XIX
Mañana entra la primavera. La tarde ha sido gloriosa; el aire, de tan
fino me traía hasta el salón de la casa, el toque seco y amargo de la campana
de la Ermita que, desde donde vivimos nosotros, solo se oye con el Poniente. La
sombra que nuestra casa proyecta sobre el tejado de la de enfrente, ha ido
subiendo lentamente hasta cubrir toda la techumbre al tiempo que las bandadas
de pajaros que vienen del sur se detienen a descansar en los árboles de la
urbanización y van pasturando los brotes más tiernos de sus ramas y probando
donde van por fin a pasar la noche, sin acabar de decidirse entre las hojas de
la yuca o las ramas del pino. El mar presentaba un azul tan intenso que casi
llegaba al negro. Han dicho por la radio que mañana, entre la una y las tres de
la tarde pasará cabotando por nuestras costas la nave Victoria, una réplica de
la misma nave que llevó a Juan Sebastian Elcano a dar la vuelta al mundo y que
viene directamente desde Japón, después de haber completado el famoso periplo,
que en los textos de bachillerato de mi época se nombraba con aquello
de...<> que nos dejaba a los
niños, en los pupitres, cuando el
profesor leía la frasecita en voz alta, como si hubieramos visto entrar por la
ventana de clase a la santisima trinidad en persona; ahí era nada: <<¡la
primera circunvalación al globo!>>, menos mal que después venía el
recreo. Le he dicho a Mario que me traiga los prismáticos de la autocaravana.
Séneca ha vuelto a meter en el salón de la casa un rabo de lagartija
que ha cazado entre la espesura del jazmín. Lo toca con su mano y cuando el
rabo se retrae, eso parece asustarlo y huye a refugiarse detrás de las patas
del sofá y desde allí, creyéndose ya seguro de los ataques de tan fiero
enemigo, recoge sus manos, levanta la grupa y pega la cabeza al suelo y clava
la mirada en el rabo, como felino que es, llega un instante que toma la quietud
de la piedra. Cuando menos se espera, rompe la corteza de marmol que lo
inmoviliza, da un brinco en el aire y
viene a caer justo al lado de su trofeo, al que saluda con otro manotazo, que
es respondido de la misma manera, con un leve encogimiento. En esta coreografía
se entrega hasta que el rabo de lagartija ha perdido la poca vida que se
hallaba como remansada entre los pliegues de su mutilación y no responde a las
atrevidas provocaciones de Séneca. Antes de que se lo coma, me armo de cepillo
y recogedor y retiro del albero el glorioso cadaver.
Hace ya más de tres meses que
abandoné el hospital, y aunque cada diez o doce dias ha de llevarme Mario al
hospital para que me pongan una transfusión, me siento, no obstante una persona
casi normal, parece como si mi alma quisiera apostar otra vez en la ruleta de
la vida, tanto que a veces me sorprendo a mí misma haciendo proyectos de
futuro, pero cuando más ilusionada estoy por participar en el casino de la
vida, antes siquiera de que el croupier
me haga sitio ante el tapete verde, ella viene a recordarme mi verdadera
situación; el mes pasado, por ejemplo, hube de estar casi una semana
hospitalizada de nuevo por un brote de neumonía que me avino. Me asusté mucho
pues pensaba que era la recaida que llevo temiendo y esperando desde que salí.
Por más que pregunté a las enfermeras no me supieron dar noticias de la señora
Teresa; algunas ponían cara de no recordar. Tampoco la vi ninguno de los días
que he estado acudiendo a ponerme transfusiones. He encontrado en mi bolso las
pequeñas anotaciones que tomé esos días con la idea de traspasarlos y
ampliarlos en estos Diarios en unas toallas de papel tomadas del baño. Pensaba
retocarlos algo pero al final he pensado dejarlos tal cual los había escrito:
Domingo, 17 de febrero
Son las diez y media de la noche. He ingresado en el Hospital hace
aproximadamente una hora. Diagnóstico: Principio de Neumonía. Mario ha bajado
al bar de la esquina para subirme un sandwich mixto y un botellín de agua. Mis
hermanos aún no saben que estoy aquí. Respiro con cierta dificultad, y tengo
miedo, mucho miedo.Otra vez me atenaza el temor de que la muerte se me haya
acercado demasiado, que ya haya comenzado a mostrar cierta impaciencia por
cumplir con su trabajo.
