viernes, 24 de enero de 2014

Por más que he intentado......

                                                   XIV





Por más que he intentado arrinconar a la doctora con mis preguntas no he podido enterarme del "permiso" (lo pondré entre comillas) que se me ha concedido. <> me decía mientras nos acompañaba hasta la puerta del ascensor. <>, añadiendo a continuación en un tono que me  ha parecido algo más intimista: <>. Y después de besarme en ambas mejillas y de contemplarme desde su metro ochenta con la sonrisa del que acaba de conquistar las tierras de algún imperio ignoto ha regresado a su despacho pisando firme e inflamando todo el aire del pasillo con su optimismo irredento y me ha dado por pensar la siguiente frase hecha: la doctora precisa en el sitio adecuado.
Cuando he bajado las escalinatas que conducen a la calle y me he sumergido de golpe en ese rio de humanidad viviente que es la ciudad, mi ciudad, me han entrado unas casi irreprimibles ganas de echarme a llorar. Me he parado un momento a contemplar la fachada del hospital y he intentado distinguir allá en la última planta, la ventana de mi habitación. Me ha parecido distinguir entre la penumbra de la terraza un mono azul y una escobilla que se movía por las grandes cristaleras del edificio.
-¿Vamos? -me dice Mario.
Me he agarrado fuertemente a su brazo y pasito a pasito nos hemos dirigido hacia el aparcamiento. El guarda del aparcamiento, al contemplar mi pañuelo fuertemente pegado a mi cabeza ha reconocido enseguida la marca de la enfermedad infame. Ha ayudado a Mario a mantener abierta la portezuela del coche mientras yo, con no poca dificultad conseguía sentarme en su interior. Lo he sorprendido fijándose en mis manos amortajadas de pinchazos y hematomas. Y con una voz ronca de vinos viejos me ha deseado toda la suerte del mundo. Creo que si lo hubiera incitado algo se habría arrojado en mis brazos para llorar la supuesta muerte de esta para él desconocida.
Nada más entrar en casa, Mario, mientras yo me he entretenido algo en el patio observando el aspecto que ofrecía el jardín, ha abierto la cristalera del salón quejándose de los olores "a humanidad" del gato, de sus presencias olfativas más íntimas, de la rúbrica indeleble de su fisiología. Séneca, indiferente a los comentarios tan poco corteses de su amo, después de dibujar sobre el lienzo rayado del sofá dos o tres arabescos con su geografía de canela y terciopelo, ha protestado, ahora sí,  con un gruñido suave cuando Mario, literalmente, lo ha expulsado con leves empujoncitos en la grupa de su rincón favorito y me ha preparado el sofá para que yo me siente. Cuando quiere transgredir alguna orden que le damos, se mueve tan sutilmente como una duna; resulta imposible adivinar o preveer cuando va a traspasar la linea,, pero tenemos la seguridad de que la va a traspasar; en un gato es solo cuestión de tiempo; su independencia de criterios no conoce límites y si se les quiere recortar él se escapará por las más pequeñas rendijas  silencioso y reptil como una lengua de agua.
El aspecto que ofrece la casa no es muy acogedor. La muchacha que venía una vez a la semana a limpiar ha dejado de venir. Mario la ha llamado varias veces a su casa pero me dice que nadie le coge el teléfono. Lo que más me ha impresionado es el aspecto que ofrece nuestras bicicletas cubiertas de polvo y con las ruedas desinfladas y aplastadas por el peso contra el suelo.  Ese detalle de las ruedas aplastadas y el del polvo acumulado sobre sus cuadros y manillares es lo que mejor ha representado en mi mente el abandono de la casa; es la viva imagen de la desolación que al mismo tiempo me inspira una brizna de ternura hacia ellas, quizás por los brincos y carreras dormidos o, quien sabe si no  muertos ya entre sus ruedas. Parece como si también ellas estuviesen convaleciendo de alguna enfermedad rara que desconocemos. Mario vigila mis reacciones. Lo noto muy nervioso. Yo sé todo lo que le afecta verme de llorar. No es nada fuerte. Lleva media hora dando vueltas por la casa y riñéndole a Séneca que ha terminado por enroscarse en su canasta junto a la chimenea y responder a los enfados de su amo con oscuros bostezos.
