XV
Todavía no he registrado en las páginas de este Diario, con su
verdadero nombre,con su nombre popular, obviando los latinajos de la jerga
cientifica, la enfermedad que padezco. Todavía no me he atrevido, ni creo que
me atreva nunca a escribir ese bisílabo esdrújulo tras el que se oculta tan
terrible mal. Si. Si. Lo sé perfectamente. Me comporto, en eso, como aquellos
primitivos fetichistas que con el pánico dibujado en sus rostros se tapaban los
oidos y hacían ruidos con la boca para enmudecer al brujo que sujetando el
cielo con las manos y los ojos como dos tomates maduros pronunciaba la palabra
tabú, el nombre impronunciable e impronunciado, el apelativo contaminado y
contaminante, el logos sagrado para la tribu, ante cuya sola insinuación caían
todos a tierra como fulminados por un rayo. Algo parecido observo en ese
síntoma mío de agrafía puntual para la palabreja de marras. Si algo me puede
disculpar este comportamiento es que a fin de cuentas no estamos tan lejos de
los dinosuarios como puede parecernos a simple vista: apenas nos separan de
ellos un Burger King y unas tarjetas de crédito. Por lo pronto, ahí tengo a
Séneca, que obedeciendo a su código genético hace otro tanto; cuando comete
alguna irreverencia doméstica, como poner a mis pies, eso sí con todo el ritual
que la situación requiere y con todo su cariño, rabos danzantes de lagartijas y
otras lindezas, y Mario o yo misma lo amenazamos con un gesto que él tiene ya
codificado en su memoria y no le deja resquicio alguno para la duda, él, como
única respuesta a la agresión se estruja como una vileda contra el fondo de su
cesta y se limita sencillamente a cerrar los ojos. Piensa, tan equivocadamente
como los humanos, que si deja de ver el peligro, el peligro ha dejado de
existir. Para él, una vez cerrados los ojos el peligro ha dejado de existir, el
cachete ha dejado de tener entidad. No conoce otra forma de conjurar el cachete
que se le viene encima, ese sunami inesperado que le cae del cielo provocado
por su comportamiento. Y cuando el guerrero caía en el lecho herido por el
colmillo de alguna presa o por la lanza enemiga, el hechicero le pintaba el
cuerpo con los tatuajes con los que el enfermo solía cubrir su piel cuando iba
a la guerra, y extiende a continuación sobre la cama todos los aparejos de caza
tan familiares para el convaleciente. Y el hechicero después de este atrezzo
abandonaba la choza convencido de haber cumplido más que sobradamente con su
código hipocrático. Ni que decir tiene que hasta que Europa no les llevó la
penincilina, el noventa por ciento de los guerreros morían indefectiblemente,
eso si, artísticamente tatuados y cubiertos con sus trofeos de caza, pero
morían, ya lo creo que morían.
Pero yo, una hija de mi siglo más o menos afortunada si sé
perfectamente que aunque no la nombre, ella está ahí, en mis celulas,
trabajando afanosamente para cumplir su Destino que es el mío. Anteayer, por
ejemplo ya me envió un recordatorio de su presencia, y de madrugada tuvimos que
salir rapidamente para Urgencias donde, nada más llegar, y al oir, de
labios de Mario el nombre de la Doctora que me está tratando, me llevaron
en una silla de ruedas al Departamento de Transfusiones. Mario se había
asustado mucho cuando en mitad de la noche lo desperté con síntomas de asfixia.
Poco a poco y con su ayuda pude relajarme y retomar el ritmo respiratorio hasta
tranquilizarme algo. A la enfermera que ha vigilado mi transfusión no he
conseguido sacarle ninguna información; me dice de manera rotunda y firme que
no están autorizados a hacer ningún tipo de diagnósticos. Y lo de siempre: que
no me preocupe. Y ¿cómo no me voy a preocupar?. De todas formas al final lo he
leido en el Informe que nos han entregado al marcharnos: una bajada de los
neutrofitos. Lo que no he querido preguntar es el significado de esa bajada de
neutrofitos, las consecuencias que el descenso precipitado de la
población de esos bichitos pueda tener para mi nivel de salud.
