V
La
verdad es que no he elegido el mejor momento para acordarme de la muerte de
mamá. Anoche me trajeron una compañera de habitación. Venía, como dicen por
aquí en el argot hospitalario: "con la cama puesta" y, seguramente
que impresionada por mis quejas y las entradas y salidas de los enfermeros que
estuvieron toda la noche poniéndome calmantes no se atrevió a dirigirme la
palabra a pesar de que ella tampoco durmió nada en toda la noche y se la pasó
dando hondos suspiros. Esta mañana, se ha levantado temprano, y empujando la
percha con sus sueros ha venido a sentarse a los pies de mi cama y me ha
preguntado si me encuentro mejor de mis dolores. Por la edad, casi podría ser
mi madre, o esa tía joven que compartió casi nuestra juventud y nuestros
secretos de amor. Es de un pueblo del interior y padece el mismo tipo de
leucemia que yo, aunque está bastante animada. Cuando le dije que soy Profesora
se me presentó diciéndome su nombre y su apellido con ese candor y respeto que
aún queda entre la gente rural. Me dice en broma, para romper el hielo de los
primeros instantes que ella no se puede morir ahora porque el cementerio de su
pueblo está en obras, y se rie, intentando al mismo tiempo, con un visaje muy
gracioso de su cara que no se le vea el hueco negro que le ha dejado en la
dentadura una muela que ya se le ha ido. El marido ha pasado toda la noche
sentado en una de las butacas que hay en la habitación. Cuando entraba alguno
de los enfermeros que me estuvieron vigilando, él se levantaba rápidamente y se
salía al pasillo con gestos nerviosos, parecía como si estuviera temeroso de no
haber salido con la suficiente rapidez.Lo más desagradable de la
hospitalización es esa falta de intimidad que se padece sobre todo en los
grandes hospitales. Me estoy acordando ahora de cuando, siendo niña acompañaba
a mamá para visitar algún pariente que se encontraba hospitalizado. Era
costumbre llevarle al enfermo una lata de melocotones en almibar que la mayoría
de las veces el paciente por prescripción médica no podía comer y se la
regalaba al auxiliar de turno para que lo tratase mejor que a los demás o
acudiese a sus llamadas nocturnas. Cuando no era la lata de melocotones, era el
bote de leche condensada y, no pocas veces, el paquetito de tabaco. Las
habitaciones eran grandes y de techos lejanos como las pistas de los circos, y
estaban alicatadas de blanco hasta el techo, y por sus pasillos, transitaban
todo el día, andando a pasitos cortos y andar ligero, como si fueran sobre
ruedas, un ejercito de monjas con aquellas cofías cubistas que estaba entre el
tricornio de la guardia civil y la maqueta de un Museo Posmoderno. Llevaban
todas un delantal blanco sobre el que se destacaba un crucifijo tosco de madera
haciendo el yo-yó en su cintura. Alineadas como tumbas de cementerio militar
ochenta o noventa camas con sus cabecitas de insecto triste clavadas en su
cabecera; rostros demacrados por el dolor, y alguna salpicadura de sangre en el
embozo. Desde que se entraba en la sala hasta que se salía era eterno el coro
de quejidos, lloros, lamentos que conformaban como unos mantras de la muerte. Y
luego estaba aquel olor a yodo que lo impregnaba todo. A traves de una gran
cristalera que había en la entrada se veía un grupo de hombres esqueléticos con
los ojos desencajados y el pijama demasiado pequeño paseando como espantados
por los jardines del Hospital. Recuerdo que recibían el nombre de Sanatorios,
palabra que yo asociaba a ellaes del pecho. Cuando de mayor vea los reportajes
de los campos de concentración me acordaré de aquellos hospitales pobres de mi
infancia adonde acudí en ocasiones acompañando a mamá.El marido de la señora
Teresa, que así se llama mi compañera de habitación, es un hombre muy delgado,
de rostro caballuno y nariz alargada. Tiene en la frente esa marca que deja el
sol en la gente que está todo el día trabajando al aire libre y cubriéndose del