Las sirenas de las ambulancias no han parado de sonar durante toda la
tarde y noche. <> debe de estar a tope. Los taxis entran
y salen con mucha frecuencia y se respira un aire de ansiedad y de nerviosismo
por todos los pasillos del Hospital. Me dice una enfermera, que algunos medicos
que estaban asignados a nuestra planta han tenido que hacerse cargo de algunas
consultas en <>. Todo esto me agota, me cansa, me aburre
y, lo que es peor, me obliga a mirar esta enfermedad que padezco con menos
optimismo que otros días en otras circunstancias.
Lunes, 18 de febrero:
Esta mañana, al despertar, he encontrado unas pequeñas salpicaduras de
sangre en el embozo de mi cama. La enfermera de guardia, joven en prácticas, se
ha puesto muy nerviosa y ha avisado a la hematóloga de planta. Y yo, como es
natural, me he asustado más que la propia enfermera. Me dicen que tengo una
pequeña lesión en uno de los pulmones. Que no es nada serio. Que ya está
controlado.Que no debo alarmarme.
Las explicaciones demasiado largas me asustan. La insistencia en el
mismo argumento delata una cierta inseguridad en el que lo expone. <<¡Que
no me alarme!>> Qué facil es decirlo. Si fuera así de facil el cumplirlo.
Por la tarde he conseguido dormir un poco, y luego le he ayudado a
Mario a rellenar un crucigrama. Hace tres días fue el cumpleaños de Clara y no
me atrevo a preguntarle a Mario si él la ha llamado para felicitarla. No creo
que la haya llamado, si lo hubiese hecho yo me habría enterado. Este mes se
cumplen dos años de la agria discusión que tuvieron por teléfono. Ella le colgó
el teléfono y él no sabe como descolgarlo. Es prisionero de su propio orgullo.
He cenado una tortilla "a la francesa" y un yogurt de
frambuesa.
Martes, 19 de febrero:
Aquellas manchas que aparecieron en mi embozo al despertar y que no me
acordé de anotar entonces, son, según me dijo la hematóloga consecuencias de
esta pequeña neumonía pero que ya no han de aparecerme más. No me he quedado
muy convencida....¿pregunto más...? ¿me estarán ocultando la verdad? pero...¿quiero yo saberla?
Miércoles, 20 de febrero:
He permanecido toda la mañana en la planta baja del hospital haciendome
pruebas, análisis y radiografías del pecho. Sensación de abandono, de frio,
cuando me han dejado en mitad del pasillo, encamada y con todo el mundo pasando
por mi vera y mirándome, los más indiscretos como algo curioso que se ha dejado
allí olvidado un medico en prácticas. Paisaje cenital: tubos fluorescentes y
vávulas contra incendios. He intentado taparme la cabeza con la sábana y
enseguida ha venido un auxiliar a destaparme.Con sus mejores palabras me ha
explicado la siniestra impresión que puedo causar en el ánimo de los demás
pacientes. El paralelismo que mostraría mi imagen con la de un cadaver no ha
necesitado explicitarlo, lo he entendido enseguida. Y es que debo presentar un
aspecto horrible. Cuando se ha marchado el auxiliar me ha sobrevenido un repentino e
intenso deseo de tomar un helado de chocolate bien grande, de esos de dos bolas
con caramelo fundido por encima. Igual que cuando era niña: después de una
pelea con mamá, una tableta de chocolatina mojada con mis lágrimas.
Jueves, 21 de febrero:
El principio de neumonía por el que me hospitalizaron el pasado domingo
ya lo he remontado. Mañana a casa....¡¡¡Hurra!!! Parece ser que esta vez no iba
todavía en serio. Por lo visto los de Arriba me han concedido otra prórroga.