Alrededor de las doce o la una de mediodía salimos del Hospital y
almorzamos en el restaurante que hay enfrente, al otro lado de la Plaza. He
observado que mi pañuelo ajustado a la cabeza, y mi rostro demacrado por la
quimica no llaman la atención de los camareros de este restaurante. Hablan
conmigo como si lo hicieran con una persona completamente sana. Me he sentido
cómoda, pero este restaurante, con los camareros acostumbrados a servir
enfermos no deja de ser un ghetto, otro rincón donde el personal que te sirve
está acostumbrado a tratar con esa enfermedad.
Después de comer le he pedido a Mario que me lleve a unos almacenes
de ropa; quiero cambiar el pañuelo por un sombrero de fieltro. No he soportado
la estancia en los probadores y he huido hacia el aparcamiento con Mario
tratando de alcanzarme pensando que me había ocurrido algo peor. Incluso pidió
a una de las dependientas que avisaran a un médico.
Y ayer por la tarde, se presentó mi hermana en casa con tres o
cuatro modelos para que yo eligiera a mi gusto. Me he quedado con dos. Y aunque
es una prenda que nunca me ha gustado usar es preferible al pañuelito pegado a
la cabeza.
Mario, por expreso deseo mío ha cubierto los dos espejos del
cuarto de baño con sabanas para no verme desnuda en ellos cuando me duche esta
noche. Ya he tenido bastante escarmiento con la experiencia de los probadores
del Corte Inglés. Nada más abrir la puerta te encuentras de pronto con esa
persona que te mira desde el fondo del espejo. Y por más esfuerzos que haces
por reconocerte en ella no lo consigues. Porque no es lo mismo que te mires
directamente esta parte o aquella de tu cuerpo a enfrentarte con ese rostro que
parece como salido de las catacumbas. No me atrevía a escribirlo tan
directamente pero...es verdad...es la cara de la Muerte, no de cualquiera sino
de la mía, de mi Muerte.
Son más de las doce de la noche cuando tomo estas notas. Mario
duerme, y Séneca, junto a mi sillón, runrunea en su cesta de mimbre, encogido
como un donuts; de vez en cuando, como si soñara, maulla y hace gestos de pelea
con la cara. Posiblemente estará soñando con Humo, ese gato grande y viejo, con
uñas, que es algo así como el matón del barrio del barrio de los gatos pero -y
eso lo ennoblece a mis ojos- mostrando siempre algo de benevolencia con los
gatos demasiado viejos o demasiados jóvenes. Desde la mañana a la noche
patrullea por toda la urbanización poniendo orden entre todos los felinos.
Desde que no hay perros sueltos por las calles los gatos hasta han cambiado su
forma de andar; ya no caminan pegados a las paredes, o, mirando por una esquina
antes de atreverse a cambiar de acera. Cuando yo era muy niña, aparecía casi de
madrugada por las calles de Huelin el perrero municipal;era cojo y bizco,
mojaba sus ejecuciones sumarisimas en aguardiente de garrafa y los domingos
limpiaba nichos en el cementerio de San Rafael. Traía un carrito tirado por un
burro y, con sus andares de patíbulo iba soltando por las esquinas pitracos y
carroña del matadero municipal. Y cuando el pobre bicho se entregaba por entero
al festín, le iba entrando sin darse cuenta, por su famélico pescuezo el
fatídico collar de esparto. En tiempos de vacaciones escolares el perrero no
aparecía por el barrio, porque los niños se encargaban de espantarle la
cacería. Ya no hay perreros, porque no hay perros, quiero decir, perros sueltos
por las calles. Creo que poca gente se habrá fijado en este cambio que ha
surgido entre esos compañeros de cuatro patas que nos vienen acompañando
casi desde la Prehistoria. Los gatos andaban pegados a las paredes, no se
atrevían nunca a enseñorearse en mitad de la calle y estaban siempre
vigilantes, atentos al ladrido o al mordisco que le podía llegar por el lugar
más insospechado. Humo, que, naturalmente, pertenece ya a esa generación de
gatos que ha crecido sin tener que defender su territorio de ningún perro
