XVII
Hoy me he pasado todo el día echada en el sofá, junto al ventanal
grande del comedor, con la tele encendida y el "mando a distancia" en
la mano como un movil muerto, haciendo como que la miro, a la
"tele", para hacerme creer a
mí misma que me he olvidado de ella, de la enfermedad. Y no es verdad. Todo es
puro fingimiento, mera estrategia para tratar de engañarme, sin conseguirlo, a
mí misma, porque lo cierto es que no la
olvido, no puedo olvidarla, ocupa todo mi pensamiento desde que me despierto
por las mañanas hasta que, por la noche rendida la cabeza de tantas vueltas,
caigo en la cama y consigo dormir un poco, solo un poco porque en las
pesadillas también me acecha. Solo, por
las mañanas, al despertar, cuando abro los ojos pero aún no he acabado de tomar
conciencia de las tristes circunstancias que rodean mi vida presente, sólo en ese breve instante que apenas si dura
un segundo, la enfermedad no existe para mí, porque ignoro su existencia. La conciencia, como si
del disco duro de un ordenador se tratase, aún no ha activado la memoria, aún
no ha leido con la velocidad de la luz que es la velocidad con la que lo suele
hacer la historia de mi vida durante el último año...y lo que hice ayer.
Durante ese casi imperceptible espacio de tiempo me siento, eso sí, algo
aturdida porque aún no he acabado de despertar pero no me siento enferma,
incluso tengo tiempo (como suele ocurrir en los sueños en que algunos segundos
de reloj son suficientes para vivir en el reloj del sueño toda una vida) tengo
tiempo, digo, de proyectar planes, pequeños programas de vida para esas
veinticuatro horas que me esperan. Insisto que ese estado, tan fugaz que se
disuelve con un ligero pestañeo, no puede llamarse de dicha o de felicidad,
porque no existe el recuerdo, aún mi memoria no me ha presentado el menú del
día y por ello no existe el recuerdo de ninguna enfermedad vencida con la que
poder comparar el instante de salud presente y por ello sentirse feliz. Hay un
popular adagio que cargado de sabiduría dice que no sabemos valorar la salud
hasta que no conocemos la enfermedad y que para saber la cantidad de placer que
hemos acumulado en esta vida tenemos que colocar en el otro plato de la balanza
la cantidad equivalente de dolor que hemos padecido. Como yo, en ese fugaz
instante de vida, desconozco la existencia de ninguna enfermedad, no puedo
llamarme dichosa, solo me encuentro en un estado como de confortable
indiferencia, como me encontraba antes de padecer la enfermedad, todas las
mañanas al despertarme. Todo eso hasta que como un puñetazo de hierro en la
frente, la conciencia me trae de nuevo a mi terrible realidad, y entonces aparece
"ella" que, con insistencia, como la que no puede esperar toda la
mañana a que yo me despierte a mi ritmo, llama a la puerta de mi conciencia y
me da tirones de los faldones de la memoria diciéndome que ella está ahí, a mi
lado, que ahí ha estado siempre aunque yo le haya vuelto la cara durante ese
instante, que me espera para hacerme compañía durante todo el día. Ese momento
en que la enfermedad se hace presente en mi vida de esa forma tan abrupta, ese
es el único instante del día en que, realmente desearía morir y acabar con todo
esto de una vez. Creo que no hay mayor crueldad, y cuando empleo la palabra
crueldad soy completamente coherente pues le estoy aplicando a esa terrible
enfermedad la capacidad de un ser inteligente y autónomo, satánico y diabólico,
el mismisimo Mal encarnado aquí en la Tierra, como la legendaria ballena
recreada en los Estudios de la Metro y a la que el terrible y bíblico capitán
Acab (aquel Gregory Peck de mejilla rajada que disfrutábamos de niño en los
cines de sesión continua) le concedía una inteligencia luciferina y, por ello,
una conciencia para decidir entre el bien y el mal y elegir el mal, o quien
sabe si nacido ya exclusivamente para el mal. También yo, de la misma manera,
le he atribuido, en mi convivencia con "ella" en aquella estrecha
celda, en mis monólogos nocturnos, o ensimismada con el continuo goteo del
suero, una personalidad, una inteligencia, unos sentimientos... a esta
enfermedad, a este terrible mal. Recuedo ahora cuando éramos niños. Era tan
grande era el pavor que se producía entre los adultos ante la mera sospecha de
que una leve sombra de su aliento rondaba por el ambiente que nuestras madres
no se atrevían ni siquiera a nombrarla, refiriéndose a ella con eufemismos
convencionales, rodeando el sustantivo horroso sin llegar a tocarlo, mientras
se persignaban o apretaban a sus pequeños fuertemente contra ellas como
queriendolos proteger de sus malignos efluvios, colgando de nuestros cuellos
como un sagrado escapulario un "diosnoslibre" mascullado entre besos con
labios temblorosos. Todavía, la gente habla de este mal, como a escondidas,
como con miedo de que "ella" pueda estar al acecho, oyendo lo que
murmuran, desde alguna esquina del aire. Cada mañana, cuando me despierto, es
como si recibiera por primera vez el diagnóstico fatal que me entregó la
doctora Barrancos cuando llegué al hospital. Todas las mañanas, por el mero
hecho de despertar se me condena a muerte, cada amanecer yo vuelvo a enfermar
de cancer. Acostarse por las noches, sabiendo que te espera por la mañana la
fatal noticia, es algo muy dificil de soportar. Ahora entiendo porqué los
suicidas escogen la madrugada para saldar sus cuentas pendientes con la vida.
