martes, 11 de febrero de 2014

Parece como si este año......

                            I



Parece como si este año el invierno se quisiera adelantar. Una lluvia fresca y menuda, un sirimiri triste y monótono está lavando en estos momentos, mientras escribo, los cristales de la ventana. Si pudiese abrirla, seguramente me vendría el vaho de pan caliente que exhala la tierra cuando caen sobre ella las primeras aguas del año, o tal vez pudiera aspirar, con no poco regusto, ese perfume agrio de la hierba recién cortada que el jardinero segó ayer por la tarde. Ese fresco aroma de campo recién llovido se llevaría, sin duda, este horrible aliento de muerte y antibióticos que exhalan las paredes. Pero no, no me llega ese perfume de jardín recien peinado, como tampoco me llega, como cuando estoy en casa, el olor del mar, por más que las gaviotas -Mario las llama, pavanas- me traigan su imagen cuando sobrevuelan el cielo del Hospital, a la atardecida, camino de un enorme vertedero que hay en el interior. No. No llega hasta aquí el olor del mar; aún está muy lejos, demasiado lejos. Cuando sopla viento de Poniente y el día amanece limpio y claro como un cristal puedo distinguir desde la cama apenas una delgada linea azul que corre por encima de los últimos edificios de la ciudad. En días de bruma esa línea se confunde con el cielo, la raya del horizonte se borra, y los barcos aparecen entonces como flotando en el aire; bueno, no en el aire exactamente, sino en una especie de puré licuado que va pasando del azul al naranja, y del naranja al violeta a medida que la tarde va muriendo. No es como en casa, no. En casa, si dejo el balcón de la terraza abierto puedo oir desde cualquier rincón y perfectamente los gritos de las gaviotas que deambulan a todas horas por la playa picoteando en las basuras. Y hasta puedo verlas, agrupadas cerca del espigón de la Ermita, al pie de su acantilado, agrupadas, si, pero andando cada una de ellas en direcciones opuestas, como si estuvieran reñidas, o como esos paseantes que el azar reune una mañana de domingo en una pequeña pero concurrida Plaza Mayor de pueblo. Solo se juntan con los primeros calores de la mañana; cuando levanta el día por la parte de Nerja se ponen todas mirando al Sol, como si éste fuera a hablarles de un momento a otro, obedientes como los profesores de una orquesta en esos brevísimos instantes que transcurren entre el golpeteo nervioso de la baqueta del director sobre el atril y el comienzo de la sinfonía, atentos todos a la varita del director que va a comenzar ya a dibujar en el aire del teatro la bella estructura musical. Hay un instante en que todas las gaviotas están completamente inmóviles, y la formación, de tan geométrica, es casi militar, [casi] produce dentera contemplar un aire tan prusiano en unas aves tan pacíficas. Esa quietud mineral, quebrada tan solo por el ligero temblor de alguna pluma salpicada de agua, o un arranque de vuelo que no cuaja, tiene algo de sobrenatural que se niega a ser apresado por medio de la palabra. Esta escena que se repite cada mañana termina siempre porque más tarde o más pronto llama la atención de alguno de los perros que corren en ese momento por la playa y que termina por caer de lleno en la tentación de romper esa arquitectura de movimiento congelado, con el mismo placer, suponemos, que sentimos los humanos ante la perspectiva de hacer añicos la enorme vidriera de una catedral gótica, o de abrir una herida en un saco de trigo y contemplar como se desangra en oro lentamente. Pues eso...que todo termina cuando algún chucho se mete entre ellas y se levantan todas a la vez, lentamente, hacia el cielo, como un encaje de bolillos para luego a medida que van ascendiendo disolverse en el aire, como un azucarillo en el agua...o como una nube en el viento....Y oigo la respiración cansada del mar que muere en sus orillas. Como si se tratara de un gran monstruo marino que dulcemente agonizara a mis pies, así es el lamento del mar durante esas noches de insomnio.Cuando el viento de Levante sopla con furia y el mar se enfada, ruge entonces con tanta fuerza que parece como si lo tuviéramos al pie mismo de la terraza. Durante