XIV
Por más que he intentado arrinconar a la doctora con mis preguntas
no he podido enterarme del "permiso" (lo pondré entre comillas) que
se me ha concedido. <>
me decía mientras nos acompañaba hasta la puerta del ascensor. <>,
añadiendo a continuación en un tono que me ha parecido algo más
intimista: <>.
Y después de besarme en ambas mejillas y de contemplarme desde su metro ochenta
con la sonrisa del que acaba de conquistar las tierras de algún imperio ignoto
ha regresado a su despacho pisando firme e inflamando todo el aire del pasillo
con su optimismo irredento y me ha dado por pensar la siguiente frase hecha: la
doctora precisa en el sitio adecuado.
Cuando he bajado las escalinatas que conducen a la calle y me he
sumergido de golpe en ese rio de humanidad viviente que es la ciudad, mi
ciudad, me han entrado unas casi irreprimibles ganas de echarme a llorar. Me he
parado un momento a contemplar la fachada del hospital y he intentado
distinguir allá en la última planta, la ventana de mi habitación. Me ha
parecido distinguir entre la penumbra de la terraza un mono azul y una
escobilla que se movía por las grandes cristaleras del edificio.
-¿Vamos? -me dice Mario.
Me he agarrado fuertemente a su brazo y pasito a pasito nos hemos
dirigido hacia el aparcamiento. El guarda del aparcamiento, al contemplar mi
pañuelo fuertemente pegado a mi cabeza ha reconocido enseguida la marca de la
enfermedad infame. Ha ayudado a Mario a mantener abierta la portezuela del
coche mientras yo, con no poca dificultad conseguía sentarme en su interior. Lo
he sorprendido fijándose en mis manos amortajadas de pinchazos y hematomas. Y
con una voz ronca de vinos viejos me ha deseado toda la suerte del mundo. Creo
que si lo hubiera incitado algo se habría arrojado en mis brazos para llorar la
supuesta muerte de esta para él desconocida.
Nada más entrar en casa, Mario, mientras yo me he entretenido algo
en el patio observando el aspecto que ofrecía el jardín, ha abierto la
cristalera del salón quejándose de los olores "a humanidad" del gato,
de sus presencias olfativas más íntimas, de la rúbrica indeleble de su
fisiología. Séneca, indiferente a los comentarios tan poco corteses de su amo,
después de dibujar sobre el lienzo rayado del sofá dos o tres arabescos con su
geografía de canela y terciopelo, ha protestado, ahora sí, con un gruñido
suave cuando Mario, literalmente, lo ha expulsado con leves empujoncitos en la
grupa de su rincón favorito y me ha preparado el sofá para que yo me siente.
Cuando quiere transgredir alguna orden que le damos, se mueve tan sutilmente
como una duna; resulta imposible adivinar o preveer cuando va a traspasar la
linea,, pero tenemos la seguridad de que la va a traspasar; en un gato es solo
cuestión de tiempo; su independencia de criterios no conoce límites y si se les
quiere recortar él se escapará por las más pequeñas rendijas silencioso y
reptil como una lengua de agua.
El aspecto que ofrece la casa no es muy acogedor. La muchacha que
venía una vez a la semana a limpiar ha dejado de venir. Mario la ha llamado
varias veces a su casa pero me dice que nadie le coge el teléfono. Lo que más
me ha impresionado es el aspecto que ofrece nuestras bicicletas cubiertas de
polvo y con las ruedas desinfladas y aplastadas por el peso contra el
suelo. Ese detalle de las ruedas aplastadas y el del polvo acumulado
sobre sus cuadros y manillares es lo que mejor ha representado en mi mente el
abandono de la casa; es la viva imagen de la desolación que al mismo tiempo me
inspira una brizna de ternura hacia ellas, quizás por los brincos y carreras
dormidos o, quien sabe si no muertos ya entre sus ruedas. Parece como si
también ellas estuviesen convaleciendo de alguna enfermedad rara que desconocemos.
Mario vigila mis reacciones. Lo noto muy nervioso. Yo sé todo lo que le afecta
verme de llorar. No es nada fuerte. Lleva media hora dando vueltas por la casa
y riñéndole a Séneca que ha terminado por enroscarse en su canasta junto a la
chimenea y responder a los enfados de su amo con oscuros bostezos.