Es la madrugada la que los escoge a ellos.
Por más que me digo a mí misma que tendría que hacer un esfuerzo por
enfrentarme a "ella" con la suficiente valentía como para poder
disfrutar el tiempo que me quede de vida, no lo consigo. Mientras me estoy
diciendo todas estas cosas voy sintiendo al mismo tiempo como por dentro sigue
corroyendome la idea obsesiva de que puedan quedarme semanas o tal vez días de
vida. Así un día, y otro día, y otro, y
otro...¿Quién querría despertar, en estas condiciones, aún siendo joven?
Posiblemente muy pocos, casi nadie. ¿Por qué la Naturaleza nos hace testigos de
nuestra propia Muerte?¿Por qué tenemos que despedirnos de nosotros
mismos...para siempre? ¿Por qué esa Naturaleza a la que el hombre le ha dado el
calificativo de "madre", por qué esa madre no nos concede la muerte
de los animales, que dan su último paseo hacia la nada sin saberlo? ¿Es la
inteligencia una fuente de dichas o de desgracias? Si hemos de creer el libro
del Génesis, Eva no hizo muy buen negocio tomando la fruta de aquel árbol
prohibido. Con la sabiduría les vino el sufrimiento. En cambio, los
animales...Ahí está Séneca, nuestro gato, para el que toda la Metafísica que
necesita para consolarse está contenida en su bacinica de pienso, y la
catástrofe más grande a la que se enfrenta es que alguna mañana la encuentre
vacía, o que se acaben las lagartijas del jardín. Todo el paraiso al que aspira
es una recachita de sol en el patio una fria mañana de enero o una mancha de
sombra fresca bajo el jazmín en las tardes de agosto, esas tardes de calima en
que se nos borra el horizonte del mar. Séneca, para su bien, no tiene historia,
y no la echa a faltar; no tiene biografía, y por eso no añora un pasado que
hace apenas un segundo se lo tragó el abismo de lo desconocido, del olvido; su
más remoto pasado murió con el último trago de agua con el que refrescó su boca
o con el último bostezo que le brindó a la luna. No tiene futuro y por eso no
desea, ni espera, ni, en definitiva, sufre; solo posee el presente rabioso de
este instante en que come tranquilamente su pienso o juguetea con los rabos de
lagartijas que se trae del jardín, o se tumba junto a mis pies debajo de la
colcha. Su vida presente es apenas un punto de luz entre dos oscuridades.