Postdata: ¿Qué habrá sido de la señora Teresa? He estadi tentada de
preguntar por ella a cualquier auxiliar pero al final no me he atrevido. Mejor
ignorar...siempre ignorar.
* * *
Estas son las pequeñas notas que tomé de esos días que pasé el mes
pasado en el hospital y que tan cerca me vi del final. Pero cuando ya comenzaba
a olvidarme del susto de esa repentina hospitalización viene a asustarme otra
circunstancia y es que vengo observando que cada vez me duran menos los efectos
benéficos de las transfusiones. Comencé por acudir a ella cada dos semanas y
ahora a los nueve o diez días he de ir ya pues pasados esos días ya casi no
puedo respirar y me muevo con mucha dificultad. No hago más que repetirme que
me debo ir acostumbrando a que me venga alguna mala noticia procedente del Hospital
cualquier día de estos. Hace ya más de dos meses que introdujeron mis datos en
la Fundación Josep Carreras, pero no responden, debe ser porque aún no ha
aparecido nadie que tenga una médula similar a la mía. Mejor no pensar. Lo
mejor sería dormir, dormir y despertar cuando te avisaran de alguna solución y
si no, mejor dormir, dormir para siempre. Mario ha pasado toda la mañana fuera
de casa. Ha ido al Hospital Civil para hacerse donante de sangre pero no lo han
admitido por la artrosis que padece, y luego me ha dicho que pasaría por las
oficinas de nuestra compañía médica para sellar unos volantes. Los días que me
ponen la transfusión de sangre aprovechamos para hacer pequeñas excursiones
porque son los días que me encuentro algo más fuerte. La semana pasada fuimos a
Archez donde Mario queria contemplar de nuevo el minarete árabe de su iglesia.
Cuando ya estábamos de camino le pedí a Mario que parásemos en Nerja, quería
pasear un poco por el balcón de Europa. Cuando nos conocimos, vinimos una noche
de San Juan a echarnos el agua en sus playas. Mario bebió algo más de lo que
acostumbra a beber y cuando subimos al Mirador estuvo un rato haciendole
reverencias a la estatua del rey Alfonso XII y tomando poses a su vera. Algunos
turistas aplaudían la farsa como si la
estuvieramos montando para ellos exclusivamente. Como no era un día festivo el
Balcón de Europa, que es por donde Nerja se asoma mar, estaba bastante suave de
público o en palabras de Mario, con un indice de densidad humana bastante
soportable. <<>>RELLENAR<<>>
En el campanario de la iglesia de Archez se ha conservado intacto todo
el cuerpo de la antigua mezquita. Mario, que ha vivido casi toda su juventud en
Marruecos se quedaba extasiado mirando el artesonado. <> Comentamos que nos recuerda mucho a las
torres mozárabes que vimos en Teruel de ladrillos vistos. Arriba le han añadido
un cuerpo, blanqueado con cal de donde cuelgan la campana y lo han cerrado todo
con una techumbre a cuatro aguas. En todos estos pueblos ha ocurrido lo mismo:
Cuando entraron los cristianos solo le cortaron la parte de arriba, desde donde
el mujadín lanzaba al aire sus llamadas al rezo para colocar la campana y el
resto ni lo tocaron. Se conserva entero todo el cuerpo del minarete de la
mezquita construido con ladrillos que forman arabescos, bajorrelieves y falsos
arcos en sus cuatro caras. Parece casi milagroso que se haya conservado en tan
buen estado. Pero reflexionando un poco creo que esa conservación tan aceptable
a lo largo del tiempo de estas obras construidas hacen ya casi seis siglos
demuestra que estos pueblos han estado aislados todo ese tiempo y que al
haberse convertido en templo cristiano lo salvo de la depredación fanática de
éstos. Es como si lo hubiesen disecado: ha muerto como objeto de culto del
Islam pero su figura vaciada de todo contenido religioso musulmán y rellenado
de cristianismo le ha servido no solamente para mantenerse lejos de los ataques
sino que se hicieron merecedores de las más solícitas atenciones por parte de
quienes en no pocas ocasiones han sido sus depredadores. Según me cuenta Mario
son muchos los pueblos de nuestra tierra donde se conservan estas mezquitas
mutiladas, o mejor dicho: decapitadas. Eso precisamente las salvó: cambiar de
amo. Desde el mismo lugar donde al atardecer se extendía como una banda de
palomas por todo el caserío las notas dolientes del mahaidin llamando a la
oración se abre ahora el bronce en flor de una campana anunciando la muerte y
la vida; toques de bautismo y toques de difuntos.Y da escalofrios pensar,
mirando estas fachadas intactas que han pasado por ella nada menos que
quinientos años.
Después de de visitar el minarete árabe de la iglesia, fuimos a comer a
un restaurante cuya terraza comedor cuelga de un acantilado al fondo del cual
se ve el valle sembrado de pequeñas casas de campo con la cinta azul del mar al
fondo.A pesar de las protestas de Mario acompañé mi plato de migas con unos
vasitos de vino dulce.
Estos pueblecitos de la Axarquía me recuerdan mucho aquellos que
visitamos hace un par de años en el interior de Grecia, en la Grecia montañosa,
como Dimitsana, con su caserío blanco rodeado de montañas cubiertas de árboles.
Mientras subiamos la carretera con la vista del caserío arriba me recordaba la
ascensión a San Gimignano, un pueblecito de la Toscana en Italia. Después de
almorzar subimos por una pista de tierra hasta una altura desde la que se
divisaba todo el caserío de Archez a nuestros pies, apiñado con sus casas
blancas alrededor del rojo minarete de la antigua mezquita. A medida que iba
cayendo el sol y el pueblo se iba cubriendo de sombras, saltaban aquí y allá
las farolas a medida que se iban
sumergiendo en la obscuridad y ob edeciendo a las ordenes de la celula
fotoelectrica de la que ya todas disponen. El efecto que produce contemplado
desde cierta lejanía es incluso enternecedor pues parece como si se hubiera
establecido un dialogo entre las luces y unas a otras se van pasando el
tgestigo. Un atardecer similar fue el que contemplamos desde la ventana de la
autocaravana en el pueblecito de Dimitsana. Pero aquí, a medida que la
obscuridad se iba haciendo más penetrante comenzaban a destacase las mariposas
encendidas de las tumbas en el cementerio, todas temblorosas.
Anoche llegué de esta excursión más cansada que otras veces. Parece
como si las transfusiones me hicieran cada vez menos efecto. Dormí mal y con
pesadillas. Aunque el paseo parece que le ha sentado bien a mis piernas que
esta mañana no han amanecido tan inflamadas.
Desde las ventanas del salón, en dirección al mar, solo se puede ver
una masa gris donde todo se ha diluido y apenas si se distingue una debil raya
allá donde acostumbramos a ver el horizonte desde esta altura. Las barcas
duermen boca abajo echadas en la arena de la playa y a su vientre acuden las
gaviotas buscando refugio del fuerte vendaval. Stefan, ayer domingo,
aprovechando la ayuda que le ofrecía un vecino de los que vienen unicamente los
fines de semana ha podado el pino enano que ya nos iba tapando la vista del
mar, y esta mañana, las ramas amontonadas en el cesped y agitadas por el viento
parecían los cadaveres de unos extraños y gigantescos pavos reales verdes,
verdes...Y el aspecto que ofrecía el pequeño árbol, no sé por qué me ha
inspirado cierta pena, ver sus muñones blancos supurando resina. Parece un niño
de Asilo recien pelado. El mirlo, que nos acompaña todo el año, ha enmudecido.
Pasea por entre las plantas negro y mudo como un pequeño luto. Ya no deja oir
ese garabito agudo que lanza desde los tejados cuando acude al jazmín para
cazar alguna musaraña que crece entre sus flores. Séneca no sale al patio. Por
más que en el parterre, abandonado a su aire, ha crecido una alfombra espesa y
tierna de pequeños tréboles, prefiere ovillarse en lo alto del sofá y bostezarle
a la lluvia, o sorprenderse por el quiebro brusco que una rama del jazmín traza en el aire.
