martes, 28 de enero de 2014

                              

                                                               X


Esta mañana, al entrar en la nueva habitación a la que me han trasladado, el mundo, de golpe, se me ha caído encima. Las pocas fuerzas que había conseguido acumular desde que me internaron en este hospital, y que yo, con una avaricia asiática había ido atesorando en mi corazón, las he perdido todas de golpe, se han esfumado en el aire como el humo en el viento o, mejor,  como aquellas semillas de girasol que cuando éramos niños, sentados ante la televisión, íbamos pelando una a una con una paciencia que solo en la infancia se conoce para, una vez limpias de cáscaras, comernoslas a puñaditos, con delectación, saboreando mientras tanto ese telefilm nuestro preferido, que habíamos estado esperando toda la semana, y de pronto, una corriente de aire nos las tiraba por la ventana. Pues así; todo ese puñadito de  fuerzas con el que contaba para enfrentarme a esta maldita enfermedad y a las más negras perspectivas que ella pueda depararme todavía, toda esa energía que había ido sacando de aquí...de allí...de no se sabe bien dónde, toda se me ha venido abajo, de pronto, al contemplar el lugar de mi nuevo encierro. De un zarpazo se las ha llevado el viento del horror. Mario, impresionado sin duda por el mismo decorado intenta distraerme hablándome otra vez de su claustrofobia y de las crisis nerviosas que sufrió por ello en el servicio militar. Sentado junto a la ventana intenta distraerme con la historia de la mili, de su mili a bordo de aquella vieja cañonera, la "Júpiter", y en cuyas calderas, encerrados, en más de una ocasión, con la caldera a punto de estallar, le había dejado como secuela una intensa claustrofobia que se le manisfestaba ante cualquier situación que supusiera enciderro o inmovilidad, para decirme a continuación que ésto (se refiere a la habitación, naturalmente) no va a ser peor que aquello. Cuando terminó con lo de la claustrofobia pasó a preguntarme si me acordaba de nuestro último viaje a Las Palmas, cuando me estuvo enseñando la Base Naval y las viejas cañoneras desahuciadas, abiertas por la quilla como unos extraños animales submarinos y mostrando al sol todo su costillaje oxidado y carcomido.Y  me pregunta si me acuerdo de la foto que el marinero de guardia nos hizo juntos al lado del enorme ancla de cemento que escoltaba la puerta de entrada. No cesa de hablar. Le noto nervioso y como con miedo. Ahora habla del pequeño crucero que hicimos a La Palma y de aquel autobús que nos llevó por la caldera de Teburiente y parecía que nos iba a tirar a todos por aquel acantilado desde el que se veía, surgiendo de la bruma, allá en el horizonte, la blanca cumbre del Teide tras la bruma rojiza del sol poniente. Yo permanezco muda, o enmudecida más bien. Ha llegado un momento en que he tenido la convicción de que estaba hablando para él, con él, como si con esa perorata incesante quisiera quitarse de encima quien sabe qué miedos o borrar de su cerebro quién sabe qué preguntas...o qué respuestas. Pronto se dio cuenta de que el efecto provocado fue justo el contrario del que él deseaba. Me eché a llorar desconsoladamente. Sé lo que el pobre ha de sufrir al verme en este estado. Tengo la piel de la cara seca y agrietada; la cabeza completamente rapada como los niños de una guerra; y mi cuerpo, avejentado por la química lo cubre malamente este camisón desteñido y sin tiempo. Y ahora, con este aspecto, encerrada en una celda como de manicomio, con ese ventanuco de cristal anunciando ya el decorado de un tanatorio.No he podido contenerme; de golpe me he venido abajo. Como  se queda muy desconcertado cuando me ve llorar, y a mí me resta todavía un poco de coquetería que me impide que incluso él pueda verme en este estado le he pedido  que baje a comprarme unas revistas. ¡Dios mio! es una tan joven para que la muerte comience ya a llamar a nuestra puerta. Me faltan más de veinte años para llegar a la edad con la que murió mamá, y todos decían que murió muy joven. A veces, para darme ánimos me acuerdo de mis peleas con los niños de la escuela cuando apenas contaba ocho o diez años. Llegaron a ponerme el apodo de Pipi calzas largas, porque era la época en que estaba de moda esa serie de televisión y también un poco  porque yo era la encargada de defender a las niñas de los ataques de los niños cuando jugábamos en el recreo. Sólo si pudiera contar ahora con la mitad del coraje que contaba aquella niña delgada, de largas trenzas y piernas de cigarrón que le sacaba la lengua a la profesora o le robaba tizas del encerado mientras respondía a las preguntas de geografía, solo con la mitad de su coraje tendría suficiente para enfrentarme a esta terrible situación que me ha deparado el Destino. Recuerdo una tarde en un pueblecito del interior, creo que Morón de la Frontera a cuya base aerea destinaron a papá. Sentada en el porche de la casa en compañía de una niña de mi edad que su mamá acababa de presentarme con un dulzura que a mí me pareció en ese instante algo meliflua y bastante cursi. La niña, cuyo nombre no retuve en tan fugaz idilio era de complexión algo más fuerte que yo, pero más bajita y, según me dijo mi madre después, bastante más