Séneca es una isla flotando entre dos abismos: el ayer, que se le escapa por la
cola a precipitarse en el olvido y el mañana del que solo puede olfatear con su
morrillo peludo el último vagón que ya se ha vuelto presente. La novela de su
vida consta de una sola página, página que se va borrando al tiempo que se
escribe. Es como si escribiera su vida sobre la arena de un fondo marino, o de
la orilla del mar, desde el mismo instante en que comienza a despegar su patita
del suelo para afrontar el siguiente paso, el mar comienza a borrar todo rastro
de su paso; cuando ha posado ya su mano un palmo más adelante su historia reciente
ha desaparecido ya tragada por el mar del olvido. ¿Será ese estado de sabia
ignorancia la que lleva a la famosa beatitud de la que tanto nos hablan los
místicos?¿Será eso la felicidad? Quizás no, pero, sin duda, debe ser bastante
descansado vivir fuera de nosotros mismos, aunque fuera un ratito, un pequeño
recreo que nos concediera nuestro Yo de vez en cuando. No estar siempre
haciendo equilibrios imposibles al filo de esa sima, de ese abismo que es el
Yo, al fondo del cual nos espera la Nada. En el Hospital, ese adormecimiento de
la conciencia durante las horas de sueño, que te lleva a enfrentarte con
"ella" como si fuera por primera vez cada una y todas las mañanas,
esa sensación de despertarte sana y recibir el aldabonazo de tu conciencia, que
te entrega el diagnostico como recien salido de manos de la doctora, no era tan
dominante como en casa porque en el Hospital ni siquiera por las noches te
permitían que te evadieras por completo de tu conciencia. Lo que en la vida
normal se conoce como dormir, en aquella sexta planta de Hematología se reduce
a un ligero duermevela en el que no llegas a perder la noción del tiempo. Ni
una sola noche he llegado a dormir más de dos horas seguidas. Y nada más abrir
los ojos, sea de día o sea de noche, el decorado hospitalario no te concede ni
siquiera ese instante fugaz de adormecimiento de la conciencia que, como en
casa, te facilite el engaño y por un escaso segundo te creas en otro lugar
distinto del que en ese momento te encuentras. Y si el propio cansancio, al cabo
de los días y días de vigilia te lleva a caer en algo parecido a un sueño
normal, enseguida, el más leve movimiento del brazo, con un preciso y acertado
pinchazo de la aguja que te metieron en la vena el primer día que llegaste al
hospital, impedirá que te duermas, recordándote constantemente donde te
encuentras, en qué estado, y por qué estás ahí. "Ella" no te abandona
ni un solo instante.
Quisiera poder dormirme para siempre. No me siento con fuerzas para
enfrentarme a otro encierro en aquella carcel blanca de dos puertas. Aquellas
interminables noches de insomnio mientras la ciudad, al otro lado de los
vidrios, duerme acunada por los guiños de los anuncios luminosos y el morse
monótono de los semáforos reflejándose en sus calles desiertas, oyendo los
quejidos anónimos que me vienen del otro lado de la pared, tratando toda la
noche de ponerles rostro a esas voces lastimeras, muchas de las cuales,
posiblemente haya silenciado ya la muerte. Por otro lado, son tantas mis ganas
de vivir que no soporto ver pasar la vida junto a mí en momentos en que van a
arrebatarme la mía. Cuando el otro día veníamos para acá pensaba que me
olvidaría del Hospital cuando llegara a casa. No puedo. No puedo. Me lo he
traido conmigo. No me sirve la lectura. No sé cuantas veces he comenzado ya ese
nuevo libro que he cogido de la biblioteca. Solo la escritura descansa algo mi
alma que se ahoga en un mar de rabia y de odio. Y, cuando llega la noche, es
tanto el horror que siento por la cama que debo esperar a que el cansancio me rinda
para poder meterme entre las sábanas, cosa que debo agradecerle a esos tres
meses de internamiento en la sexta planta. Esperando siempre a que Mario se haya dormido para que no me
vea desnuda; no es pudor lo que siento sino la humillacion de que, a escondidas,
disimuladamente, se fije en los estragos que la medicación y la enfermedad han
dejado en mi cuerpo. En el estado en que me encuentro, estoy segura de que no
puedo gustarle como antes, aunque él mentiría si yo le preguntase. Yo en su
lugar mentiría también. Desde que le pedí que me cubriera los espejos del baño
con algunas sabanas creo que entendió enseguida mis pesadumbres y procura no
coincidir conmigo en el dormitorio, cosa que le agradezco.
Aunque ha amanecido un día claro y con sol, a lo largo de la mañana,
unos nubarrones gordos y ariscos procedentes del mar han ido amortiguando la
claridad casi azul de la mañana y el
salón ha ido tomando poco a poco la luz apagada de un sótano. Séneca, de un
salto, ha subido al sofá, ha reptado como un topo bajo la colcha que cubre mis
piernas y se ha acurrucado junto a mis
pies. Siento el runruneo de placer que emite su cuerpo.