Un manojo de folletos publicitarios se agolpa detrás de la puerta, junto a un paquete de periódicos atrasados que Mario dejó junto a la puerta algún día que pensaba tirarlo a la basura y al final ha quedado ahí arrinconado entre el paraguero y la alfombra como una metáfora pobre. El jazmín, al no tener nadie que lo haya ido podando, ha aprovechado nuestra ausencia para derramarse por todos los rincones del patio como un pequeño y rebelde sunami, dejando el suelo cubierto con un manto blanco de mariposas muertas; algunas amarillentas y arrugadas como pellejos de uva: son los jazmines que murieron ayer, o más cerca aún en el tiempo, esta pasada noche. Nunca se me había ocurrido pensar, hasta ahora que me encuentro posiblemente al borde de la muerte, en lo fugaz que es la vida de estas flores. El sol debe ser para ellas un acontecimiento único en sus vidas.  Una bola de fuego que aparece en sus vidas cuando son jóvenes y que muere ahogando su hoguera redonda en el mar, cuando ellas, ya han comenzado a entrar en la vejez. Y se me ocurre pensar que también nosotros, los seres humanos, somos unos pobres jazmines  si nos comparamos con la perspectiva vital de, por ejemplo, el cometa Halley o cualquiera de esos que visitan nuestra aldea azul cada, por lo menos, dos o tres generaciones. Claro, que hay una pequeña diferencia: el jazmín ignora su propia muerte y por eso mismo es ajeno a todo sufrimiento por las sorpresas que le pudiera deparar la naturaleza, y en cambio nosotros...
Mario, mientras con la mano va barriendo la pereza del gato hacia el jardín me comenta sus proyectos, si me parecen bien, de transformar la chimenea que tenemos ahora en otra metálica para evitar las nubes de ceniza por toda la casa y aprovechar mejor cada caloría que produzca la leña.
A Séneca la debe producir un miedo extraño la mascarilla que cubre la parte inferior de mi rostro pues, cuando por fin Mario ha conseguido que abandone sus "palacios de invierno" que tenía instalados en el sofá sin que nadie le cuestionara su posesión durante estos tres meses de mi ausencia, cuando ha conseguido por fin echarlo de allí y, al pasar junto a mí, yo he realizado un intento de tomarlo entre mis brazos, me ha rehuido con un suave pero categórico gruñido de protesta que no dejaba resquicio para la menor negociación posible. Tres meses fuera de casa han bastado para que mi gato, que antes andaba siempre detrás de mí runrruneando y buscando mis caricias me haya olvidado convertiendome a sus ojos en una desagradable intrusa, en una molesta advenediza que pretende robarle nada menos que su paz doméstica, su delicioso aburrimiento de cretona y lluvia, ese dolce far niente que los gatos cultivan con un preciosismo oriental y que la especie ha ido depurando geneticamente hasta límites realmente sutiles a medida que la sociedad humana, de la que es junto con el perro su comensal más fiel y constante, se ha ido también  desarrollando en el transcurso de los años y afinando cada vez más en eso que, calcado de los ingleses hemos dado en llamar el confort, y que nos ha llevado desde la húmeda cueva, en la que ya aparece el gato ovillado junto al fuego y la pequeña tribu tiritando de frío, hasta la casa de nuestros días, una pequeña pero cómoda búrbuja tierna y cálida que te aisla y te protege de las desagradables sorpresas climatológicas a las que nos tiene sometidos la Naturaleza.
Ese comportamiento de Séneca, aún descontando la consabida irracionalidad del pobre animal,  me produce un cierto desgarro en mi amor propio, que viene agravado además por el hecho de tener la segura convicción  de que Mario no ha realizado el menor esfuerzo por ganarse las florituras y las ternezas del gato durante mi ausencia, y que se ha limitado (no necesito ni preguntárselo) a tenerle limpia el agua y la tierra, y mirarle el nivel del pienso de su comedero cada noche antes de acostarse, quedando reducido el diálogo con el minino a alguna broma ocasional como la de colgarle palillos de la ropa de las orejas y sentarse a disfrutar de las danzas y contradanzas que teje y desteje el pobre gato intentando liberar a sus orejas de tan incómodos aderezos.