callejero no ha generado esos guiños y esos movimientos sigilosos que siempre
han caracterizado a estos felinos, y anda, como un jubilado, pisando el cesped
y sesteando al pie de un árbol, sin molestarse en subir a él. Parece un gato de
ricos paseando por el jardín de su casa. Cuando la salamandra se baja de la farola
y el sol comienza a quemar en rosa las últimas hojas de la yuca; la grisura
naturaleza de Humo, como una duna de cenizas, se encuentra ya derramada sobre
la veranda de su casa, vigilando, con un parpadeo doliente el despertar de toda
la urbanización. El año pasado nació un niño en la casa de los dueños de Humo
y, al parecer por prescripción facultativa, el minino fue desterrado de la casa
de una manera total e irreversible. Una mañana Humo se encontró con su cesta de
mimbre en el porche de la entrada y un recipiente de agua fresca un peldaño más
abajo, recipiente que la joven dueña mantiene renueva todos los días, junto con
la dosis habitual de pienso. Cosas de la alergia comentan las vecinas cuando
pasa delante de ellas, con la cabeza bien alta, el joven proscrito. Si se
hubiera tratado de un perro es posible que no lo hubiesen tratado con tanta
dureza, vencidos sin duda por los ruegos lastimeros del perro. Pero el gato es
más orgulloso, tamaña pérdida de dignidad y humillación no va con su carácter.
Humo no ha cambiado en nada su regimen de vida....Ya vivía en la calle. Hasta
pensé en pedirles a los dueños que me traspasaran su tutela. Estoy convencida
de que si los dueños vendieran la casa y aparecieran unos nuevos moradores Humo
permanecería completamente impasible. Si acaso un leve bostezo ante la caricia
forastera. Cuando paso junto a él y me brinda una de sus miradas de esfinge de
una indiferencia casi hiriente pienso que debe ser hermoso convertirse en una
leve gatita de andares elásticos y despertar los deseos más primitivos de este
soberbio animal; debe resultar grato nadar en el mar gris y sedoso de su
pelambre, acunada el alma por el runrruneo de sus aguas interiores. Por cierto,
no se llama Humo; solo nosotros lo llamamos así; su verdadero nombre, que
parece sacado de un telefilm americano, no es tan poético. La pandilla de gatos
sin casa que viven junto al taller de carpintería y que se alimentan en
comandita de la caridad ajena, no se atreven a circular por esta parte de la
urbanización. Ya les leyó Humo la cartilla al jefe de ellos el pasado invierno.
Ahora, cuando organizan alguna expedición al vertedero que está junto al
Cementerio para recoger algunas raspas de sardinas o lamer alguna lata vacía de
mejillones, han de rodear toda la urbanización, y Humo, acostado en el cálido
ojeaje del tejado de su casa vigila el paso de la famélica legión como un Josué
valiente, indiferente a los maullidos de protesta de los sin casa. Espero que
nunca aparezca ese perro anónimo que lo haga huir con el rabo entre las patas y
rompa en un instante esa imagen de "guericuper" felino que me he
forjado en la mente con este minino.
He vuelto a retomar la lectura del libro que había comenzado en el
viaje: se trata de una edición de bolsillo de Las Olas, de Virginia Wolf. A las
cuatro o cinco páginas he abandonado su lectura; me ha parecido de una tristeza
agobiante. Mario critica mucho esta inconstancia mía para sostener la lectura
de un libro una vez comenzado aunque no se ajuste mucho a lo que en ese momento
me apetece leer. Él en cambio es un robotito, como lo califiqué yo cuando, al
conocernos, y en aquellas charlas que mantuvimos durante nuestro cortisimo
noviazgo en el bar Kaché de la Malagueta, contrastábamos nuestos gustos
literarios entre uisqui, ducados y besuqueos. Me confesó entonces, y en los
años que llevo con él vividos lo he podido confirmar que cuando pasa de las
diez páginas de un libro y no le gusta, en lugar de devolverlo a las
estanterías de la biblioteca convierte el acto lector en un acto de voluntad.