A la hora de almorzar Mario ha traido unos tallarines del
"chino" porque sabe que es una de mis comidas preferidas pero al
final ha comido solo. Come en silencio,
sin levantar la vista del plato. Cuando se sirve la segunda copa de vino, me
mira de reojo para asegurarse de que no lo observo. Teme, como yo misma, alguna
manifestación algo explosiva de mi carácter que la enfermedad ha agudizado algo
más. No me siento nada altruista. La perspectiva de morir a esta edad me lleva
a revelarme contra todo y contra todos. Sólo aguanto la presencia de mi
ahijada, la hija más pequeña de mi hermana
que en la angelical edad en que
se encuentra ignora por completo lo que me ocurre y le ha pedido a su madre con
la mayor naturalidad que le afeite también a ella la cabeza y le ponga un
pañuelo como el mío. No soporto la presencia de nadie compadeciéndome de mí. Le
he pedido a Mario que le diga a los vecinos que no quiero ver a nadie. Me
siento algo angustiada por una pesadilla que he tenido esta noche. Si se la
contara a Mario posiblemente me aliviaría algo pero decididamente es algo que
no haré; él cree firmemente en estas cosas y, con su natural pesimismo seguro
que le va a encontrar la más triste de las explicaciones y, aunque no me lo
cuente, su rostro me lo dirá, su mirada me lo gritará. Y la verdad es que el
sueño es lo suficientemente triste como para encontrarle las explicaciones más
negativas, más deprimentes. En el sueño me encuentro en medio de una llanura
completamente desierta y plana como un gran oceano congelado. No se ve fin.
Luce un sol apagado y triste, como de Luna entre aguas. En todo lo que abarca la vista no se
vislumbra edificio alguno, ni plantas, ni árboles, es, ya lo he dicho, como
encontrarse en el centro de un oceano deshabitado. Todo lo que me rodea es un
horizonte lejanísimo, circular, en cuyo centro me hallo yo sola, de pie y con
la mirada clavada en el suelo. Delante
de mí se abre en el suelo una fosa rectangular con una escalera de piedra. Me
asomo con miedo y no se ve el fondo aunque la escalera llega a bastante
profundidad perdiéndose su tramo final en una densa oscuridad. Algo dentro de
mí me inducía a bajar por esa escalera pero mi temor era inmenso. En esas dudas
me he despertado cubierta de un sudor frio.
Como todas las tardes, Mario, después de comer y ordenar algo la cocina
se ha subido a la biblioteca. Observo que quiere darle a todo su trasiego por
la casa un aire de normalidad, de cotidianeidad, pero no lo consigue, y sufre
por eso. A cualquiera que no lo conozca le parecerá que quiere olvidarse de
todo lo que nos está pasando, pero yo sé que no es así. Desde que hemos
regresado del Hospital observo que hace esfuerzos por cubrir su alma con ese
disfraz de normalidad con el que quiere protegerse. Ahora estará en la
biblioteca, pero en lugar de leer, seguramente estará tumbado en el sillón,
mirando al techo y siguiendo con la mirada el giro de las aspas del ventilador;
o habrá oscurecido la habitación y se pondrá a escuchar musica clasica. Me lo
sé de memoria, son las cosas que suele hacer cuando algo le preocupa. De muy
niño lo mandaron sus padres a estudiar a un internado y, aunque solo estuvo en
él dos años, creo que esa tendencia que tiene a encerrarse en sí mismo y a no
pedir ayuda cuando algo le muerde por dentro o no manifestar su desagrado en el
mismo instante en que algo o alguien le molesta tuvo su origen en esa estancia
fuera de la familia a una edad muy temprana. Cuando nos conocimos y llegamos a
intimar le decía en broma que subiera las persianas de su interior, que se
mostrara tal cual es, que manifiestara sus sentimientos. Aún no lo he
conseguido, ni lo conseguiré. Y yo lo conozco bien. Sé lo que sufre, ¡y de qué
manera! por las cosas más nimias. Cuando surge en la conversación su estancia
en el Internado me cuenta que cuando se despertaba por las noches con alguna
pesadilla se bajaba, con una manta, a la Capilla del Colegio y se metía dentro
de algún confesionario con las puertecillas cerradas. Yo, cuando me cuenta esto
le respondo siempre que ese hubiera sido
el último lugar en el que me hubiera refugiado una noche de pesadilla. Desde el
confesionario veía los rostros de las imágenes iluminados por los cirios y con
esa sonrisa que les ponen a los santos de entre sicópata y monja profesa. La
respiración de las velas hacían bailar a las sombras de los santos, extrañas
danzas por las paredes de la Iglesia y de vez en cuando, cruzaba la nave el
aleteo de alguna lechuza que se había quedado apresada en el interior. Cuando
llegaba por la mañana, don José, el seglar encargado de preparar la iglesia
