domingo, 2 de febrero de 2014

La verdad es que no he elegido......


                                  V


La verdad es que no he elegido el mejor momento para acordarme de la muerte de mamá. Anoche me trajeron una compañera de habitación. Venía, como dicen por aquí en el argot hospitalario: "con la cama puesta" y, seguramente que impresionada por mis quejas y las entradas y salidas de los enfermeros que estuvieron toda la noche poniéndome calmantes no se atrevió a dirigirme la palabra a pesar de que ella tampoco durmió nada en toda la noche y se la pasó dando hondos suspiros. Esta mañana, se ha levantado temprano, y empujando la percha con sus sueros ha venido a sentarse a los pies de mi cama y me ha preguntado si me encuentro mejor de mis dolores. Por la edad, casi podría ser mi madre, o esa tía joven que compartió casi nuestra juventud y nuestros secretos de amor. Es de un pueblo del interior y padece el mismo tipo de leucemia que yo, aunque está bastante animada. Cuando le dije que soy Profesora se me presentó diciéndome su nombre y su apellido con ese candor y respeto que aún queda entre la gente rural. Me dice en broma, para romper el hielo de los primeros instantes que ella no se puede morir ahora porque el cementerio de su pueblo está en obras, y se rie, intentando al mismo tiempo, con un visaje muy gracioso de su cara que no se le vea el hueco negro que le ha dejado en la dentadura una muela que ya se le ha ido. El marido ha pasado toda la noche sentado en una de las butacas que hay en la habitación. Cuando entraba alguno de los enfermeros que me estuvieron vigilando, él se levantaba rápidamente y se salía al pasillo con gestos nerviosos, parecía como si estuviera temeroso de no haber salido con la suficiente rapidez.Lo más desagradable de la hospitalización es esa falta de intimidad que se padece sobre todo en los grandes hospitales. Me estoy acordando ahora de cuando, siendo niña acompañaba a mamá para visitar algún pariente que se encontraba hospitalizado. Era costumbre llevarle al enfermo una lata de melocotones en almibar que la mayoría de las veces el paciente por prescripción médica no podía comer y se la regalaba al auxiliar de turno para que lo tratase mejor que a los demás o acudiese a sus llamadas nocturnas. Cuando no era la lata de melocotones, era el bote de leche condensada y, no pocas veces, el paquetito de tabaco. Las habitaciones eran grandes y de techos lejanos como las pistas de los circos, y estaban alicatadas de blanco hasta el techo, y por sus pasillos, transitaban todo el día, andando a pasitos cortos y andar ligero, como si fueran sobre ruedas, un ejercito de monjas con aquellas cofías cubistas que estaba entre el tricornio de la guardia civil y la maqueta de un Museo Posmoderno. Llevaban todas un delantal blanco sobre el que se destacaba un crucifijo tosco de madera haciendo el yo-yó en su cintura. Alineadas como tumbas de cementerio militar ochenta o noventa camas con sus cabecitas de insecto triste clavadas en su cabecera; rostros demacrados por el dolor, y alguna salpicadura de sangre en el embozo. Desde que se entraba en la sala hasta que se salía era eterno el coro de quejidos, lloros, lamentos que conformaban como unos mantras de la muerte. Y luego estaba aquel olor a yodo que lo impregnaba todo. A traves de una gran cristalera que había en la entrada se veía un grupo de hombres esqueléticos con los ojos desencajados y el pijama demasiado pequeño paseando como espantados por los jardines del Hospital. Recuerdo que recibían el nombre de Sanatorios, palabra que yo asociaba a ellaes del pecho. Cuando de mayor vea los reportajes de los campos de concentración me acordaré de aquellos hospitales pobres de mi infancia adonde acudí en ocasiones acompañando a mamá.El marido de la señora Teresa, que así se llama mi compañera de habitación, es un hombre muy delgado, de rostro caballuno y nariz alargada. Tiene en la frente esa marca que deja el sol en la gente que está todo el día trabajando al aire libre y cubriéndose del sol con algún sombrero o gorra; de la mitad de la frente hacia arriba la piel se conserva completamente blanca en contraste con el resto que el sol ha bronceado. Conserva todavía en los modales ese antiguo servilismo que el hombre del medio rural rinde al habitante de la ciudad, al que, no se sabe muy bien por qué todavía consideran que son superiores a las personas que habitan el campo. Como debe considerar de poco respeto mantener las manos metidas en los bolsillos cuando habla con algún desconocido llega un momento en que no sabe ya que hacer con ellas y parece que toman vida propia. Y el resto de la conversación estarán como dos pajarracos enloquecidos, revoloteando a su alrededor, desesperados de no encontrar sitio donde posarse, bien que harán inacabables intentos por conseguirlo; en la frente, en las mejillas, y hasta en las piernas, como la paloma que envió Noe después del Diluvio y regresó al Arca por el motivo de todos conocidos y que yo no voy a repetir aquí. Días más tarde me contará la señora Teresa que su marido padece de una úlcera en el estómago, y también me cuenta que lleva unos días que con la irritación está evacuando sangre. Y por el tono en que lo dice parece muy satisfecha de poseer ese eufemismo de "evacuando" para poder explicar con exactitud el mal que aqueja a su marido sin verse obligada por falta del vocabulario apropiado a tener que entrar en descripciones fisiológicas demasiado prolijas, con el riesgo de caer, dado el asunto, en expresiones no demasiado afortunadas. Parece, el marido de la señora Teresa, un personaje de El Greco, de esos que aparecen en las esquinas de los cuadros mirando para el pintor con ojos de alucinado. Se ríe muy tímidamente sin apenas abrir los labios, y cuando me dirige la palabra me mira con una tristeza infinita, una tristeza de chucho callejero abandonado. Se admira de la juventud de los doctores que nos visitan, sobre todo de las médicas a las que oye hablar con un silencio y un respeto de diácono en misa. Cuando se ha enterado por su mujer de que soy Profesora y de que llevo un Diario, impresionado sin duda por lo del Diario que le ha de sonar a señora rancia e intelectual, y orgulloso, al mismo tiempo, de poseer ese comodín en la manga, me lo suelta lleno de satisfacción: que tiene -dice- dos hijas estudiando en la Universidad: una para médica y la otra para abogada, y en ese instante su tristeza se ha transformado en una modesta sonrisa beatífica que, eso si, se ha apagado al instante. El tema central de conversación con su mujer es la correa, su correa, que en opinión de la señora Teresa lleva siempre demasiado apretada y que le da un aspecto que aunque ella no define lo expresa con un gesto de su cara. Por la cara que él pone de escepticismo conyugal deben llevar años con la misma dicusión. Acaba de entrar la doctora Barrancos. Con su gran humanidad física y su optimismo llena todo el umbral de la puerta. Siempre que la veo de entrar con ese refrescante aire de autosuficiencia no puedo evitar pensar que de un momento a otro me va a tirar un balón a las manos gritándome al mismo tiempo que ya me toca saltar a la cancha y meter treinta o cuarenta cestas para nuestro -también el de ella- equipo de baloncesto. Aunque también encajaría estéticamente en el puente de un barco que naufraga en plena galerna. Ella sujetaría con una mano la caña del timón y con la otra una garrafa de viejo ron, animando entre trago y trago a sus marineros que luchan encarnizadamente contra los tiburones verdes de las olas que amenazan con echar el barco al fondo del mar pero que al final se estrellan contra las carcajadas metálicas, sonoras de la Capitana Barrancos. A pesar de que ya se ha dado cuenta de que estoy escribiendo un diario, se ha guardado mucho de hacer ningún comentario al respecto ni de preguntarme nada sobre estas páginas.


               

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