Claro que, añadía a continuación con cierta gracia que no abre un libro a
tontas y a locas. Él lo compara al hecho de atravesar un rio andando de piedra
en piedra; una piedra te lleva a la siguiente; a él un autor lo lleva a otro
autor. Eso dice. Yo estoy muy lejos de ser así, llego a la volubilidad más
absoluta, incluso al fetichismo: hasta el nombre de un autor, o el aspecto que
ofrezca en la foto que muestra en la lengueta del libro puede echarme para
atrás o moverme a abrir sus páginas dependiendo de la impronta que su imagen
deje en mí. Solo se rompe esa norma cuando alguien con quien mantenga unas
buenas relaciones o que haya despertado mi admiración por cualquier futesa me
recomienda cualquier título, entonces hago esfuerzos sobrehumanos para concluir
su lectura y procurar darle una buena impresión a esa persona. Creo que a eso
se le llama padecer el síndrome del camaleón. En cambio no soy nada feminista,
como huye el gato escaldado del agua así yo también huyo de esa
"literatura para mujeres" que tan mala literatura ha llevado a los
estantes de las librerías comerciales. Si un libro me resulta pesado tanto me
da que su autor sea hombre o mujer. Desde muy joven he cometido el error de
elegir las lecturas de manera circunstancial, atendiendo al estado de ánimo que
me embargaba en ese momento, de forma que mi nivel alto o bajo de vitalidad en
el momento de acudir a la biblioteca lo proyecto en mis criterios de selección
de lecturas y así me ocurre lo que me ocurre....Pero, en realidad, no sé porqué
escribo todo esto.
Están dando ahora las campanadas de las dos en el reloj del
Ayuntamiento. Séneca se ha desvelado y busca alguna musaraña por entre los
libros polvorientos de los rincones. No encuentra nada que entre en el catálogo
de sus apetencias culinarias. Me mira y bosteza y después se sienta delante de
la puerta. Cuando le abro, se escapa como un líquido por la primera rendija en
busca de su pienso. Vuelvo a sentarme. Abro el libro de la Wolf y leo sin leer.
El sueño no llega. La noche va a ser larga...
Las campanadas de las tres me sorprenden en el Mirador que se
asoma sobre la carretera; una explanada, como el "balcón de Europa"
de Nerja, donde cada verano la asociación de vecinos organiza la verbena de San
Juan con la que da comienzo oficialmente la temporada de baños abriéndose la
piscina comunitaria. Y cuando escribo que dan las tres campanadas (o las que
sean) no hay que tomarlo en el sentido literal del verbo "dar", en el
sentido de golpear el badajo sobre el bronce, porque en este caso ni hay bronce
ni hay badajo; se trata de un microchip, seguro que japonés, conectado a un
altavoz casi seguro que chino que se ponen de acuerdo a través de su circuito
para fingir malamente, todo hay que decirlo, la voz grave y serena de esa
antigua aleación; ¡quémás quisieran! se quedan muy lejos de ese noble metal, no
llegan ni siquiera al estaño. Será porque, a diferencia de Mario que se lleva
fatal con el "dorremí", yo simpre he tenido un poco de oido para la
música será por eso que distingo con poco esfuerzo desde el salón de nuestra
casa las campanas de la Iglesia, que no son virtuales, de esta bazofia sonora
que nos sirven ayudándose de la electrónica y aprovechándose del resquicio que
les deja el mal gusto del respetable que tiene los oidos completamente ayunos
de mozart y otras exquisiteces.