Un manojo de folletos publicitarios se agolpa detrás de la puerta,
junto a un paquete de periódicos atrasados que Mario dejó junto a la puerta
algún día que pensaba tirarlo a la basura y al final ha quedado ahí arrinconado
entre el paraguero y la alfombra como una metáfora pobre. El jazmín, al no
tener nadie que lo haya ido podando, ha aprovechado nuestra ausencia para
derramarse por todos los rincones del patio como un pequeño y rebelde sunami, dejando
el suelo cubierto con un manto blanco de mariposas muertas; algunas
amarillentas y arrugadas como pellejos de uva: son los jazmines que murieron
ayer, o más cerca aún en el tiempo, esta pasada noche. Nunca se me había
ocurrido pensar, hasta ahora que me encuentro posiblemente al borde de la
muerte, en lo fugaz que es la vida de estas flores. El sol debe ser para ellas
un acontecimiento único en sus vidas. Una bola de fuego que aparece en
sus vidas cuando son jóvenes y que muere ahogando su hoguera redonda en el mar,
cuando ellas, ya han comenzado a entrar en la vejez. Y se me ocurre pensar que
también nosotros, los seres humanos, somos unos pobres jazmines si nos
comparamos con la perspectiva vital de, por ejemplo, el cometa Halley o
cualquiera de esos que visitan nuestra aldea azul cada, por lo menos, dos o
tres generaciones. Claro, que hay una pequeña diferencia: el jazmín ignora su
propia muerte y por eso mismo es ajeno a todo sufrimiento por las sorpresas que
le pudiera deparar la naturaleza, y en cambio nosotros...
Mario, mientras con la mano va barriendo la pereza del gato hacia
el jardín me comenta sus proyectos, si me parecen bien, de transformar la
chimenea que tenemos ahora en otra metálica para evitar las nubes de ceniza por
toda la casa y aprovechar mejor cada caloría que produzca la leña.
A Séneca la debe producir un miedo extraño la mascarilla que cubre
la parte inferior de mi rostro pues, cuando por fin Mario ha conseguido que
abandone sus "palacios de invierno" que tenía instalados en el sofá
sin que nadie le cuestionara su posesión durante estos tres meses de mi
ausencia, cuando ha conseguido por fin echarlo de allí y, al pasar junto a mí,
yo he realizado un intento de tomarlo entre mis brazos, me ha rehuido con un
suave pero categórico gruñido de protesta que no dejaba resquicio para la menor
negociación posible. Tres meses fuera de casa han bastado para que mi gato, que
antes andaba siempre detrás de mí runrruneando y buscando mis caricias me haya
olvidado convertiendome a sus ojos en una desagradable intrusa, en una molesta
advenediza que pretende robarle nada menos que su paz doméstica, su delicioso
aburrimiento de cretona y lluvia, ese dolce far niente que los gatos cultivan
con un preciosismo oriental y que la especie ha ido depurando geneticamente
hasta límites realmente sutiles a medida que la sociedad humana, de la que es
junto con el perro su comensal más fiel y constante, se ha ido también
desarrollando en el transcurso de los años y afinando cada vez más en eso que,
calcado de los ingleses hemos dado en llamar el confort, y que nos ha llevado
desde la húmeda cueva, en la que ya aparece el gato ovillado junto al fuego y
la pequeña tribu tiritando de frío, hasta la casa de nuestros días, una pequeña
pero cómoda búrbuja tierna y cálida que te aisla y te protege de las
desagradables sorpresas climatológicas a las que nos tiene sometidos la
Naturaleza.
Ese comportamiento de Séneca, aún descontando la consabida
irracionalidad del pobre animal, me produce un cierto desgarro en mi amor
propio, que viene agravado además por el hecho de tener la segura
convicción de que Mario no ha realizado el menor esfuerzo por ganarse las
florituras y las ternezas del gato durante mi ausencia, y que se ha limitado
(no necesito ni preguntárselo) a tenerle limpia el agua y la tierra, y mirarle
el nivel del pienso de su comedero cada noche antes de acostarse, quedando
reducido el diálogo con el minino a alguna broma ocasional como la de colgarle
palillos de la ropa de las orejas y sentarse a disfrutar de las danzas y
contradanzas que teje y desteje el pobre gato intentando liberar a sus orejas
de tan incómodos aderezos.