el invierno, en el silencio de la noche, todo el caserío se estremece con el estampido que produce el mar al chocar contra el acantilado de la Ermita. Muchas noches me he levantado, cuando no podía dormir, y he terminado por asomarme a los cristales de la ventana y distinguir o creer distinguir con no poca dificultad, allá lejos, en la negra oscuridad, una diminuta luz amarilla que sube y que baja con una frecuencia regular, que aparece y desaparece con un cierto ritmo de tic-tac de reloj. Y me imagino a los marineros de ese barco, porque es un barco, agrupados en el puente, junto a la caña del timón mirando para nosotros, para nuestro pueblo, al que verán asimismo en el horizonte como una pequeña tarta de cumpleaños sembrada de diminutas luminarias que tililan en la distancia y que, a medida que ellos se alejan de nuestras costas se va hundiendo lentamente en el horizonte como un atardecer extraño. Que grata sensación de abrigo y de compañía sentirán, sin duda, cuando, navegando en mar abierto, hundidos en la más impenetrable oscuridad, con la proa del barco agonizando entre las olas, con un cielo negro de presagios, descubran, allá al fondo del horizonte, una débil luciérnaga que se enciende y se apaga intermitentemente. Ya no estamos solos -pensarán- allí, dentro de aquel Faro hay alguien ahora que vigila nuestro paso por estas aguas Y seguirán navegando -pienso con el rostro pegado a los cristales- y verán como esa diminuta estrella que les grita desde el fondo negro se va hundiendo poco a poco por la popa del barco hasta desaparecer completamente. Y volverán otra vez, a sentirse inmensamente solos, bajo una inmensa bóveda negra que arde de estrellas.Cuando se va aproximando la primavera son, entonces, los grandes trasatlánticos los que cruzan nuestras costas, lentos y enormes como hoteles de lujo a la deriva, con su derroche de luz, en los que se puede distinguir, con la ayuda de los prismáticos, y si hace una de esas noches limpias y claras, su cubierta solitaria por la que en ese instante transita algún pasajero ocasional, andando con esa torpeza con la que andan los buzos debajo del agua. Otras veces es una temblorosa silueta que se diluye tras las vidrieras. Y más abajo, pegadas a los costados del buque las aguas oscuras y brillantes como piel de reptil que se estrellan contra su casco. Recuerdo la primera vez que Mario se bañó conmigo en estas playas. Aún no habíamos comprado la casa, pero ya compartíamos algunos sueños, como ese, el de la casa, y andábamos todo el día haciendo proyectos para venirnos a vivir a este pueblecito costero. Él estaba esperando una pequeña herencia de su madre con la que pensaba dar la entrada para una autocaravana si entre los dos -me propuso- pagábamos las letras. Era una noche del mes de agosto. Hacía ya cuatro o cinco meses que habíamos formalizado nuestras relaciones y teníamos ya decidido irnos a vivir juntos a alguna casa aunque fuera de alquiler, pero, eso si, sin casarnos, cosa que, por otra parte, era imposible pues él aún no había legalizado su anterior divorcio y ninguno de los dos estábamos dispuestos a esperar tanto. Me insistió mucho en que no quería tener hijos. Pobre Mario, ¡qué concepto tan malo ha tenido siempre de sí mismo como padre! Aquella tarde lo recogí con mi coche en el edificio antiguo de Correos, junto al Ayuntamiento. Lo acompañaba su hija, Clara, y traía aquella camisa tan horrible (a él le parecía de lo más "in") muy parecida en los colores y en los dibujos a las que llevaban aquellos conjuntos de boleros y sambas que en los años sesenta actuaban por las ferias baratas de los pueblos, comiendo de menú y durmiendo en la fonda de la Estación. En el Paseo Marítimo, cuando llegamos no cabía ya una persona más. Muy cerca de las terrazas el mar era, desde donde nos encontrábamos, una gelatina oscura y espesa que respiraba con dificultad bajo el peso de la calima del verano. Hacia la parte de Poniente, el Faro de Mijas lanzaba sus destellos que con no poca dificultad conseguían romper la espesa humedad que flotaba sobre el mar. En nuestra orilla, el encaje roto de su espuma rebrillaba en algún punto iluminado por las farolas