fea. Después  de estar un rato mirándonos fijamente como midiendo nuestros respectivos territorios se levantó y sin mediar palabra me dió un fuerte coscorrón en la cabeza, y en el más completo silencio volvió a sentarse y a clavar su mirada en mí que ahora era de evidente animosidad. Yo como respuesta, arrastré el culo por el escalón y cuando la aproximación a ella era la adecuada y perfectamente ajustada a la longitud de mi brazo, sin mediar tampoco palabra alguna le crucé la cara de un tortazo. No sé qué tiempo estuvimos las dos, completamente mudas e intercambiando coscorrón y guantazo, guantazo y coscorrón, hasta que nuestras madres al descubrir, ya no recuerdo cómo, el duelo incruento que tenía lugar en el jardin de la casa nos separaron sin duda que espantadas del derroche de sorda violencia de la que hacían muestra aquellos dos macacos. Yo, por mi parte, he de decir que no eché ni una lágrima y que ni la más minima protesta salió de mis labios cuando mis padres me castigaron aquella noche. Ni sentí la menor claustrofobia cuando  me encerraron con llave en mi cuarto. Y ahora, recordando aquella niña que fui, no puedo por menos que sentirme muy orgullosa de ella. Era rebelde y valiente. Intento recordar qué hice durante el rato de mi encierro y creo que, como hacia siempre, me encerré todavía más, dentro del ropero grande. Allí, enterrada entre mantas con olor a naftalina y vestidos viejos de mamá pasé aquel "arresto domiciliario" como lo llamaba papá en su lenguaje cuartelero que inconscientemente trasladaba a la casa, arresto que no sería ni el único ni el último. Con el paso del tiempo perfeccioné mi cueva doméstica dotándola de luz electrica con una linterna enorme y pintada de caqui que me dió papá de cuando estuvo destinado en Ifni. Y ese, el armario grande y negro fue mi primer gabinete de lectura. El pequeño de mis hermanos, probó un día a encerrarme con llave, pero cuando comprobó que la claustrofobia no entraba dentro del catálogo de mis limitaciones sicologicas se aburrió y me dejó por imposible. Eran tan placenteras aquellas tardes de lectura encerradas en el armario que me dejó impregnado mi caracter de un  cierto misantropismo precoz y un amor a la soledad que los años no solo no han corregido sino que han aumentado. Del armario negro pasé con doce años a las mesas tapizadas de la Biblioteca del Instituto, que los sábados por la tarde estaba completamente solitaria si hacemos excepción de la Profesora de Ciencias Naturales cuyo nombre ya he olvidado y que prefiero mantener en el anonimato antes que reflejar en estas páginas el feo apodo con el que la cruel escolanía la bautizara aprovechando la inspiración que les proporcionaba la fea parálisis que afectaba a la mitad izquierda de su cuerpo y que la obligaba a caminar de una manera harto grotesca. El bibliotecario además de ayudarle a colocarse en su pupitre donde pasaba la tarde corrigiendo los exámenes de sus alumnos acudía de vez en cuando a darle tertulia y a encenderle los cigarrillos americanos sin filtro que esta profesora fumaba con avidez. El otro visitante asiduo de la Biblioteca era un hijo del bibliotecario que preparaba unas Oposiciones al Cuerpo de Correos. Llegué a hacer amistad con este bibliotecario, un hombre muy amable que de niño perdió el brazo derecho al explotarle una bomba de mano encontrada en un vertedero durante la Guerra Civil, y que, gratamente soprendido de encontrarse con una lectora entre tanto estudiante ágrafo y lectófobo me orientaba sobre los rincones de las enormes estanterías por donde se encontraban las mejores lecturas para mi edad. Una de ellas fue, los doce volúmenes en versión juvenil de Las Mil y una Noches  de la Editorial Molino que me leí, creo, dos veces. De mayor, encontré este libro en la biblioteca de uno de los muchos colegios que como Profesora he recorrido. Lo comencé a leer pensando, tonta de mí, que podría recrear fielmente el estado casi místico de placer y fantasias que me producían estas lecturas en mi infancia; el fiasco fue tan grande que nunca más se me ha ocurrido repetir tal experiencia. Prefiero la dulce nostalgia que produce el recuerdo de dichas lecturas al riesgo de matar tan bellos fantasmas con un intento de relectura buscando lo que ya no existe, lo que el Tiempo destruyó. A las Mil y una Noches siguieron los libros de Julio Verne y de Emilio Salgari hasta que recibí, entrando ya en la adolescencia el impacto de Madame Bovary leido en las circunstancias tan especiales de las que ya he dado noticia algo más arriba. Creo que si después de mi experiencia espeleológica del armario, donde tan a gusto leía, no hubiese encontrado un lugar como la biblioteca del Instituto no sería hoy tan amante de la lectura. Cuando oscurecía, don Antonio Rico, (¿No he dicho que se llamaba don Antonio Rico el bibliotecario?) encendía las lámparas individuales de cada pupitre y al placer de la lectura se unía ahora la paz de un silencio monacal, enmarcado por el discreto tic-tac de un reloj "de pared" que colgaba encima de la puerta de entrada, junto al retrato de Franco, contrapunteado, el reloj, por las toses de tabaco negro de don Antonio.



                                              

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