* * *
Después de comer ha venido mi hermana. Le he pedido que venga a ayudarme
a poner un poco de orden en mi ropero y a sacar la ropa de invierno que todavía
se pueda aprovechar un año más, no estoy de humor para salir a comprarme nada;
todavía tengo la ropa de verano con la que entré en el hospital. Estos meses
que he estado fuera de casa, han sido suficientes para que Mario haya dejado el
armario hecho una leonera. No se encuentra nada. Claro que él tampoco ha parado
mucho en casa: vivía más tiempo en el hospital que aquí. Mi hermana insiste,
mientras peina con la mano el abrigo de mamá que heredé yo a su fallecimiento,
insiste para que vaya con ella a comprarme ropa, pero no acabo de decidirme. Me
veo horrible y no tengo ganas de pasarme la tarde hablando a través de los
espejos de los probadores con este fantasma amarillento y triste en que
me he convertido. Me dice que mañana por la tarde no va a la
oficina y que pasará a recogerme con el coche.
Del fondo del ropero van saliendo los jerseys y los pantalones de
lana. Cuando ha removido un poco toda la ropa del fondo ha salido de sus
paredes un eructo de naftalina, con ese caracteristico olor de menta podrida.
Me ha venido fugaz y repentinamente la escena en que siendo niña me ocultaba
entre la ropa del armario de mamá, y le he preguntado a mi hermana si
ella se acordaba de cuando nos escondíamos en el ropero de mamá cuando éramos
pequeños. Me dice que ella no lo recuerda, que debió de ser otro de nuestros
hermanos y me comenta que cuando ella estaba en edad revolcarse entre la ropa
del armario yo ya estaba matriculada en el Instituto. Es cierto, no lo había
pensado; cuando yo era esa niña de trenzas y patas largas ella debía estar
todavía trasegando biberones y agarrada a los pechos lactantes de mamá. Como
una de esas vendedoras del mercadillo "de los miércoles" va mostrándome
los pantalones y los jerseys para que yo le de el "visto bueno".
Mecanicamente le voy diciendo que si a todo lo que me enseña, lo que la hace
enfadar y me pide que ponga más interés. <>
y me lo enseña de lejos y lo guarda en un cajón de la cómoda entre mi ropa
interior. Es la misma estampa de Fray Leopoldo que tuvo mamá con ella el tiempo
de su enfermedad. <>.
Le tengo que volver a repetir que no me considero atea que es agnóstica.
<>
Pienso, aunque no se lo digo, que tuvo que morirse mamá para que
nos sintiéramos más unidas. Aún recuerdo las peleas que tenía con mamá porque
no me dejaba tomarla a ella en brazos. Ellas, sin saberlo, hacían siempre causa
común con mamá. Y qué otra cosa podían hacer. Eran aún tan pequeñas y le temían
tanto a aquellos enfados silenciosos de mamá. Nos pasábamos la tarde sentadas
en nuestro dormitorio preguntándonos que qué le pasaba a mamá. Adela acababa
siempre la discusión de la misma manera:<<¿Tú que le has hecho
hoy a mamá?>> Y yo, esa tarde, me quedaba muy angustiada porque
realmente no sabía que le había hecho yo (si es que se lo había hecho) a mamá.
Físicamente, mamá y yo nos parecíamos mucho y, por desgracia también éramos
casi gemelas en lo que respecta al caracter de ahí nuestras continuas peleas.
Yo, a veces intentaba atraerme a papá hacia mis trincheras pero en estos tira y
aflojas era siempre mamá la que salía triunfante, y ese día tenía que aguantar
los malos humos de ella y también los de papá. Algunas veces me confundieron
con su hermana. Y el caso es que mamá no tuvo hermanas. En una ocasión papá me
confesó que cuando yo salía de la casa, ella se ponía en el balcón a observar
como yo abandonaba el barrio y siempre le decía a papá que cuando me veía andar
así por detrás era como si se estuviera viendo ella misma cuando era joven. Ha
sido de los pocos comentarios agradables que he oido de labios de mi madre.