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Después de comer ha venido mi hermana. Le he pedido que venga a ayudarme a poner un poco de orden en mi ropero y a sacar la ropa de invierno que todavía se pueda aprovechar un año más, no estoy de humor para salir a comprarme nada; todavía tengo la ropa de verano con la que entré en el hospital. Estos meses que he estado fuera de casa, han sido suficientes para que Mario haya dejado el armario hecho una leonera. No se encuentra nada. Claro que él tampoco ha parado mucho en casa: vivía más tiempo en el hospital que aquí. Mi hermana insiste, mientras peina con la mano el abrigo de mamá que heredé yo a su fallecimiento, insiste para que vaya con ella a comprarme ropa, pero no acabo de decidirme. Me veo horrible y no tengo ganas de pasarme la tarde hablando a través de los espejos de los probadores con este fantasma amarillento y triste  en que me he convertido.  Me dice que mañana por la tarde no va a la oficina  y que pasará a recogerme con el coche.
Del fondo del ropero van saliendo los jerseys y los pantalones de lana. Cuando ha removido un poco toda la ropa del fondo ha salido de sus paredes un eructo de naftalina, con ese caracteristico olor de menta podrida. Me ha venido fugaz y repentinamente la escena en que siendo niña me ocultaba entre la ropa del armario de mamá,  y le he preguntado a mi hermana si ella se acordaba de cuando nos escondíamos en el ropero de mamá cuando éramos pequeños. Me dice que ella no lo recuerda, que debió de ser otro de nuestros hermanos y me comenta que cuando ella estaba en edad revolcarse entre la ropa del armario yo ya estaba matriculada en el Instituto. Es cierto, no lo había pensado; cuando yo era esa niña de trenzas y patas largas ella debía estar todavía trasegando biberones y agarrada a los pechos lactantes de mamá. Como una de esas vendedoras del mercadillo "de los miércoles" va mostrándome los pantalones y los jerseys para que yo le de el "visto bueno". Mecanicamente le voy diciendo que si a todo lo que me enseña, lo que la hace enfadar y me pide que ponga más interés. <> y me lo enseña de lejos y lo guarda en un cajón de la cómoda entre mi ropa interior. Es la misma estampa de Fray Leopoldo que tuvo mamá con ella el tiempo de su enfermedad. <>. Le tengo que volver a repetir que no me considero atea que es agnóstica. <>
Pienso, aunque no se lo digo, que tuvo que morirse mamá para que nos sintiéramos más unidas. Aún recuerdo las peleas que tenía con mamá porque no me dejaba tomarla a ella en brazos. Ellas, sin saberlo, hacían siempre causa común con mamá. Y qué otra cosa podían hacer. Eran aún tan pequeñas y le temían tanto a aquellos enfados silenciosos de mamá. Nos pasábamos la tarde sentadas en nuestro dormitorio preguntándonos que qué le pasaba a mamá. Adela acababa siempre la discusión de la misma manera:<<¿Tú que le has hecho hoy a mamá?>> Y yo, esa tarde, me quedaba muy angustiada porque realmente no sabía que le había hecho yo (si es que se lo había hecho) a mamá. Físicamente, mamá y yo nos parecíamos mucho y, por desgracia también éramos casi gemelas en lo que respecta al caracter de ahí nuestras continuas peleas. Yo, a veces intentaba atraerme a papá hacia mis trincheras pero en estos tira y aflojas era siempre mamá la que salía triunfante, y ese día tenía que aguantar los malos humos de ella y también los de papá. Algunas veces me confundieron con su hermana. Y el caso es que mamá no tuvo hermanas. En una ocasión papá me confesó que cuando yo salía de la casa, ella se ponía en el balcón a observar como yo abandonaba el barrio y siempre le decía a papá que cuando me veía andar así por detrás era como si se estuviera viendo ella misma cuando era joven. Ha sido de los pocos comentarios agradables que he oido de labios de mi madre. Quien sabe si no sería la