vivir, tampoco muchas, ciertamente. Las puertas de las habitaciones permanecen abiertas y en sus umbrales se forman las tertulias con aquellos que ya no caben en su interior. Hay un ir y venir de bolsas con comidas, un oleaje de revistas por sus pasillos que no cesan durante esos dos días. El expendedor de bebidas que se encuentra junto al ascensor, estará todo el día lanzando al aire, como un reloj enloquecido, su "clon-clón" de latas de cocacola y botellas de agua mineral. Y, a medida que vaya muriendo el domingo, con la atardecida, así como se deja a cada muerto en su nicho, así se irá quedando vacía nuestra alameda de los tristes y con un suave parpadeo de sus puertas todas se irán cerrando poco a poco.Durante las tres semana que ha durado el tratamiento con "la quimio" (nombre que si escribiéramos con mayúsculas y a remolque de ese artículo determinado parecería un nombre de prostituta para una novela de Cela) he tenido presente a mamá, sobre todo los últimos días que pasó entre nosotros. A pesar de lo mal que nos hemos llevado siempre, sentí durante su horrible y larga agonía que en esos momentos me sentía algo más unida a ella. Cuando la llevaron a la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Civil, uno de mis hermanos (no recuerdo ahora cual de ellos) me llamó por teléfono al pueblo en el que entonces estaba yo destinada. No tuvo que ser muy explícito, lo comprendí enseguida; nos llamamos tan pocas veces...No sé quien condujo por mí pero, milagrosamente, llegué a la ciudad sin sufrir ningún percance. Para entonces ya la tenían completamente sedada y casi no me reconoció. Me hubiera gustado hablar con ella, que, al menos, una vez en la vida, nos hubieramos tomado de las manos, así, nada más, sin hablar, sin decirnos siquiera una palabra. Sólo con una sonrisa de ella me hubiera bastado, y conseguir que las peleas que nos consumieron a ella y a mí durante tantos años quedaran anuladas o al menos como olvidadas en el momento de despedirnos....No, no pude hablar con ella. Ya lo he dicho: estaba ya sedada y preparándose para morir, eso al menos nos decían para intentar consolarnos, los enfermeros que la atendían. Respiraba con cierta dificultad, mientras una mujer joven le tenía tomada una mano y le murmuraba algo al oido. Una de las frases alcancé a oirla.: Déjate llevar, Conce, -le decían- déjate llevar....y la besaba en la sien. Una de mis hermanas, con un algodón impregnado de agua de rosas entre sus dedos, le bajaba uno de los párpados que se le subía hacia arriba mostrando un ojo frío, que quien sabe si no estaría ya contemplando la otra orilla de la vida. Una de las pocas palabras que pronunció, antes de llegar yo, se refería a alguien que se empeñaba en querer cerrarle los ojos. La noche antes, todavía en la casa pero ya muy malita, había tenido una pesadilla y con gran dificultad se la contó a papá que, me contarían después mis hermanos, hacía grandes esfuerzos por no llorar en su presencia. En realidad, ella no lo narró con la riqueza de detalles con que yo lo transcribo en este Diario; fue, naturalmente, mucho más escueta, más telegráfica. Según esa pesadilla ella se encontraba acostada en su cama y que, de pronto le entró un acceso de pánico por algo desconocido y se quiso levantar, pero al intentar salir de la cama descubrió que no podía mover ni un solo músculo de su cuerpo. Dice que tenía todos sus miembros paralizados, que le resultaba completamente imposible mover siquiera un dedo, o inclinar la cabeza hacia un lado, o torcer algo un hombro. Tampoco respiraba. Intentó gritar pero sus labios estaban sellados, ni la más leve fisura conseguía abrir entre ellos, era como si los hubieran soldado o cosido. Los ojos, los tenía completamente abiertos y no había perdido la visión pero no podía tampoco moverlos, y por más esfuerzos que hacía no conseguía mover ni siquiera las pupilas para llamar la atención. Sentía como si su cuerpo fuese una pesada estatua de piedra clavada en el lecho, con ella misma, su mente, sepultada en su interior. Alrededor de la cama estábamos nosotros, su familia, y algunos, dice, llorábamos con el rostro hundido entre las manos pero a ninguno de ellos les llamaba