sol con algún sombrero o gorra; de la mitad de la frente hacia arriba la piel
se conserva completamente blanca en contraste con el resto que el sol ha
bronceado. Conserva todavía en los modales ese antiguo servilismo que el hombre
del medio rural rinde al habitante de la ciudad, al que, no se sabe muy bien
por qué todavía consideran que son superiores a las personas que habitan el
campo. Como debe considerar de poco respeto mantener las manos metidas en los
bolsillos cuando habla con algún desconocido llega un momento en que no sabe ya
que hacer con ellas y parece que toman vida propia. Y el resto de la
conversación estarán como dos pajarracos enloquecidos, revoloteando a su
alrededor, desesperados de no encontrar sitio donde posarse, bien que harán
inacabables intentos por conseguirlo; en la frente, en las mejillas, y hasta en
las piernas, como la paloma que envió Noe después del Diluvio y regresó al Arca
por el motivo de todos conocidos y que yo no voy a repetir aquí. Días más tarde
me contará la señora Teresa que su marido padece de una úlcera en el estómago,
y también me cuenta que lleva unos días que con la irritación está evacuando
sangre. Y por el tono en que lo dice parece muy satisfecha de poseer ese
eufemismo de "evacuando" para poder explicar con exactitud el mal que
aqueja a su marido sin verse obligada por falta del vocabulario apropiado a
tener que entrar en descripciones fisiológicas demasiado prolijas, con el
riesgo de caer, dado el asunto, en expresiones no demasiado afortunadas.
Parece, el marido de la señora Teresa, un personaje de El Greco, de esos que
aparecen en las esquinas de los cuadros mirando para el pintor con ojos de
alucinado. Se ríe muy tímidamente sin apenas abrir los labios, y cuando me
dirige la palabra me mira con una tristeza infinita, una tristeza de chucho
callejero abandonado. Se admira de la juventud de los doctores que nos visitan,
sobre todo de las médicas a las que oye hablar con un silencio y un respeto de
diácono en misa. Cuando se ha enterado por su mujer de que soy Profesora y de
que llevo un Diario, impresionado sin duda por lo del Diario que le ha de sonar
a señora rancia e intelectual, y orgulloso, al mismo tiempo, de poseer ese
comodín en la manga, me lo suelta lleno de satisfacción: que tiene -dice- dos
hijas estudiando en la Universidad: una para médica y la otra para abogada, y
en ese instante su tristeza se ha transformado en una modesta sonrisa beatífica
que, eso si, se ha apagado al instante. El tema central de conversación con su
mujer es la correa, su correa, que en opinión de la señora Teresa lleva siempre
demasiado apretada y que le da un aspecto que aunque ella no define lo expresa
con un gesto de su cara. Por la cara que él pone de escepticismo conyugal deben
llevar años con la misma dicusión. Acaba de entrar la doctora Barrancos. Con su
gran humanidad física y su optimismo llena todo el umbral de la puerta. Siempre
que la veo de entrar con ese refrescante aire de autosuficiencia no puedo
evitar pensar que de un momento a otro me va a tirar un balón a las manos
gritándome al mismo tiempo que ya me toca saltar a la cancha y meter treinta o
cuarenta cestas para nuestro -también el de ella- equipo de baloncesto. Aunque
también encajaría estéticamente en el puente de un barco que naufraga en plena
galerna. Ella sujetaría con una mano la caña del timón y con la otra una
garrafa de viejo ron, animando entre trago y trago a sus marineros que luchan
encarnizadamente contra los tiburones verdes de las olas que amenazan con echar
el barco al fondo del mar pero que al final se estrellan contra las carcajadas
metálicas, sonoras de la Capitana Barrancos. A pesar de que ya se ha dado
cuenta de que estoy escribiendo un diario, se ha guardado mucho de hacer ningún
comentario al respecto ni de preguntarme nada sobre estas páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario