I
Parece como si este año el invierno se quisiera adelantar. Una
lluvia fresca y menuda, un sirimiri triste y monótono está lavando en estos
momentos, mientras escribo, los cristales de la ventana. Si pudiese abrirla,
seguramente me vendría el vaho de pan caliente que exhala la tierra cuando caen
sobre ella las primeras aguas del año, o tal vez pudiera aspirar, con no poco
regusto, ese perfume agrio de la hierba recién cortada que el jardinero segó
ayer por la tarde. Ese fresco aroma de campo recién llovido se llevaría, sin
duda, este horrible aliento de muerte y antibióticos que exhalan las paredes.
Pero no, no me llega ese perfume de jardín recien peinado, como tampoco me
llega, como cuando estoy en casa, el olor del mar, por más que las gaviotas
-Mario las llama, pavanas- me traigan su imagen cuando sobrevuelan el cielo del
Hospital, a la atardecida, camino de un enorme vertedero que hay en el
interior. No. No llega hasta aquí el olor del mar; aún está muy lejos,
demasiado lejos. Cuando sopla viento de Poniente y el día amanece limpio y
claro como un cristal puedo distinguir desde la cama apenas una delgada linea
azul que corre por encima de los últimos edificios de la ciudad. En días de
bruma esa línea se confunde con el cielo, la raya del horizonte se borra, y los
barcos aparecen entonces como flotando en el aire; bueno, no en el aire
exactamente, sino en una especie de puré licuado que va pasando del azul al
naranja, y del naranja al violeta a medida que la tarde va muriendo. No es como
en casa, no. En casa, si dejo el balcón de la terraza abierto puedo oir desde
cualquier rincón y perfectamente los gritos de las gaviotas que deambulan a
todas horas por la playa picoteando en las basuras. Y hasta puedo verlas,
agrupadas cerca del espigón de la Ermita, al pie de su acantilado, agrupadas,
si, pero andando cada una de ellas en direcciones opuestas, como si estuvieran
reñidas, o como esos paseantes que el azar reune una mañana de domingo en una
pequeña pero concurrida Plaza Mayor de pueblo. Solo se juntan con los primeros
calores de la mañana; cuando levanta el día por la parte de Nerja se ponen
todas mirando al Sol, como si éste fuera a hablarles de un momento a otro,
obedientes como los profesores de una orquesta en esos brevísimos instantes que
transcurren entre el golpeteo nervioso de la baqueta del director sobre el
atril y el comienzo de la sinfonía, atentos todos a la varita del director que
va a comenzar ya a dibujar en el aire del teatro la bella estructura musical.
Hay un instante en que todas las gaviotas están completamente inmóviles, y la
formación, de tan geométrica, es casi militar, [casi] produce dentera
contemplar un aire tan prusiano en unas aves tan pacíficas. Esa quietud
mineral, quebrada tan solo por el ligero temblor de alguna pluma salpicada de
agua, o un arranque de vuelo que no cuaja, tiene algo de sobrenatural que se
niega a ser apresado por medio de la palabra. Esta escena que se repite cada
mañana termina siempre porque más tarde o más pronto llama la atención de
alguno de los perros que corren en ese momento por la playa y que termina por
caer de lleno en la tentación de romper esa arquitectura de movimiento
congelado, con el mismo placer, suponemos, que sentimos los humanos ante la perspectiva
de hacer añicos la enorme vidriera de una catedral gótica, o de abrir una
herida en un saco de trigo y contemplar como se desangra en oro lentamente.
Pues eso...que todo termina cuando algún chucho se mete entre ellas y se
levantan todas a la vez, lentamente, hacia el cielo, como un encaje de bolillos
para luego a medida que van ascendiendo disolverse en el aire, como un
azucarillo en el agua...o como una nube en el viento....Y oigo la respiración
cansada del mar que muere en sus orillas. Como si se tratara de un gran
monstruo marino que dulcemente agonizara a mis pies, así es el lamento del mar
durante esas noches de insomnio.Cuando el viento de Levante sopla con furia y
el mar se enfada, ruge entonces con tanta fuerza que parece como si lo tuviéramos
al pie mismo de la terraza. Durante el invierno, en el silencio de la noche,
todo el caserío se estremece con el estampido que produce el mar al chocar
contra el acantilado de la Ermita. Muchas noches me he levantado, cuando no
podía dormir, y he terminado por asomarme a los cristales de la ventana y
distinguir o creer distinguir con no poca dificultad, allá lejos, en la negra
oscuridad, una diminuta luz amarilla que sube y que baja con una frecuencia
regular, que aparece y desaparece con un cierto ritmo de tic-tac de reloj. Y me
imagino a los marineros de ese barco, porque es un barco, agrupados en el
puente, junto a la caña del timón mirando para nosotros, para nuestro pueblo,
al que verán asimismo en el horizonte como una pequeña tarta de cumpleaños sembrada
de diminutas luminarias que tililan en la distancia y que, a medida que ellos
se alejan de nuestras costas se va hundiendo lentamente en el horizonte como un
atardecer extraño. Que grata sensación de abrigo y de compañía sentirán, sin
duda, cuando, navegando en mar abierto, hundidos en la más impenetrable
oscuridad, con la proa del barco agonizando entre las olas, con un cielo negro
de presagios, descubran, allá al fondo del horizonte, una débil luciérnaga que
se enciende y se apaga intermitentemente. Ya no estamos solos
-pensarán- allí, dentro de aquel Faro hay alguien ahora que vigila nuestro paso
por estas aguas Y seguirán navegando -pienso con el rostro pegado a
los cristales- y verán como esa diminuta estrella que les grita desde el fondo
negro se va hundiendo poco a poco por la popa del barco hasta desaparecer
completamente. Y volverán otra vez, a sentirse inmensamente solos, bajo una
inmensa bóveda negra que arde de estrellas.Cuando se va aproximando la
primavera son, entonces, los grandes trasatlánticos los que cruzan nuestras
costas, lentos y enormes como hoteles de lujo a la deriva, con su derroche de
luz, en los que se puede distinguir, con la ayuda de los prismáticos, y si hace
una de esas noches limpias y claras, su cubierta solitaria por la que en ese
instante transita algún pasajero ocasional, andando con esa torpeza con la que
andan los buzos debajo del agua. Otras veces es una temblorosa silueta que se
diluye tras las vidrieras. Y más abajo, pegadas a los costados del buque las
aguas oscuras y brillantes como piel de reptil que se estrellan contra su
casco. Recuerdo la primera vez que Mario se bañó conmigo en estas playas. Aún
no habíamos comprado la casa, pero ya compartíamos algunos sueños, como ese, el
de la casa, y andábamos todo el día haciendo proyectos para venirnos a vivir a
este pueblecito costero. Él estaba esperando una pequeña herencia de su madre
con la que pensaba dar la entrada para una autocaravana si entre los dos -me
propuso- pagábamos las letras. Era una noche del mes de agosto. Hacía ya cuatro
o cinco meses que habíamos formalizado nuestras relaciones y teníamos ya
decidido irnos a vivir juntos a alguna casa aunque fuera de alquiler, pero, eso
si, sin casarnos, cosa que, por otra parte, era imposible pues él aún no había legalizado
su anterior divorcio y ninguno de los dos estábamos dispuestos a esperar tanto.
Me insistió mucho en que no quería tener hijos. Pobre Mario, ¡qué concepto tan
malo ha tenido siempre de sí mismo como padre! Aquella tarde lo recogí con mi
coche en el edificio antiguo de Correos, junto al Ayuntamiento. Lo acompañaba
su hija, Clara, y traía aquella camisa tan horrible (a él le parecía de lo más
"in") muy parecida en los colores y en los dibujos a las que llevaban
aquellos conjuntos de boleros y sambas que en los años sesenta actuaban por las
ferias baratas de los pueblos, comiendo de menú y durmiendo en la fonda de la
Estación. En el Paseo Marítimo, cuando llegamos no cabía ya una persona más.
Muy cerca de las terrazas el mar era, desde donde nos encontrábamos, una
gelatina oscura y espesa que respiraba con dificultad bajo el peso de la calima
del verano. Hacia la parte de Poniente, el Faro de Mijas lanzaba sus destellos
que con no poca dificultad conseguían romper la espesa humedad que flotaba
sobre el mar. En nuestra orilla, el encaje roto de su espuma rebrillaba en
algún punto iluminado por las farolas del Paseo. Grupos de adolescentes de
cuerpos elásticos y pieles brillantes corrían por la orilla riendo y gritando
amenazando algunos de ellos, sin duda los más bebidos, a sus compañeros con
espontáneos intentos de desnudos que no llegan a consumarse. Algunos bautizan
la testuz quieta del mar con los restos del vino de su copa. Cuando viajemos a
Grecia descubriré que a todos estos pueblos es el mar lo que nos ha unido y el
que ha esculpido en nuestro interior esa forma de ser que a muchos de mis
paisanos le ha servido para sentirse acomplejado cuando han mirado al norte, a
esa Europa consumista de brillantes automoviles y altos índices de colesterol.
Aquella noche, en las terrazas de los chiringuitos los camareros con sus
camisas blancas remangadas y sus pantalones negros podían en cualquier momento
romper a bailar un siltaki sin que nadie se extrañara por ello pues la
coreografía que se veían obligados a realizar para circular entre las mesas
rondaban ya muy cerca de esa jota aragonesa pasada por el Mar Egeo y que
Anthony Queen hizo tan popular entre los españoles de mi generación. Con las
bandejas planeando sobre las cabezas pasaban con dificultad por entre las mesas
gritando los diferentes platos que llevaban entre sus brazos en un equilibrio
casi imposible recogiendo como pases de tauromaquia el mar de sonrisas
agradecidas de los primeros turistas de la temporada. La gente tomaba al vuelo
las fuentes de calamares todavía humeantes o las pequeñas y perfumadas
hecatombes de sardinas atravesadas por los espetos de caña. Las jarras de
cerveza volaban practicamente por encima de las cabezas con sus glaciares de
espuma temblorosos derramándose por los bordes. Entre el intenso olor del
aceite frito penetraba de vez en cuando, sin saber de donde procedía, un suave
perfume de jazmín que sin duda la brisa del mar le robaba a la tierra. Despues
de cenar en uno de ellos nos fuimos a pasear por la orilla, con los pies
descalzos, cómo haciamos en las verbenas de San Juan. No recuerdo como sucedio
pero, hay un momento en ese paseo en que nos encontramos ya los dos,
completamente desnudos dentro del agua y Clara la hija de Mario, algo cortada,
nos mira sin saber si en ese momento toca reir o toca aparentar que no se ve lo
que en realidad si se está viendo. Yo, en broma, le recordé que ella ya debería
estar acostumbrada a las originalidades de su padre. Pero creo que fue mi
comportamiento el que la desconcertó.Mario, que va algo más bebido que yo, se
desnuda delante de su hija con esa naturalidad que presta la pequeña dosis de
alcohol, y antes de zambullirse se da unos sonoros cachetazos en las nalgas.
Luego nada unos metros hacia dentro perseguido por el blanco puding de su
trasero a flor de agua, y, cuando cree que está lo suficientemente retirado
como para impresionarme me invita a que le siga, cosa que yo no hago. Vuelvo a
invitar a Clara y aprovechando la lejanía de su padre, al final también ella se
desnuda y se baña con nosotros aunque manteniendo una distancia lo
suficientemente cómoda para no ruborizarse en mi presencia. A lo largo de todo
el paseo, columnas de humo perfumadas y grasientas ascendían hasta unos metros
por encima de las casas disolviendose luego y rompiendo sus penachos,
consagrado la sabrosa hecatombe de pescado. Las diferentes músicas se mezclaban
y lo que llegaba a nuestros oidos era un batiburrillo verbenero...Me sentí muy
joven aquella noche. Mario se empeñó en llevarse mis braguitas como recuerdo. Clara,
que era la unica sobria de los tres, nos tomó de la mano y nos condujo hasta el
coche. Nosotros dos solos no lo hubieramos encontrado. Mario, esa noche, al
igual que todas las verbenas de San Juan, me dice que le trae a la mente la
novela de Marsé, <<Últimas tardes con Teresa>> y me
habla otra vez del personaje Pijoaparte que le despierta mucha ternura por
recordarle ciertos amores que él, también emigrante en Cataluña, tuvo con una
burguesita que veraneaba en la Costa Brava con apartamento propio. Yo, como
siempre, termino prometiendole que un año iré con él a pasar a Barcelona la Nit
de Sant Joan y aún no hemos ido.