Quien sabe si no sería la carencia de esa amiga íntima que llega a ser una
hermana, la que formó su carácter tan reservado que ella lo sufría todo en
silencio y completamente sola. Nunca decía nada. Sólo con aquel gesto tan suyo
de doblar la comisura de los labios y cerrarse en un hermetismo que a veces le
duraba días era suficiente para dejarnos a todos los hermanos como si hubiesemos
aquella misma tarde crucificado con nuestras propias manos al mismisimo Señor,
o hubiesemos tirado todo el sueldo de papá a la basura..que sé yo. Cuantas
noches, con nueve o diez años no me acostaría llorando sin saber muy bien cual
era el motivo de mis lágrimas, dudando entre si lloraba por mamá o lloraba por
mí, y cuantas noches de aquellas no me acostaría soñando que mamá me abrazaba
fuertemente contra ella, contra su pecho...Todavía me entristezco, a pesar de
los muchos años que ya han transcurrido, cuando recuerdo aquellas escenas que
me hacía en la calle, escenas a la que sin duda me había hecho merecedora por
alguna cabezonería de las mías. Cuando ya se le acababan toda la batería de
argumentos que yo con mi precocidad habitual le había ido rebatiendo con
notable éxito recurría al arma más eficaz, al último argumento con el que se
sentía segura de su victoria: me dirigía una mirada cargada de un
desprecio infinito, tomaba a mis hermanas de la mano y me volvía la espalda con
un gesto de niña grande ofendida consciente de que tenía entre sus manos ese
potente comodín contra el que yo me sentía impotente, solo por mi corta edad,
sabiendo que a mí no me quedaba otra alternativa que seguirla en silencio fuera
adonde fuera. Yo entonces me sentía como si todas las miradas del mundo se
hubieran posado sobre mí, sobre mis pequeños hombros. Me veía a mí misma,
después de esas discusiones con mamá, como si fuera uno de esos enanos de
circo que con un redoble de tambor y un mar de ojos abiertos a sus pies se
precipita desde lo alto del trapecio hacia el fondo invisible de la red
arrancando las carcajadas de su público, con la única diferencia que yo me caía
a mi pesar, y él se desprendía de la cuerda por oficio; él se sentiría como un
artista en medio de sus admiradores y yo como un feo chimpancé al que mal que
le pese han colgado de la carpa para balancearlo como un monigote a cincuentra
metros de altura y por cuyo pánico ha pagado el público con moneda contante
para tener el derecho de reirse. No sé si llegué a odiarla alguna vez
pero si me ocurría a menudo que después de estos desplantes a los que me
sometía y contra los que yo carecía por completo de la más mínima fortaleza
sicologica para defenderme yo sentía verdadera envidia de los niños que no
tenían padres, de aquellos huérfanos y expósitos del Asilo de la Estación, que
los domingos por la mañana paseaban en fila por las aceras de El Parque
escoltados por unas monjas cubiertas con aquellas gaviotas cubistas que tanto
les empequeñecía el rostro.
Mi hermana, que no se ha desprendido todavía del abrigo de mamá y
que no sabe donde colocarlo, vuelve a preguntarme que si me lo voy a poner o lo
guardamos en el baúl de la ropa vieja. Yo le digo, seguramente que
influida por los recuerdos que en ese momento tengo de mamá que se lo arregle
para ella que a mí, seguramente no lo voy a necesitar más. Me llama tonta y
estúpida y que no vuelva nunca más a hablarle así. Ha venido hasta mí,
que ahora me encontraba de pie junto a la ventana y con el rostro pegado a los cristales,
me ha abrazado por detrás juntando su mejilla con la mía. Así hemos estado no
sé cuanto tiempo. Abajo, en el jardín, Séneca olisquea el borde del jazminero:
<>
le digo por romper la tensión de ese instante. Mi hermana, por toda respuesta, se
abraza fuertemente a mí. Y ha sido entonces cuando he sentido la sal de una
lágrima en la comisura de mis labios. ¿Qué puede significar ser hermanos?