carencia de esa amiga íntima que llega a ser una hermana, la que formó su carácter tan reservado que ella lo sufría todo en silencio y completamente sola. Nunca decía nada. Sólo con aquel gesto tan suyo de doblar la comisura de los labios y cerrarse en un hermetismo que a veces le duraba días era suficiente para dejarnos a todos los hermanos como si hubiesemos aquella misma tarde crucificado con nuestras propias manos al mismisimo Señor, o hubiesemos tirado todo el sueldo de papá a la basura..que sé yo. Cuantas noches, con nueve o diez años no me acostaría llorando sin saber muy bien cual era el motivo de mis lágrimas, dudando entre si lloraba por mamá o lloraba por mí, y cuantas noches de aquellas no me acostaría soñando que mamá me abrazaba fuertemente contra ella, contra su pecho...Todavía me entristezco, a pesar de los muchos años que ya han transcurrido, cuando recuerdo aquellas escenas que me hacía en la calle, escenas a la que sin duda me había hecho merecedora por alguna cabezonería de las mías. Cuando ya se le acababan toda la batería de argumentos que yo con mi precocidad habitual le había ido rebatiendo con notable éxito recurría al arma más eficaz, al último argumento con el que se sentía segura de su victoria:  me dirigía una mirada cargada de un desprecio infinito, tomaba a mis hermanas de la mano y me volvía la espalda con un gesto de niña grande ofendida consciente de que tenía entre sus manos ese potente comodín contra el que yo me sentía impotente, solo por mi corta edad, sabiendo que a mí no me quedaba otra alternativa que seguirla en silencio fuera adonde fuera. Yo entonces me sentía como si todas las miradas del mundo se hubieran posado sobre mí, sobre mis pequeños hombros. Me veía a mí misma, después de esas discusiones con mamá,  como si fuera uno de esos enanos de circo que con un redoble de tambor y un mar de ojos abiertos a sus pies se precipita desde lo alto del trapecio hacia el fondo invisible de la red arrancando las carcajadas de su público, con la única diferencia que yo me caía a mi pesar, y él se desprendía de la cuerda por oficio; él se sentiría como un artista en medio de sus admiradores y yo como un feo chimpancé al que mal que le pese han colgado de la carpa para balancearlo como un monigote a cincuentra metros de altura y por cuyo pánico ha pagado el público con moneda contante para tener el derecho de  reirse. No sé si llegué a odiarla alguna vez pero si me ocurría a menudo que después de estos desplantes a los que me sometía y contra los que yo carecía por completo de la más mínima fortaleza sicologica para defenderme yo sentía verdadera envidia de los niños que no tenían padres, de aquellos huérfanos y expósitos del Asilo de la Estación, que los domingos por la mañana paseaban en fila por las aceras de El Parque escoltados por unas monjas cubiertas con aquellas gaviotas cubistas que tanto les empequeñecía el rostro.
Mi hermana, que no se ha desprendido todavía del abrigo de mamá y que no sabe donde colocarlo, vuelve a preguntarme que si me lo voy a poner o lo guardamos en el baúl de la ropa  vieja. Yo le digo, seguramente que influida por los recuerdos que en ese momento tengo de mamá que se lo arregle para ella que a mí, seguramente no lo voy a necesitar más. Me llama tonta y estúpida y que no vuelva nunca  más a hablarle así. Ha venido hasta mí, que ahora me encontraba de pie junto a la ventana y con el rostro pegado a los cristales, me ha abrazado por detrás juntando su mejilla con la mía. Así hemos estado no sé cuanto tiempo. Abajo, en el jardín, Séneca olisquea el borde del jazminero: <> le digo por romper la tensión de ese instante. Mi hermana, por toda respuesta, se abraza fuertemente a mí. Y ha sido entonces cuando he sentido la sal de una lágrima en la comisura de mis labios. ¿Qué puede significar ser hermanos?