del Paseo. Grupos de adolescentes de cuerpos elásticos y pieles brillantes corrían por la orilla riendo y gritando amenazando algunos de ellos, sin duda los más bebidos, a sus compañeros con espontáneos intentos de desnudos que no llegan a consumarse. Algunos bautizan la testuz quieta del mar con los restos del vino de su copa. Cuando viajemos a Grecia descubriré que a todos estos pueblos es el mar lo que nos ha unido y el que ha esculpido en nuestro interior esa forma de ser que a muchos de mis paisanos le ha servido para sentirse acomplejado cuando han mirado al norte, a esa Europa consumista de brillantes automoviles y altos índices de colesterol. Aquella noche, en las terrazas de los chiringuitos los camareros con sus camisas blancas remangadas y sus pantalones negros podían en cualquier momento romper a bailar un siltaki sin que nadie se extrañara por ello pues la coreografía que se veían obligados a realizar para circular entre las mesas rondaban ya muy cerca de esa jota aragonesa pasada por el Mar Egeo y que Anthony Queen hizo tan popular entre los españoles de mi generación. Con las bandejas planeando sobre las cabezas pasaban con dificultad por entre las mesas gritando los diferentes platos que llevaban entre sus brazos en un equilibrio casi imposible recogiendo como pases de tauromaquia el mar de sonrisas agradecidas de los primeros turistas de la temporada. La gente tomaba al vuelo las fuentes de calamares todavía humeantes o las pequeñas y perfumadas hecatombes de sardinas atravesadas por los espetos de caña. Las jarras de cerveza volaban practicamente por encima de las cabezas con sus glaciares de espuma temblorosos derramándose por los bordes. Entre el intenso olor del aceite frito penetraba de vez en cuando, sin saber de donde procedía, un suave perfume de jazmín que sin duda la brisa del mar le robaba a la tierra. Despues de cenar en uno de ellos nos fuimos a pasear por la orilla, con los pies descalzos, cómo haciamos en las verbenas de San Juan. No recuerdo como sucedio pero, hay un momento en ese paseo en que nos encontramos ya los dos, completamente desnudos dentro del agua y Clara la hija de Mario, algo cortada, nos mira sin saber si en ese momento toca reir o toca aparentar que no se ve lo que en realidad si se está viendo. Yo, en broma, le recordé que ella ya debería estar acostumbrada a las originalidades de su padre. Pero creo que fue mi comportamiento el que la desconcertó.Mario, que va algo más bebido que yo, se desnuda delante de su hija con esa naturalidad que presta la pequeña dosis de alcohol, y antes de zambullirse se da unos sonoros cachetazos en las nalgas. Luego nada unos metros hacia dentro perseguido por el blanco puding de su trasero a flor de agua, y, cuando cree que está lo suficientemente retirado como para impresionarme me invita a que le siga, cosa que yo no hago. Vuelvo a invitar a Clara y aprovechando la lejanía de su padre, al final también ella se desnuda y se baña con nosotros aunque manteniendo una distancia lo suficientemente cómoda para no ruborizarse en mi presencia. A lo largo de todo el paseo, columnas de humo perfumadas y grasientas ascendían hasta unos metros por encima de las casas disolviendose luego y rompiendo sus penachos, consagrado la sabrosa hecatombe de pescado. Las diferentes músicas se mezclaban y lo que llegaba a nuestros oidos era un batiburrillo verbenero...Me sentí muy joven aquella noche. Mario se empeñó en llevarse mis braguitas como recuerdo. Clara, que era la unica sobria de los tres, nos tomó de la mano y nos condujo hasta el coche. Nosotros dos solos no lo hubieramos encontrado. Mario, esa noche, al igual que todas las verbenas de San Juan, me dice que le trae a la mente la novela de Marsé, <<Últimas tardes con Teresa>> y me habla otra vez del personaje Pijoaparte que le despierta mucha ternura por recordarle ciertos amores que él, también emigrante en Cataluña, tuvo con una burguesita que veraneaba en la Costa Brava con apartamento propio. Yo, como siempre, termino prometiendole que un año iré con él a pasar a Barcelona la Nit de Sant Joan y aún no hemos ido.


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