para la Misa, él con los ojos
enrojecidos por la vigilia salía del confesionario y huyendo como un ladrón
regresaba al dormitorio para que no lo sorprendieran cuando el padre catequista
entrara a dar los buenos días, con una frase latina que sonaba a algo parecido
a..."predebicamus Domine" a la que el coro de niños había de
responder con el "Deo gratias". Como en Semana Santa no les daban
vacaciones, y ese período que iba de enero a junio se le hacía bastante largo
su madre iba un par de veces a visitarlo; visitas que solían coincidir con el
final de la Semana Santa y con el día de María Auxiliadora que se celebra el
treinta y uno de mayo y el Colegio organizaba Fuegos Artificiales, paellas
gigantes y juegos de Cucaña. La madre y la hermana habían dormido la noche del
viernes en una pensión de Cadiz y con el primer autobús de la mañana entraban
el sábado en el Colegio. Uno de esos años les pilló en el pueblo el
desbordamiento del río. Llegaron al colegio muy maltratadas por el agua y Mario
se estuvo sintiendo culpable de aquello todo el resto del año. Por las noches,
cuando lo recordaba, lloraba con la cabeza metida debajo de la almohada para no
despertar al cura vigilante que dormía con ellos. El día señalado para la
llegada de su madre, Mario, desde muy temprano, vestido ya con la ropa de
domingo, se subía a la azotea del colegio para ver llegar al autobús. Para subir
a la azotea tenía que cruzar antes un enorme desván, que había sido dormitorio
de los seminaristas en los primeros años del Colegio, terminada la Guerra Civil, y que ahora se utilizaba
como cuarto de los trastos, y, también, como cementerio de toda la santería de
madera y purpurina que terminaban allí sus días riéndose de las cosquillas que
les provocaban las hambrientas polillas que en el silencio de la noche hasta se
las podía oir de comer. Había otros santos de madera más recia que ponían a
prueba las mandíbulas de estos insectos, eran los santos que nuevecitos y
flamantes eran retirados de la capilla a cuartear sus barnices en esta
buhardilla bien porque había perdido la fe que le tuvieran los miembros de la
Orden, porque se había cambiado de Director y éste traía otras preferencias
celestiales en su magín, o por ordenes directas de la Central del Colegio en
Roma. Todo esto se lo contó el Padre Portero que al enterarse de que Mario era
de Ceuta le contó que un tío suyo había sido legionario y que murió a las
órdenes del Coronel Franco, entonces Jefe del Tercio de Extranjeros, en la
Batalla de Gorgues, muy cerca de Tetuán en el año mil novecientos veinticuatro.
La llave para acceder al desván que daba acceso a la azotea la sustraía
de la Portería de entrada, aprovechando un descuido del Padre Prefecto que se
iba a fumar un pitillo con el jardinero. Después de atravesar aquel cafarnaum
de madera mutilada emparedada de telarañas salía por una estrecha tronera que
había en el techo. Nada más salir a la amplia terraza le azotaba la cara el
aire que venía del mar. Cuando el dia estaba muy claro se podía ver las azoteas
de Cádiz y de San Fernando con sus ropas blancas tendidas al sol. Abajo, sus
compañeros jugaban al futbol en la gran explanada. Cuando el autobús comenzaba
a entrar por el camino particular del Colegio tocaba el claxón para que el
portero abriera la verja de entrada y Mario contemplaba con ansiedad las
curvas, las subidas, las bajadas que corría el autobús hasta hacer su parada en
la entrada principal. Estando en el Internado usó por primera vez pantalones
largos de pana que su madre le compraba en unos grandes almacenes de Cadiz. De
Cadiz venía también, según Mario, todos los lunes, revistas pornográficas que
compraban los mediopensionistas para venderlas al mejor postor entre los
internos, por medio de citas secretas en los urinarios. Eso le costó la
expulsión a uno de estos mercaderes clandestino; se trataba de un tal Matute,
hijo de un farmacéutico de Cadiz y que tartamudeaba cuando le preguntaban la
lección. El hermano, algo menor y que estaba en regimen de internado, se
intentó suicidar una noche con un tubo de calmantes muy fuertes que él había
cogido de la farmacia de su padre. Como no había tiempo que perder y habría
muerto en el trayecto el mismo practicante, don Luis, le hizo un lavado de
estomago y lo salvó. El Director se asustó mucho y con muy buenas palabras se
quitó de encima aquel suicida precoz. Don Luis, el practicante lo acompañó
hasta el proximo pueblo y cuando lo dejó subido en el autobús de Cadiz regresó
al colegio. A pesar de todo, me dice, no guarda muy malos recuerdos del
Internado.