la atención el estado de su inmovilidad y no hacían caso de sus mudos gritos llenos de angustia, se comportaban como si ella no estuviera allí; solo atendían a la lectura que de una biblia hacía un señor joven vestido de negro que estaba a los pies de la cama. Ya al final de su relato le dijo a papá casi en un susurro que aunque ella no lo veía si sentía muy cerca la presencia de un hombre que le resultaba muy familiar, y que aunque no lo veía por la habitación estaba segura de que de alguna forma estaba allí, junto a ella. Es evidente que mamá había soñado aquella noche con su propia muerte. Y esa persona no podía ser nadie más que su padre, el abuelo, que a ella la adoraba, la había querido mucho, había sido su hija predilecta, su "ojito derecho" como suele decirse. Salí un instante al pasillo para fumar. Papá, junto a una ventana, con la mirada perdida, lloraba desconsoladamente ¡Que pequeña se veía la figura de papá en aquel pasillo tan largo, tan frío, tan eterno. Fue en ese instante, al ver la imagen de pura soledad que traspiraba su persona, cuando comprendí inmediatamente que papá tardaría muy poco tiempo en acompañar a mamá en aquel viaje sin retorno que estaba a punto de emprender. Nunca papá me había mirado así. Cuanta soledad, Dios mío, en aquellos ojos. ¡Cómo gritaban, mudos, que alguien, no importaba si angel o diablo, bajara a esta Tierra e impidiera la muerte de su compañera. Y además cometí la indiscreción, creyendo que ayudaría a distraerlo algo, de recordarle que el otro día, trasteando entre la ropa de mi armario encontré aquel viejo vestido de mamá, el que ella misma se confeccionó, cuando vivíamos en Morón de la Frontera, con aquella tela que él le trajo de Nueva Orleans. No resistió el recuerdo de esa imagen. Se derrumbó literalmente en uno de los bancos y comenzó a llorar como no lo había hecho hasta ese momento. Apareció una enfermera que con mucha delicadeza consiguió convencerlo para que se fuera con ella a tomar un calmante con una infusión y hasta creo recordar que le ofreció un cigarrillo, cigarrillo que papá, tratando de ser amable, rechazó con una sonrisa y un gesto de la mano. Balbuceó algo parecido a que ya no fumaba. Después de esta cruda escena a mamá le pusieron una dosis mayor de calmantes y ya casi no podía hablar. Así permaneció hasta su fallecimiento.


domingo, 2 de febrero de 2014

La verdad es que no he elegido......


                                  V


La verdad es que no he elegido el mejor momento para acordarme de la muerte de mamá. Anoche me trajeron una compañera de habitación. Venía, como dicen por aquí en el argot hospitalario: "con la cama puesta" y, seguramente que impresionada por mis quejas y las entradas y salidas de los enfermeros que estuvieron toda la noche poniéndome calmantes no se atrevió a dirigirme la palabra a pesar de que ella tampoco durmió nada en toda la noche y se la pasó dando hondos suspiros. Esta mañana, se ha levantado temprano, y empujando la percha con sus sueros ha venido a sentarse a los pies de mi cama y me ha preguntado si me encuentro mejor de mis dolores. Por la edad, casi podría ser mi madre, o esa tía joven que compartió casi nuestra juventud y nuestros secretos de amor. Es de un pueblo del interior y padece el mismo tipo de leucemia que yo, aunque está bastante animada. Cuando le dije que soy Profesora se me presentó diciéndome su nombre y su apellido con ese candor y respeto que aún queda entre la gente rural. Me dice en broma, para romper el hielo de los primeros instantes que ella no se puede morir ahora porque el cementerio de su pueblo está en obras, y se rie, intentando al mismo tiempo, con un visaje muy gracioso de su cara que no se le vea el hueco negro que le ha dejado en la dentadura una muela que ya se le ha ido. El marido ha pasado toda la noche sentado en una de las butacas que hay en la habitación. Cuando entraba alguno de los enfermeros que me estuvieron vigilando, él se levantaba rápidamente y se salía al pasillo con gestos nerviosos, parecía como si estuviera temeroso de no haber salido con la suficiente rapidez.Lo más desagradable de la hospitalización es esa falta de intimidad que se padece sobre todo en