Mario lleva todo el día muy pensativo. Apenas habla. El motivo de esa
pequeña depresión no necesito preguntárselo: ha estado mucho tiempo, a primeras
horas de esta mañana hablando por teléfono con su hermana, que vive en
Canarias. Nació, su hermana, la última de la familia y fue el fruto de otoño de
unos padres ya casi encanecidos. Y es la única hembra de todo el clan, la
ansiada hembra que todo matrimonio espera después de haber convertido la casa
en un serrallo de hombres. Se le queja a
Mario de que ya no puede más, de que son más de quince años aguantando las
manías del padre. No se cansa de repetir que los cuidados del padre con una
responsabilidad de todos los hermanos y que ella y sus hijos tienen ya derecho
a un más que merecido descanso. Mario le ha prometido que este verano, él,
solo, acudirá a su casa para cuidar del padre mientras ella y su familia se
toman dos o tres semanas de descanso en alguna playa del sur de la isla.
Tampoco va a ser gran cosa –me dirá después que le comentaba ella- pero que
esos pocos días de asueto los necesita; sus nervios –dice tratando de ironizar
algo- se encuentran ya en la antesala de la esquizofrenia. Que necesita ese descanso
más que el comer y aprovechará esos días para hacer un nuevo intento de dejar
el tabaco. Total, nada del otro mundo: un par de semanas en un hotelito del
sur, aplaudiendo las ocurrencias de un animador pelirrojo y con aspecto de
estudiante de quimicas que mientras suelta por el micrófono algún chistecito
multimedia de colores no demasiado subidos está pensando en los días que le
quedan de trabajo y en el momento en que tendrá que volver al paro forzoso o a
la pequeña subvención del gobierno autónomo, previsto en el apartado
<>. Por las noches, después de la cena, en
un chiringuito junto al mar, con el aire perfumado de sardinas asadas, caerán
un par de boleros bailados a contraritmo, recordando antiguos besos de juventud
mientras se pisan el uno al otro las puntas de los pies. Él, trabucando verbos
y adjetivos intentará recordar la letra de aquel bolero que siempre los
levantaba de la mesa. Ella, riéndose de sus dolores de pies pedirá un
<> y al primer sorbo le vendrá a la mente la imagen
de aquel joven soldado que la galanteó en el pueblo y con el que a punto estuvo
de casarse. Él, después de retreparse en el amplio butacón de mimbres, pedirá
un uisqui de una enrevesada marca ya inexistente, viejo fantasma que los ecos
de ese bolero le trae desde algún guateque de la adolescencia. Los camareros,
muy profesionales ellos, harán como que buscan por entre la amplia botellería
ahogando una risita de conejo extemporanea, y al final le pondrán uno de esos
de “gama alta”, como el que toman los yuppies en sus cenas de trabajo, y él se
lo tomará a sorbitos cortos, eucarísticos. Hace tanto tiempo que no se toman
unas vacaciones que, a la hora del baño, ella se sentirá ante las instalaciones
del <> tan perdida como sin duda se sintió Crusoe al llegar a
su isla. Él, con su cuadernillo de sudokus delante y la cerveza helada al
alcance de la mano volverá esos días a creer en los hombres. A pesar de todo,
durante esas cortas vacaciones, un angel habrá pasado junto a ellos y ella, en
ese instante fugaz y eterno se habrá sentido como una rosa acabada de nacer, y
él como un caballero <> que acaba de conocer a una
dama en un balneario suizo. Entre sorbo de uisqui y arrumaco de ternura la
presencia periodica de alguno de sus dos hijos les recordará el tiempo que ya
ha pasado y todas las rosas que ya han fenecido mientras ellos, cogidos de la
mano, esperaban el autobús de la felicidad que, como todo el mundo sabe, no
pasa dos veces por la misma estación.
Mario, siempre que me habla de su padre lo hace con cierta acritud.
