domingo, 26 de enero de 2014

                                                                         XII


 Le he pedido a Mario que se informe de la señora Teresa, mi compañera de habitación, y me dice que todavía no le han podido poner el tratamiento con quimioterapia porque su indice de azucar es muy alto. El marido, cuando pasea por esta parte del pasillo, donde se encuentran las habitaciones de aislamiento se asoma a la ventanita y me saluda con su sonrisa triste. Desde que llegaron al Hospital vengo pensando dónde, en qué lugar, en qué persona, en qué rostro he visto yo antes de ahora esa sonrisa, una sonrisa que parece a punto de convertirse en llanto en cualquier momento. Y ahora mismo he caido en la cuenta. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Claro, seguramente porque ahora el ventanuco me ha recordado a la pantalla de un cine porque ha sido ahí, en el cine. Es la misma sonrisa del "Flaco" de "El Gordo y el Flaco", que se llamaba Stan, Stan Laurel, porque Oliver es el gordo. Así. Así.¡Eso es! Así sonreía el Flaco cuando había cometido alguna torpeza que tan cara pagaban luego los dos y que el gordo le reprochaba moviéndo el dedito y (¿dandole? ¿comunicándole?) a su oronda figura el impulso temblón de un gigantesco flan de gelatina a ritmo de samba. Esa sonrisa que tanta ternura despertaba en nosotros y que nos hacía olvidar al momento que acababa de hundir la barca en la que paseaban, o le había quemado el traje a su compañero, o cualquier otra fechoría que el "Gordo" soportaba con una paciencia a la que no se le veía nunca el fondo. Así me está sonriendo ahora el marido de la señora Teresa. Habla mucho con Mario en el pasillo, y ya puedo imaginarme de qué hablan, de mí y de su mujer por eso mismo no le pregunto, soy muy miedosa, y Mario es tan torpe a la hora de echar alguna mentira...Si he de morirme, no quiero saberlo.
Anoche estuve oyendo a un hombre de quejarse en la habitación de al lado, creo que la 605, pues así se lo he oido decir a los enfermeros que han estado toda la noche entrando y saliendo de esa habitación llevando bolsas de suero y de sangre. De vez en cuando pronunciaba un nombre con un tono de voz muy débil, apenas se distinguía el nombre. Y entonces se oía una voz femenina que le hablaba en tono como de consolación. Este diálogo era interrumpido por un golpe de tos que debía de ser del propio paciente. A los pocos segundos se oía de abrir y cerrarse la puerta violentamente. Ese hombre, igual que yo, hace dos o tres semanas estaría en su casa, o atendiendo a su trabajo, feliz, o infeliz pero ajeno a lo que estaba ya escrito en la página siguiente de su Destino. Una buena mañana, sintiéndose muy cansado o con algo de fiebre, habrá ido al ambulatorio de su barrio pensando que tenía una vulgar gripe que con unas buenas dosis de acido acetilsalicílico y dos o tres días de asiento y abrigo ante el televisor se la quitaría de encima sin más historias para continuar otra vez sus trabajos, sus sueños...El médico habrá intentado darle el diagnóstico de la manera más suave posible. Seguramente que habrá comenzado con aquello de.: <>Y cuando el pobre hombre haya preguntado que qué son esos mieloblastos o...como se llame...
Parece que ya ha dejado de toser. Si no perdieramos el sentido del humor al entrar aquí, podríamos comunicarnos mediante golpecitos en la pared. Nos inventariamos un código secreto solo reconocible por nosotros y andariamos toda la noche intercambiandonos la poca información que nos llega a cada una de nuestras cápsulas antisepticas. He tratado de adivinar, por los movimientos que hace la persona que lo acompaña, la verdadera situación de este enfermo, y creo que está bastante peor que yo; esa mujer que lo acompaña no para ni un momento; se la oye de entrar y salir de la habitación buscando, sin duda la ayuda de algún enfermero; anda bastante torpemente de lo que deduzco que ha de ser la madre del enfermo que muestra por el timbre de la tos ser todavía bastante joven.




                                                

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