los grandes hospitales. Me estoy acordando ahora de cuando, siendo niña acompañaba a mamá para visitar algún pariente que se encontraba hospitalizado. Era costumbre llevarle al enfermo una lata de melocotones en almibar que la mayoría de las veces el paciente por prescripción médica no podía comer y se la regalaba al auxiliar de turno para que lo tratase mejor que a los demás o acudiese a sus llamadas nocturnas. Cuando no era la lata de melocotones, era el bote de leche condensada y, no pocas veces, el paquetito de tabaco. Las habitaciones eran grandes y de techos lejanos como las pistas de los circos, y estaban alicatadas de blanco hasta el techo, y por sus pasillos, transitaban todo el día, andando a pasitos cortos y andar ligero, como si fueran sobre ruedas, un ejercito de monjas con aquellas cofías cubistas que estaba entre el tricornio de la guardia civil y la maqueta de un Museo Posmoderno. Llevaban todas un delantal blanco sobre el que se destacaba un crucifijo tosco de madera haciendo el yo-yó en su cintura. Alineadas como tumbas de cementerio militar ochenta o noventa camas con sus cabecitas de insecto triste clavadas en su cabecera; rostros demacrados por el dolor, y alguna salpicadura de sangre en el embozo. Desde que se entraba en la sala hasta que se salía era eterno el coro de quejidos, lloros, lamentos que conformaban como unos mantras de la muerte. Y luego estaba aquel olor a yodo que lo impregnaba todo. A traves de una gran cristalera que había en la entrada se veía un grupo de hombres esqueléticos con los ojos desencajados y el pijama demasiado pequeño paseando como espantados por los jardines del Hospital. Recuerdo que recibían el nombre de Sanatorios, palabra que yo asociaba a ellaes del pecho. Cuando de mayor vea los reportajes de los campos de concentración me acordaré de aquellos hospitales pobres de mi infancia adonde acudí en ocasiones acompañando a mamá.El marido de la señora Teresa, que así se llama mi compañera de habitación, es un hombre muy delgado, de rostro caballuno y nariz alargada. Tiene en la frente esa marca que deja el sol en la gente que está todo el día trabajando al aire libre y cubriéndose del sol con algún sombrero o gorra; de la mitad de la frente hacia arriba la piel se conserva completamente blanca en contraste con el resto que el sol ha bronceado. Conserva todavía en los modales ese antiguo servilismo que el hombre del medio rural rinde al habitante de la ciudad, al que, no se sabe muy bien por qué todavía consideran que son superiores a las personas que habitan el campo. Como debe considerar de poco respeto mantener las manos metidas en los bolsillos cuando habla con algún desconocido llega un momento en que no sabe ya que hacer con ellas y parece que toman vida propia. Y el resto de la conversación estarán como dos pajarracos enloquecidos, revoloteando a su alrededor, desesperados de no encontrar sitio donde posarse, bien que harán inacabables intentos por conseguirlo; en la frente, en las mejillas, y hasta en las piernas, como la paloma que envió Noe después del Diluvio y regresó al Arca por el motivo de todos conocidos y que yo no voy a repetir aquí. Días más tarde me contará la señora Teresa que su marido padece de una úlcera en el estómago, y también me cuenta que lleva unos días que con la irritación está evacuando sangre. Y por el tono en que lo dice parece muy satisfecha de poseer ese eufemismo de "evacuando" para poder explicar con exactitud el mal que aqueja a su marido sin verse obligada por falta del vocabulario apropiado a tener que entrar en descripciones fisiológicas demasiado prolijas, con el riesgo de caer, dado el asunto, en expresiones no demasiado afortunadas. Parece, el marido de la señora Teresa, un personaje de El Greco, de esos que aparecen en las esquinas de los cuadros mirando para el pintor con ojos de alucinado. Se ríe muy tímidamente sin apenas abrir los labios, y cuando me dirige la palabra me mira con una tristeza infinita, una tristeza de chucho callejero abandonado. Se admira de la juventud de los doctores que nos visitan, sobre todo de las médicas a las que oye hablar con un silencio y un respeto de diácono en misa. Cuando se ha