* * *
La yuca que plantó el jardinero el año pasado ha alcanzado ya la
altura de la ventana de la biblioteca. En su copa de verdes espadas jugosas
vienen a dormir, a la atardecida, los pájaros más pequeños de toda la población
volátil que tenemos en la urbanización. A veces disputan por tal o cual rincón
pero al final, cuando la noche comienza a pintar, todos se acurrucan cerca del
tronco para guarecerse sin duda del ataque de animales más voluminosos. A una
de las ramas le queda ya un par de cuartas para llamar a los cristales de la
ventana.
Mario ha colocado en la pantalla de su ordenador una foto de su
hija de cuando tenía apenas un año. Está sentada en el suelo de lo que pudiera
ser una terraza, que imagino sería el ático del que me hablaba Mario cuando nos
conocimos y en el que fue concebida su hija. Tiene entre sus manecillas, blandas
y regordetas, el extremo de un cordón que ella observa con una profundidad y
una atención que solo en esa edad se puede producir. Un día, hojeando libros de
la biblioteca me tropecé con unos mechones de cabello muy finos y muy sedosos.
Eran los de la pequeña Clara cuando fue sometida a sus primeros cortes de
cabellos con apenas tres o cuatro semanas de vida. Además de los cabellos de su
hija, Mario guarda entre las páginas de los libros los objetos más insólitos.
Sus recuerdos necesita alimentarlos con pequeños fetiches aplastados que
aparecen al cabo de los años disecados entre las páginas de algún ensayo o
alguna novela como si fueran mariposas muertas.
Después de marcharse mi hermana me he encerrado en la biblioteca
a ver fotos. Ha sido, como siempre en mi caso, obedeciendo a un impulso
súbito. De pequeña, en casa de mamá, me ocurría lo mismo: estaba haciendo
cualquier cosa, lo que fuera, y me sorprendía a mí misma con la mirada perdida
en el techo, o siguiendo, sin ser consciente de ello, el vuelo de una
mosca, estado casi místico que siempre terminaba saliendo yo disparada hacia el
ropero de donde tomaba la lata de las fotos viejas de la familia; era uno de
aquellos estuches de hojalata donde venía empaquetado el kilo o (o dos ya no
recuerdo bien) del colacao que mamá compraba todos los primeros de mes en el
economato militar, junto con la tableta de pastillas de chocolate que se
repartía solemnemente en el salón con unos cortes de cuchillo tan precisos, tan
milimétricos que podrían despertar la envidia de cualquier estudio de
arquitecto o de un delineante. Todos esperábamos con ansiedad el día en que
mamá iba al economato; la noche antes ya se lo estábamos recordando; siempre
coincidía con un sábado que era cuando papá no iba al cuartel y podía acompañarla.
Esa tableta de chocolate inglés que se repartía con la devoción de un corpus
christi, se había convertido ya en un ritual familiar. ¡Qué poco duraba aquel
placer! Treinta días esperando aquel momento, aquel instante que se iba
disolviendo en nuestras bocas como un dulce mantra. Cuando llegó la televisión,
nos convertimos todos los hermanos en auténticos usureros y banqueros de
aquella dulce reliquia; con mucha unción lo guardábamos, bien apretadito en
papel "de plata" (aún no se decía "papel albal") en
nuestros refugios favoritos para tomarlo mientras veíamos una película de
Bonanza o aquellas series en blanco y negro de Ivanhoe que era de mis
preferidas. Ya de mayor, me he sorprendido a mí misma con algo de ternura al ir
a morder esa mezcla tan sabia de cacao y leche que en tan contadas ocasiones
frecuentábamos los niños de aquellos años.
