XII
Le he pedido a Mario que se informe de la señora Teresa, mi
compañera de habitación, y me dice que todavía no le han podido poner el tratamiento
con quimioterapia porque su indice de azucar es muy alto. El marido, cuando
pasea por esta parte del pasillo, donde se encuentran las habitaciones de
aislamiento se asoma a la ventanita y me saluda con su sonrisa triste. Desde
que llegaron al Hospital vengo pensando dónde, en qué lugar, en qué persona, en
qué rostro he visto yo antes de ahora esa sonrisa, una sonrisa que parece a
punto de convertirse en llanto en cualquier momento. Y ahora mismo he caido en
la cuenta. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Claro, seguramente porque
ahora el ventanuco me ha recordado a la pantalla de un cine porque ha sido ahí,
en el cine. Es la misma sonrisa del "Flaco" de "El Gordo y el
Flaco", que se llamaba Stan, Stan Laurel, porque Oliver es el gordo. Así.
Así.¡Eso es! Así sonreía el Flaco cuando había cometido alguna torpeza que tan
cara pagaban luego los dos y que el gordo le reprochaba moviéndo el dedito y
(¿dandole? ¿comunicándole?) a su oronda figura el impulso temblón de un
gigantesco flan de gelatina a ritmo de samba. Esa sonrisa que tanta ternura
despertaba en nosotros y que nos hacía olvidar al momento que acababa de hundir
la barca en la que paseaban, o le había quemado el traje a su compañero, o
cualquier otra fechoría que el "Gordo" soportaba con una paciencia a
la que no se le veía nunca el fondo. Así me está sonriendo ahora el marido de
la señora Teresa. Habla mucho con Mario en el pasillo, y ya puedo imaginarme de
qué hablan, de mí y de su mujer por eso mismo no le pregunto, soy muy miedosa,
y Mario es tan torpe a la hora de echar alguna mentira...Si he de morirme, no
quiero saberlo.
Anoche estuve oyendo a un hombre de quejarse en la habitación de
al lado, creo que la 605, pues así se lo he oido decir a los enfermeros que han
estado toda la noche entrando y saliendo de esa habitación llevando bolsas de
suero y de sangre. De vez en cuando pronunciaba un nombre con un tono de voz
muy débil, apenas se distinguía el nombre. Y entonces se oía una voz femenina
que le hablaba en tono como de consolación. Este diálogo era interrumpido por
un golpe de tos que debía de ser del propio paciente. A los pocos segundos se
oía de abrir y cerrarse la puerta violentamente. Ese hombre, igual que yo, hace
dos o tres semanas estaría en su casa, o atendiendo a su trabajo, feliz, o
infeliz pero ajeno a lo que estaba ya escrito en la página siguiente de su
Destino. Una buena mañana, sintiéndose muy cansado o con algo de fiebre, habrá
ido al ambulatorio de su barrio pensando que tenía una vulgar gripe que con
unas buenas dosis de acido acetilsalicílico y dos o tres días de asiento y
abrigo ante el televisor se la quitaría de encima sin más historias para
continuar otra vez sus trabajos, sus sueños...El médico habrá intentado darle
el diagnóstico de la manera más suave posible. Seguramente que habrá comenzado
con aquello de.: <>Y
cuando el pobre hombre haya preguntado que qué son esos mieloblastos o...como
se llame...
Parece que ya ha dejado de toser. Si no perdieramos el sentido del
humor al entrar aquí, podríamos comunicarnos mediante golpecitos en la pared.
Nos inventariamos un código secreto solo reconocible por nosotros y andariamos
toda la noche intercambiandonos la poca información que nos llega a cada una de
nuestras cápsulas antisepticas. He tratado de adivinar, por los movimientos que
hace la persona que lo acompaña, la verdadera situación de este enfermo, y creo
que está bastante peor que yo; esa mujer que lo acompaña no para ni un momento;
se la oye de entrar y salir de la habitación buscando, sin duda la ayuda de algún
enfermero; anda bastante torpemente de lo que deduzco que ha de ser la madre
del enfermo que muestra por el timbre de la tos ser todavía bastante joven.
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