Cuando nos conocimos, y para llamar mi atención se refería a su padre con unos
calificativos que, en un principio me desconcertaron bastante pero que cuando
llegué a conocerlo algo mejor les concedí la importancia que se merecían, ni
más ni menos. Desde que nació su hija, trata de coronar con éxito un
sicoanálisis que él, amante del sarcasmo y de la ironía más ácida califica como
de bricolaje y pegamento. Desde que lo conozco no deja de lamentarse de los
palos de ciego que con la escasa ayuda de sus mal escogidas lecturas freudianas
viene dando por las alcantarillas de su YO tratando de encontrarse nuevamente
con aquel niño que se quedó con su manita colgada del aire y un nilo de pipí
cálido y transparente serpenteando por sus piernecitas embutidas en algodón
blanco y en unos zapatitos “gorila” de aquellos (yo también los he llevado) que
traían de propina una pelotita verde con el busto de King-kong coronando su
casco polar, encontrándose al final de cada recodo (y sigo utilizando palabras
suyas textuales) de su enrevesado YO con la siniestra figura del padre.
Yo, mientras lo oia hablar por telefono con su hermana pensaba que le
iba a negar, como suele decirse en estos casos, el pan y la sal pero al final
de la conversación le ha dicho que si, que irá a Las Palmas este verano. Cuando
ha terminado de hablar y ha colgado el telefono me ha manifestado sus temores a
una convivencia demasiado estrecha con el hombre que, según le grita la
genética es su padre, pero que su propio corazón lo niega insistentemente con
cada latido. Cuando lo conocí en el colegio en el que trabajábamos juntos me
llamó la atención la excesiva agresividad que manifestaba cuando salía a
relucir en la conversación cualquier tema relacionado con eso que llamamos la
familia, nuestra familia. La ácida ironía que rezumaban sus palabras cuando
hablaba de su padre me lo hacían, no sé por qué, todavía más atractivo de lo
que ya era a mis ojos. Con mi afición desmedida por todo lo relacionado con los
conflictos humanos, los fragmentos que iba conociendo de la biografía de aquel
joven profesor, fumador compulsivo, que los sábados por la mañana se iba a
pasear por el campo con “Estrella”, una yegua joven que se compró nada más
llegar al pueblo y una novela de Baroja en el bolsillo, me atrajo desde el
primer instante. La mediocridad y la grisalla crece con tanta facilidad en
nuestra profesión que, tratándose de una persona como yo, no resulta extraño
que me quedase anonadada ante una personalidad tan pronunciada, con tantos
entrantes y salientes, como las costas griegas. Dicen, los que me conocen, que
siempre busco los tramos más dificiles para transitar por cualquier terreno de
mi biografía, y es posible que no les falte razón.
Mario me ha traido esta mañana un precioso <> de
tapas rojas con letras doradas y una hermosa pluma estilográfica de acero y
oro. Me dice que mañana la llevará al platero para que le graben mi nombre. La
marca del bote de tinta es la misma que la de la pluma de lo que deduzco que le
ha debido de costar bastante dinero. A esta no le pasará lo que a las modestas
“hurricanes” de veinticinco pesetas con las que haciamos las “copias” en el
colegio y que cuando como castigo eran demasiado largas y la pluma se calentaba
entre nuestros dedos comenzaba a escupir tinta por su cabecita de pescado
dorado; recuerdo que las barras de tiza del encerado estaban todas manchadas de
azul o negro de absorber tanto vómito estilográfico, y si cierro por un
instante los ojos puedo sentir en mi olfato el olor de almendra amarga de
aquella tinta que don Antonio fabricaba con unos polvos que le mandaba un
sobrino suyo desde una imprenta de Córdoba. De todas formas a mí, la
estilográfica como herramienta escolar me pilló casi de refilón pues enseguida
aparecieron los boligrafos franceses, los BIC. Papá nos traía desde su Cuartel,
junto con alguna resma de papel cebolla, un surtido de boligrafos “de cristal”
de todos los colores; mamá se las veia y se las deseaba para hacer desaparecer
esa tinta tan espesa de las mangas o las pecheras de nuestras camisas de
uniforme. Y eso que, como los garbanzos, las dejaba en remojo toda la noche con
una buena ración de “Tide” que era el detergente en polvo que dio brillo y
esplendor a toda mi infancia y parte de mi adolescencia.
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