enterado por su mujer de que soy Profesora y de que llevo un Diario, impresionado sin duda por lo del Diario que le ha de sonar a señora rancia e intelectual, y orgulloso, al mismo tiempo, de poseer ese comodín en la manga, me lo suelta lleno de satisfacción: que tiene -dice- dos hijas estudiando en la Universidad: una para médica y la otra para abogada, y en ese instante su tristeza se ha transformado en una modesta sonrisa beatífica que, eso si, se ha apagado al instante. El tema central de conversación con su mujer es la correa, su correa, que en opinión de la señora Teresa lleva siempre demasiado apretada y que le da un aspecto que aunque ella no define lo expresa con un gesto de su cara. Por la cara que él pone de escepticismo conyugal deben llevar años con la misma dicusión. Acaba de entrar la doctora Barrancos. Con su gran humanidad física y su optimismo llena todo el umbral de la puerta. Siempre que la veo de entrar con ese refrescante aire de autosuficiencia no puedo evitar pensar que de un momento a otro me va a tirar un balón a las manos gritándome al mismo tiempo que ya me toca saltar a la cancha y meter treinta o cuarenta cestas para nuestro -también el de ella- equipo de baloncesto. Aunque también encajaría estéticamente en el puente de un barco que naufraga en plena galerna. Ella sujetaría con una mano la caña del timón y con la otra una garrafa de viejo ron, animando entre trago y trago a sus marineros que luchan encarnizadamente contra los tiburones verdes de las olas que amenazan con echar el barco al fondo del mar pero que al final se estrellan contra las carcajadas metálicas, sonoras de la Capitana Barrancos. A pesar de que ya se ha dado cuenta de que estoy escribiendo un diario, se ha guardado mucho de hacer ningún comentario al respecto ni de preguntarme nada sobre estas páginas.


               

sábado, 1 de febrero de 2014

Llevo dos dias sin anotar nada....

                                              

                                                     VI



Llevo dos días sin anotar nada en este cuaderno. Es la primera vez, desde que estoy en este hospital, que he tenido que dejar de escribir por un motivo ajeno a mi voluntad, y he echado de menos las páginas de este Diario.Los dolores en las manos y las piernas han sido casi continuo. No me han dado cuartel. Son difíciles de soportar. Desde el primer día solicité con mucha insistencia que me pusieran los sueros a través de la mano izquierda, que la derecha la necesito para escribir, pero, ya la mano izquierda está presentando evidentes síntomas de fatiga; el suero entra cada vez con más dificultad. He probado a escribir con la mano enguantada para amortiguar el roce del bolígrafo con la piel, y creo que ha sido una idea acertada. Siento menos dolor al tomar la estilográfica entre mis dedos. Pero ha ocurrido algo muy curioso que yo tenía ya casi olvidado: Cuando me he puesto el guante, de una forma casi automática, sin pensarlo, como obedeciendo a un recuerdo ancestral me he llevado la punta de los dedos a la nariz esperando sentir en el olfato el fuerte aroma del aceite de oliva. Y es que cuando era niña, mamá, para combatir los sabañones que nos salían en invierno, nos cubria las manos con guantes de lana impregnados en aceite. Y así íbamos al colegio durante los meses más duros del invierno ¡La de veces que me regañaron en clase por llevar la "copia", el "dictado" o las "cuentas" con lamparones.Señorita: me decia el maestro: ¿ha estado usted, por casualidad friendo patatas esta mañana? gracieta que era respondida por el coro de niños con un adagio de risas ahogadas cuando no con un crescendo de carcajadas abiertas que a mí me sacaban los colores hasta en la frente mientras trataba de ocultar detrás de mi enclenque figura las dos manos llenas de pringajo. Entre los niños corría la leyenda negra de que los sabañones se contagiaban y con una crueldad infinita los rechazaban en el recreo de todos los juegos. Por eso nunca me atreví a decirle al profesor que tenía sabañones; los sabañones eran cosa de pobres, y como tales había que ocultarlos; aunque en casa no éramos pobres. Algo muy parecido ocurría con los piojos. Cuando se