         *     *      *


La yuca que plantó el jardinero el año pasado ha alcanzado ya la altura de la ventana de la biblioteca. En su copa de verdes espadas jugosas vienen a dormir, a la atardecida, los pájaros más pequeños de toda la población volátil que tenemos en la urbanización. A veces disputan por tal o cual rincón pero al final, cuando la noche comienza a pintar, todos se acurrucan cerca del tronco para guarecerse sin duda del ataque de animales más voluminosos. A una de las ramas le queda ya un par de cuartas para llamar a los cristales de la ventana.
Mario ha colocado en la pantalla de su ordenador una foto de su hija de cuando tenía apenas un año. Está sentada en el suelo de lo que pudiera ser una terraza, que imagino sería el ático del que me hablaba Mario cuando nos conocimos y en el que fue concebida su hija. Tiene entre sus manecillas, blandas y regordetas, el extremo de un cordón que ella observa con una profundidad y una atención que solo en esa edad se puede producir. Un día, hojeando libros de la biblioteca me tropecé con unos mechones de cabello muy finos y muy sedosos. Eran los de la pequeña Clara cuando fue sometida a sus primeros cortes de cabellos con apenas tres o cuatro semanas de vida. Además de los cabellos de su hija, Mario guarda entre las páginas de los libros los objetos más insólitos. Sus recuerdos  necesita alimentarlos con pequeños fetiches aplastados que aparecen al cabo de los años disecados entre las páginas de algún ensayo o alguna novela como si fueran mariposas muertas.
Después de marcharse mi hermana me he encerrado en la biblioteca a  ver fotos. Ha sido, como siempre en mi caso, obedeciendo a un impulso súbito. De pequeña, en casa de mamá, me ocurría lo mismo: estaba haciendo cualquier cosa, lo que fuera, y me sorprendía a mí misma con la mirada perdida en el techo,  o siguiendo, sin ser consciente de ello, el vuelo de una mosca, estado casi místico que siempre terminaba saliendo yo disparada hacia el ropero de donde tomaba la lata de las fotos viejas de la familia; era uno de aquellos estuches de hojalata donde venía empaquetado el kilo o (o dos ya no recuerdo bien) del colacao que mamá compraba todos los primeros de mes en el economato militar, junto con la tableta de pastillas de chocolate que se repartía solemnemente en el salón con unos cortes de cuchillo tan precisos, tan milimétricos que podrían despertar la envidia de cualquier estudio de arquitecto o de un delineante. Todos esperábamos con ansiedad el día en que mamá iba al economato; la noche antes ya se lo estábamos recordando; siempre coincidía con un sábado que era cuando papá no iba al cuartel y podía acompañarla. Esa tableta de chocolate inglés que se repartía con la devoción de un corpus christi, se había convertido ya en un ritual familiar. ¡Qué poco duraba aquel placer! Treinta días esperando aquel momento, aquel instante que se iba disolviendo en nuestras bocas como un dulce mantra. Cuando llegó la televisión, nos convertimos todos los hermanos en auténticos usureros y banqueros de aquella dulce reliquia; con mucha unción lo guardábamos, bien apretadito en papel "de plata" (aún no se decía "papel albal") en nuestros refugios favoritos para tomarlo mientras veíamos una película de Bonanza o aquellas series en blanco y negro de Ivanhoe que era de mis preferidas. Ya de mayor, me he sorprendido a mí misma con algo de ternura al ir a morder esa mezcla tan sabia de cacao y leche que en tan contadas ocasiones frecuentábamos los niños de aquellos años.