Eran dos las fotos que más llamaban mi atención; y las dos se han
perdido ya en los diversos traslados y mudanzas de casa. En una de ellas se
veía a mamá de joven, de media melenita, como decía ella cuando se enternecía
viéndose de joven y con la cara vuelta hacia la cámara. Creo que fue la actriz
Ava Gardner la que puso de moda esta postura tan fotogenica en la que el
fotografo quiere fingir que la persona ha sido sorprendida por el objetivo del
paparazzi de turno; claro que en el caso de mamá no había ningún paparazzi. Y
no es porque no fuera guapa, que lo era, y mucho. Ella, contaba entre tímida y
orgullosa que "con cuatro hijos ya en el mundo" todos los días se
traía enganchado algún piropo en el vuelo de su falda, la metáfora es mía,
claro. Se la hizo, la foto, cuando "le hablaba" a papá que era el
eufemismo bajo el que se ocultaba el estatus de unas relaciones amorosas, de un
noviazgo, residuo, se me ocurre pensar de cuando esas relaciones
prematrimoniales se reducían literalmente a charlar los novios con una verja de
hierro forjado de por medio, y con la mamá o la tita de turno tosiendo
oportunamente de vez en cuando, cosiendo o rezando al rosario a una distancia
establecida de antemano por la moral de la época. La foto se la hizo para
mandársela a él que por entonces estaba destinado, creo que en Ifni donde yo me
imaginaba a papá tocado de salakot y rodeado de negros hablando en infinitivo
como en Salambó, la película de Clark Gable. A mí, esta foto de mamá me
recordaba aquellas grandes, también en blanco y negro de nuestros artistas
preferidos que decoraban el vestíbulo del Cine Avenida, que ya no existe. En
este cine, siendo una mocosa de apenas nueve años descubrí en una de aquellas
fotos, y me enamoré perdidamente de él, al rubio Richard Widmarck al que
durante gran parte de mi adolescencia busqué como una loca, todos los domingos,
por todas las sesiones de matinee de los cines. Haciendo de cow-boy me arrancaba
lágrimas de dicha.
...Pero a lo que iba:
De esta foto de mamá, había hecho papá una copia a lápiz
carboncillo, y por expreso deseo de mamá rompió su modestia habitual y la
firmó, añadiéndole al pie: "A mi Conchita, con todo el cariño de su Pepe:
Málaga, dos de mayo del año mil novecientos cuarenta y nueve". Ese era el
día de su cumpleaños.
* * *
Hace ya cuatro días que regresé del hospital. Mario insiste en que
no me obsesione con los síntomas que pueda sentir o dejar de sentir en cada
momento. Que trate de olvidarme de la enfermedad...¡Qué facil es decirlo! Si
fuera tan fácil olvidarse...Por las noches me despierto con un dolor muy
intenso en las piernas, sobre todo cerca del tobillo, pero al menos, el
cansancio y la asfixia no han aparecido. Aunque las escaleras las subo con
cierta dificultad, la respiración no se me corta. Mario quiere que hagamos una
excursión al Colegio, al internado en el que estuvo de niño. Pero son cuatro o
cinco horas sentada en el coche. No sé que hacer. Por una parte me vendría bien
distraerme algo.
He pasado parte de la mañana haciendo punto de cruz que es una
actividad que me relaja bastante. Al tener fijada la atención en una actividad
manual que necesita bastante precisión impide que la mente vague libremente por
los espacios vacíos de la imaginación a la caza de tal o cual sensación, de tal
o cual sentimiento...
Séneca aún no se muestra del todo abierto conmigo. Cuando intento
reiniciar aquellos juegos de cosquillas y falsas luchas que tanto le gustaban,
veo que rehuye el encuentro. Mario le ha preparado su cesta de mimbre en la
entrada y se la ha cubierto con un paraguas. A Séneca, como a mí le gusta ver
como el cielo se deshace en agua. Ha caido como un sirimiri semejante al que me
recibió la primera noche que pasé en el hospital.
Ha venido Stefan a ver a Mario. Quiere que lo apoye en la reunión
de vecinos en su propuesta de que se talen algunas ramas del pino grande, el
que está a la entrada de la urbanización. Stefan que se encuentra en la fase de
aprendizaje del español en que todo lo vuelve al infinitivo muestra los peores
augurios para el cesped si se deja -dice-crecer el pino a su libre albedrío:
<<¡No bueno!. ¡No bueno!. Pino grande, no bueno>>
Tan grande y tan serio y hablando el español de esa forma parece que de un
momento a otro va a desenterrar el hacha de guerra y enfrentarse al séptimo de
caballería. <>
Ha entrado a despedirse de mí después de llevarse la promesa de
alianza de Mario.
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