iba aproximando el verano, aparecía siempre la plaga de piojos y la directora nos daba una carta para nuestros padres. Mamá, iba al colmado de la señora Herminia y compraba un frasco de "zetazeta" -de los grandes porque éramos muchos hermanos- y cuando llegaba a casa lo cambiaba de envase por si alguna visita entraba en el baño. Papá nos llevaba a mí y a mis hermanas a la barbería de su cuartel y nos dejaban pelonas hasta el comienzo del invierno. Mamá, seguramente que para suavizar el expolio capilar al que nos sometía cada año, le llamaba a esta operación dejarnos con "la melenita". A pesar de todo llegué a asociar el corte de pelo con la llegada de las vacaciones y del verano, será por eso, me he dicho algunas veces, que nunca me ha gustado tener el pelo largo.Un año me salieron sabañones hasta en los dedos de los pies. Recuerdo que fue el mismo año que nevó por primera vez en la ciudad y toda la familia nos marchamos a pasear por el Parque; una de mis hermanas, no recuerdo cual de ellas, se resbaló con la nieve y se partió una ceja contra el bordillo de la acera.Nuestros padres a fuerza de insistir tanto en lo socialmente reprobable que era llevar sabañones en las manos hicimos la consigna tan nuestra, la digerimos tanto que la hicimos carne nuestra; yo temblaba de terror ante la perspectiva de que el profesor aún sin querer pudiese sacar a plaza pública la causa de aquellos escozores que yo procuraba disimular: los sabañones son cosas de pobres, nos decían en casa junto con aquella otra muletilla de posguerra con la que se nos adoctrinaba antes de salir de casa cuando teníamos que acudir junto con nuestros padres para hacer una visita de aquellas llamadas "de respeto" que siempre eran o para visitar a un enfermo o para darle el pésame a sus familiares por su repentino fallecimiento. Mamá, mientras me hacía las trenzas me la hacía repetir dos o tres veces como si se tratase de una tabla de multiplicar o como un mantra, porque eso era al fin un mantra sagrado sin cuya memorización perfecta se nos impedía la salida del convento. Aunque he olvidado la literalidad del texto memorizado el argumento era que bajo ningún concepto se aceptaba dinero de los mayores. Y que cualquier oferta de alimentos (quedaban excluidos los caramelos, aquellos caramelos de menta o fresa que venían envueltos en papel de celofán y que en la cabalgata de los reyes magos se tiraban por kilos) realizada por los dueños de la casa había que responder que ya habíamos comido y que muchas gracias. Y si, sin previo aviso, cosa que, la verdad, no era muy frecuente, aparecía alguna suculencia sobre la mesa, había que esperar las órdenes de nuestros mayores para tomar uno (de lo que fuera) y solamente uno y tomarselo sentado en la silla y con las piernecitas recogidas. Ya digo, resabios de posguerra, que, con no ser yo tan mayor, llegaron al menos hasta los comienzos de mi infancia. Y volviendo a lo de los sabañones, se daba el caso de que los sabañones los cogíamos en el propio colegio porque teníamos un profesor que era de un pueblo del norte y estaba tan poco acostumbrado a la suavidad de nuestros inviernos sureños que se empeñaba, en los meses más profundos de la invernada con tener las ventanas del aula completamente abiertas para que se fueran las miasmas, palabra que yo oía por primera vez y cuya fonética tan sugestiva me trajo a la mente algún bicho raro que todavía desconocíamos y lo suficientemente diminuto como para colarse, en manadas, por los resquicios de las ventanas y cuyos picotazos te traían la gripe o algo peor. Es el caso que con aquella costumbre de mamá de meternos las manos en aceite y de que por nada del mundo dijéramos que teníamos sabañones me quedó la costumbre, costumbre que conservé hasta bien entrada en la adolescencia cuando solo la coquetería temprana me hizo desnudar mis manos, de ponerme aquellos manguitos para escribir. Estando ya para ingresar en el Instituto aparecieron aquellos dedalitos de goma con los que se encorbataba el lápiz o el "boli", pero, aunque lo probé, no me alejaron de mis guantes, que mamá remendaba con una habilidad conventual cada otoño. Me resultaba grato escribir con los guantes puestos, me