Eran dos las fotos que más llamaban mi atención; y las dos se han perdido ya en los diversos traslados y mudanzas de casa. En una de ellas se veía a mamá de joven, de media melenita, como decía ella cuando se enternecía viéndose de joven y con la cara vuelta hacia la cámara. Creo que fue la actriz Ava Gardner la que puso de moda esta postura tan fotogenica en la que el fotografo quiere fingir que la persona ha sido sorprendida por el objetivo del paparazzi de turno; claro que en el caso de mamá no había ningún paparazzi. Y no es porque no fuera guapa, que lo era, y mucho. Ella, contaba entre tímida y orgullosa que "con cuatro hijos ya en el mundo" todos los días se traía enganchado algún piropo en el vuelo de su falda, la metáfora es mía, claro. Se la hizo, la foto, cuando "le hablaba" a papá que era el eufemismo bajo el que se ocultaba el estatus de unas relaciones amorosas, de un noviazgo, residuo, se me ocurre pensar de cuando esas relaciones prematrimoniales se reducían literalmente a charlar los novios con una verja de hierro forjado de por medio, y con la mamá o la tita de turno tosiendo oportunamente de vez en cuando, cosiendo o rezando al rosario a una distancia establecida de antemano por la moral de la época. La foto se la hizo para mandársela a él que por entonces estaba destinado, creo que en Ifni donde yo me imaginaba a papá tocado de salakot y rodeado de negros hablando en infinitivo como en Salambó, la película de Clark Gable. A mí, esta foto de mamá me recordaba aquellas grandes, también en blanco y negro de nuestros artistas preferidos que decoraban el vestíbulo del Cine Avenida, que ya no existe. En este cine, siendo una mocosa de apenas nueve años descubrí en una de aquellas fotos, y me enamoré perdidamente de él, al rubio Richard Widmarck al que durante gran parte de mi adolescencia busqué como una loca, todos los domingos, por todas las sesiones de matinee de los cines. Haciendo de cow-boy me arrancaba lágrimas de dicha.
...Pero a lo que iba:
De esta foto de mamá, había hecho papá una copia a lápiz carboncillo, y por expreso deseo de mamá rompió su modestia habitual y la firmó, añadiéndole al pie: "A mi Conchita, con todo el cariño de su Pepe: Málaga, dos de mayo del año mil novecientos cuarenta y nueve". Ese era el día de su cumpleaños.



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Hace ya cuatro días que regresé del hospital. Mario insiste en que no me obsesione con los síntomas que pueda sentir o dejar de sentir en cada momento. Que trate de olvidarme de la enfermedad...¡Qué facil es decirlo! Si fuera tan fácil olvidarse...Por las noches me despierto con un dolor muy intenso en las piernas, sobre todo cerca del tobillo, pero al menos, el cansancio y la asfixia no han aparecido. Aunque las escaleras las subo con cierta dificultad, la respiración no se me corta. Mario quiere que hagamos una excursión al Colegio, al internado en el que estuvo de niño. Pero son cuatro o cinco horas sentada en el coche. No sé que hacer. Por una parte me vendría bien distraerme algo.
He pasado parte de la mañana haciendo punto de cruz que es una actividad que me relaja bastante. Al tener fijada la atención en una actividad manual que necesita bastante precisión impide que la mente vague libremente por los espacios vacíos de la imaginación a la caza de tal o cual sensación, de tal o cual sentimiento...
Séneca aún no se muestra del todo abierto conmigo. Cuando intento reiniciar aquellos juegos de cosquillas y falsas luchas que tanto le gustaban, veo que rehuye el encuentro. Mario le ha preparado su cesta de mimbre en la entrada y se la ha cubierto con un paraguas. A Séneca, como a mí le gusta ver como el cielo se deshace en agua. Ha caido como un sirimiri semejante al que me recibió la primera noche que pasé en el hospital.
Ha venido Stefan a ver a Mario. Quiere que lo apoye en la reunión de vecinos en su propuesta de que se talen algunas ramas del pino grande, el que está a la entrada de la urbanización. Stefan que se encuentra en la fase de aprendizaje del español en que todo lo vuelve al infinitivo muestra los peores augurios para el cesped si se deja -dice-crecer el pino a su libre albedrío: <<¡No bueno!. ¡No bueno!. Pino grande, no bueno>> Tan grande y tan serio y hablando el español de esa forma parece que de un momento a otro va a desenterrar el hacha de guerra y enfrentarse al séptimo de caballería. <>
Ha entrado a despedirse de mí después de llevarse la promesa de alianza de Mario.




                                             

                                              

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