Las calles están completamente desiertas, pero es tanta y tan
potente la iluminación en todos sus rincones, esquinas y plazas que aún la
soledad es más patente. Los anuncios luminosos emiten una y otra vez su mensaje
publicitario, como las dos o tres cruces verdes de las diversas farmacias que
deshojan a destiempo sus pétalos de neón verde en combinaciones que quieren ser
cada vez más sorprendentes. El semáforo que se encuentra junto a la Parada del
autobús mantiene conectado su poker de rojo, verde y ambar y cuando se pone
verde los coches no le obedecen, continuan dormidos sobre el arcén. Y hace
pocos instantes, estando en rojo, se le coló un taxi soñoliento. Visto desde
esta altura no me extrañaría que el taxi fuese completamente vacío, quiero
decir...hasta sin conductor.
Siento como si me encontrara nuevamente mirando la ciudad desde la
ventana del hospital.
Entre los huecos de los edificios se ve el encaje de espuma de la
playa tejiendose y destejiendose como una incansable tricotosa. Desde donde me
encuentro puedo ver, en el espigón de la ermita, el campo estelar de las velas
encendidas ante la virgen y me han venido a la mente las imágenes de los
cementerios griegos poblados de mariposas y velas que iluminan la foto y la
lápida de los difuntos. Desde casi cualquier punto del pueblo, se ve de noche,
esa pequeña galaxia de los muertos. Así debe resultar dificil olvidarlos. Todas
las noches griegas son noches de difuntos. Sentados sobre una de esas lápidas
blanqueadas de cal y de huesos del cementerio de Patras, puerto al que habíamos
llegado esa tarde procedentes de Brindisi, al sur de Italia, bebiendo cerveza
"Mithos" y fumando "ducados" me contó Mario las vicisitudes
de su primer viaje a Grecia en su época de estudiante: A bordo de un viejo
"renol" salieron de Barcelona con la intención de llegar hasta
Albania donde algunos miembros de la expedición pretendían santificar su
comunismo militante, como esos jovenes clérigos que acuden en peregrinación a
Fátima para recibir en su alma el certificado de calidad de su fé. No es casual
la captura que del militante católico hacían la hoz y el martillo en los
tiempos duros de la Dictadura. Se necesitaba mucha fé para comulgar con las
ruedas de molino estalinistas, hasta cuando venían acompañadas del dulce jarabe
de la revolución social. En el Valle del Po, decía, mientras se deleitaban con
los rizos florentinos de la piedra o los frescos del Gozzolo aprovecharon el
viaje para abastecerse de hortalizas y tubérculos para todo el viaje, y, ya una
vez llegados a Grecia, de los altarcillos levantados en los caminos, tomaban el
aceite de maiz para freir las patatas y hacer la tortilla. No entraron ni una
sola vez en ningún camping; en Yugoslavia se los iba a llevar una rambla de
agua, y todos, menos el propietario de la tienda en la que dormían, todos con
un espíritu verdaderamente fenicio, huyeron como ratas a refugiarse en el
coche, del mismo propietario que se quedó el pobre atado a los mástiles de la
tienda como un patetico ulises entre sirenas de barro y patatas fritas mojadas.
Y en Hungría a punto estuvieron de ser devorados al montar la tienda durante la
oscuridad de la noche sobre un hormiguero de ratas del tamaño de un gato
romano; gracias a que los encantadores animales estuvieron toda la noche
entretenidos con los restos mortales de cuarenta o cincuenta vacas se salvaron
del tifus o la rabia. No se libraron, sin embargo, al abandonar la europa
comunista del chiste facil que sobre la docilidad y el conformismo que los
españoles manifestaban con la dictadura franquista hacían los guardias de
aduana con todos los hijos de la peninsula ibérica que con la cabeza llena de
tópicos y de consignas iban a sus tierras para fortalecer la fe de su
incipiente comunismo, chistes que los más ingeniosos aderezaban con gestos de
una expresividad y elocuencia cosmopolitas preguntándoles con cierto retintín
por el "Caggo de Manolo Egggcobag" o por las "tetas de Saggita
Montiiiel" (me resulta muy dificil transcribir la fonética y la gracia con
que Mario imita a su compañero de viaje. El entrecomillado es una burda
aproximación). El comunista del grupo -continua Mario- empleó los cincuenta o
sesenta kilómetros siguientes en justificar intelectualmente -como un
articulista del Viejo Topo, ironizaba Mario con cierta acritud- las carcajadas
que se oían, procedentes del puesto fronterizo, al arrancar ellos el vehículo.