cansaba menos. Por ejemplo, cuando me quedaba en casa porque estaba algo constipada, también escribía en la cama con los guantes puestos apoyados cuaderno y libro sobre la tapadera de la máquina de coser que mamá me traía colocándome en la espalda su almohada grande plegada sobre mis riñones. Como éramos tantos hermanos a disputarnos la atención de mamá, todos soñábamos con unas anginas o una buena gripe que nos dejara en casa, al menos durante una semana, con la cama bien abrigada de tebeos y derritiéndonos de ternura cuando comenzaba la noche a pintar los cristales del dormitorio y mamá venía a darnos la luz. Yo, que era la más aficionada a los enclaustramientos domésticos, recibía con verdadero alborozo el diagnóstico que me hacía el médico, y hasta los pinchazos a que me sometía el practicante Cabello, eran para mí caricias de seda. Si la convalecencia venía acompañada de algunos días de lluvia y viento, el placer podía rozar las fronteras del éxtasis. Después de la comida mis hermanos retornaban al colegio y entonces, mamà, cuando ya había fregado la cocina, montaba junto con otra vecina del mismo rellano, una tertulia en mi cuarto que tenía por objeto escuchar conjuntamente el serial de la radio. Yo, leía o escribía y cuando los comentarios giraban en torno a ciertos aspectos de la vida que en cualquier otra circunstancia no me hubiesen permitido oir, yo, me hacía la dormida y gozaba con aquel espionaje que me daba acceso a una información "de mayores" a la que en circunstancias normales nunca hubiera tenido acceso. Cuando se hacía de noche, papá encendía el flexo de mi mesita de noche y me hacía sombras chinescas con sus manos sobre la pared de enfrente, donde se encontraba la máquina de coser <> de mamá. Las siluetas ya las he olvidado pero algún nombre de aquellos con los que papá bautizaba a sus personajes fabricados con recortes de oscuridad, eran tan sonoros, tan literarios que no los he olvidado: Estaba La avestruz borracha; luego venía El músico se enfada; La paloma rota; El cisne triste...También me hacía dibujos que yo coloreaba con "lapiz goya"Uno de mis hermanos trajo de su colegio, el truco de ponerse papel secante mojado en la planta de los pies para subir la temperatura corporal y ganarte así unas pequeñas vacaciones. Yo lo probé una vez pero me puse tan mala que en el pecado llevé la penitencia y el propósito de enmienda, y nunca más lo intenté dejando que la Naturaleza actuara a su libre albedrío.En una de estas largas convalecencias gripales creo que fue cuando comencé a escribir. Nuestro tío Pepe, que era viajante de laboratorios farmaceuticos le regaló a papá una hermosa agenda editada por uno de los Laboratorios con los que trabajaba. Recuerdo la robustez del papel con el que estaban hechas sus páginas y su portada en la que, debajo de una pintura de El Greco ponía "Feliz Año 1969 les desea los Laboratorios...."y aquí venía un enrevesado nombre alemán que nunca retuve en la memoria. No sé como se desarrollaron los acontecimientos pero si recuerdo que haciendo valer astutamente mis derechos de enferma salí vencedora de todos los candidatos a ser dueño de la hermosa agenda, levantándome con el preciado trofeo que inauguré con un relato que titulé La Cachimba de Marfil que yo iba tejiendo día a día con mi flamante estilográfica "Hurricane" de cinco duros, toda yo encorvada sobre la mesa camilla forrada de cretona que mamá en invierno calentaba con un brasero de cisco picón. Todo el fetichismo de nuestra primera adolescencia lo había conseguido concentrar yo en aquellas páginas que eran, las pobres, un plagio flagrante de Conan Doyle y Emilio Salgari, empedrado de todos los tópicos más manidos recogidos a lo largo de mis lecturas, pero escrita, eso si, con la ilusión de una nueva Josefina Aldecoa, o de una Martín Gaite. Al final, aquel hermoso cuento de hadas que había pergeñado mi adolescencia grafópata se quedó inconcluso al extraviarse la hermosa agenda en una de las muchas mudanzas que obligatoriamente habíamos de hacer siguiendo a papá, con toda la casa a cuestas, en los sucesivos cambios de destino a los que lo sometía el Ejército del Aire cada vez que lo premiaban con un ascenso.