********
A veces, cuando tomo estas notas, temo ponerme demasiado intimista. Mi
timidez no soportaría que estas páginas cayeran bajo la mirada de otras
personas. No soportaría ni tan siquiera saber que iban a ser leidas por
personas completamente desconocidas para mí después de...Claro que, podría
destruirlas, nadie me lo impide. Podría romper cada noche las páginas que voy
escribiendo. Pero, si hiciera eso, anularía la función más importante que para
mí desarrolla este trabajo que comencé en el Hospital. A través de las páginas
de este Diario puedo conversar conmigo
misma. Romper cada noche las páginas que
he escrito ese día sería tanto como comenzar cada día a conversar con esa Belle
que se ha levantado esa mañana, pero... ¿y la mujer que fui ayer? ¿dónde está
la Belle-de-Mar que cerró los ojos anoche? Yo soy la mujer que ahora escribe
más todas las que están durmiendo en esas páginas. Quiero seguir la
metamorfosis de esa mujer en todo su desarrollo, día a día, paso a paso.
Destruir cada atardecer la escritura acumulada
sería algo así como reflexionar consigo misma y olvidarlo todo al
instante. No. No es ese mi gusto. Me gusta leer lo que escribo. Escribir me
ayuda a reflexionar, ya lo he dicho. Leer las notas de los días anteriores me
resulta imprescindible para tener delante de mí esa mujer que fui ayer, y la
que fui anteayer, y la del mes pasado....todas distintas entre si y cada una de
ellas muy diferente de la que se ha levantado esta mañana que a su vez, esta
tarde, antes de morir, será fijada en las páginas de este Diario. Y todas
ellas, más la que soy ahora forman la
imagen completa de Belle-de-Mar. Cuando el día muera, ella no desaparecerá del
todo, algo de su alma quedará entre estas páginas como esas florecillas
disecadas que aparecen dormidas entre los libros. El Diario permanece inalterable y las
conserva a todas ellas en su interior, como una colección de mariposas que de
lejos parecen la misma pero que cuando nos aproximamos a la vitrina donde se
conservan crucificadas en acero distinguimos las diferencias que se dan entre
ellas, poco a poco van surgiendo de ese estereotipo de mariposa que habiamos
forjado en nuestra mente los diversos matices y tonalidades que toma un mismo
color. Y hasta los dibujos que adornan sus alas, adoptan, dentro de un mismo
diseño general, formas caprichosas que nunca se repiten. Comprobamos, con
cierta satisfacción que el individuo ha vencido: no hay dos mariposas iguales.
En mi caso...¿Cómo será la última Belle-de-Mar que cierre este Diario?
Me ha llamado por teléfono Liliana, mi profesora de tapices. Después de
las preguntas rituales sobre mi estado de salud actual quiere saber si voy a ir
otra vez al taller. Le respondo que no sé, que aunque puedo escribir no me
siento las manos con la suficiente fortaleza como para empuñar el telar y las
agujas. Insiste en que vaya a las clases, que entre lo poco que haga y la
tertulia con las demás me servirá para distraerme. Dice que se le han ido dos o
tres alumnas, entre ellas aquella inglesa jubilada que fumaba tanto y que venía
todos los días desde Torremolinos. Se ofrece a traerme con su coche cuando
cierre el taller. No sé qué hacer...Bueno, si que lo sé; lo que me ocurre es
que no quiero presentarme en el taller con esta facha que tengo; la piel de la
cara cayéndoseme y las manos llenas de cardenales...¡Dios mio! Que sensación
tan grande de impotencia. Por otro lado, si me niego a salir por temor a mi
aspecto físico es otra trinchera más que le entrego a "ella"...Quizás
la llame luego y quedemos...quizás.
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