Se salvaba de todo ello la industria automovilistica pesada de Albania, con
cuyos potentes camiones se cruzaban en las carreteras. Es posible que algún
hijo de uno de aquellos conductores albaneses de los años setenta fuese uno de
aquellos jóvenes que veiamos en el puerto de Patras, harapientos, sucios y
comiendo un trozo de pan mojado en "ouço", el fortísimo aguardiente
griego, mientras acechaban desde los bares cercanos el movimiento de los dos o
tres carabineros que vigilan la entrada para en el momento preciso dar el salto
y entrar clandestinamente en el paraiso europeo, también a bordo de un camión
pero no conduciéndolo, como antaño hiciera su padre lleno de orgullo soviético,
sino con una ubicación bastante más incómoda y eso si mucho más peligrosa, más
cercana a las ruedas bajo las cuales no pocos terminarán aplastados en su
huida. A nosotros mismos, cuando abandonábamos el puerto para comenzar nuestro
periplo griego, nos pidieron esos guardias muy educadamente entrar en la
autocaravana para "echar un vistazo" dicho en griego y ayudado con la
mímica internacional. Y no llevaríamos rodados ni tan siquiera cincuenta
kilómetros cuando nos ocurrió la primera anécdota graciosa de nuestra estancia
en Grecia y que estuvimos recordando todo el viaje. A Mario se le habían
agrietado los labios. Y al pedirme la crema de coco para untarse yo misma, sin
que él quitara las manos del volante le fui untando de mi carmín rosa que yo
compraba siempre enriquecido con coco, así que le dejé unos labios muy
femeninos. Yo iba echada en la cama cuando se detuvo en un puestecillo
ambulante de naranjas y se dirigió a comprar sin limpiarse antes los labios.
Cuando me asomé para el parabrisas los dos chicos que atendían la venta se
reían a carcajadas entre ellos y, cuando Mario no los miraba se señalaban entre
ellos los propios labios....Habían tomado a Mario por un maricón redomado y sin
penitencia. Mario, expurgaba en su monedero los céntimos de euros (ya estábamos
en la Grecia del euro) para pagar la mercancía. Todo lo rapidamente que me fue
posible, me puse mis braguitas negras más atractivas y después de desprenderme
de los sujetadores me desabroché estrategicamente algunos botones de la camisa
y bajé de la autocaravana con los andares y el contoneo de la más cursi
imitadora de "la Loren" y me eché en brazos de Mario buscando
ansiosamente su boca, gesto que a los pobres muchachos dejó desconcertados,
pero que, haciendo verdad aquello de que una imagen vale más que mil palabras,
se desprendieron al instante del prejuicio estético que los llevara a
pensar en la posibilidad del confusionismo sexual de mi compañero de
viaje. Mario, no salía de su asombro y pensaba si no me habría bebido yo de un
golpe su botella de "ouço" que él llevaba siempre en el frigorifico.
<>
le susurraba yo al oido mientras tomaba una de sus manos con la mía para
clavarmela yo misma entre mis nalgas. <>
Y le volvía a relamer la boca para llevarme entre mis dientes los restos de la
dichosa crema rosa.
...Y la isla de Korfú. ¿Cuándo volveré a Korfú?
* * *
Cuando me he despertado esta mañana, Mario ya se había ido para el
bar donde desayunamos cada mañana. En la casa de al lado, la de Consuelo, se
oía anoche movimientos de sillas y cierres de puertas. Esta mañana he oido
voces en un idioma extranjero, que no era ni inglés ni francés ni alemán y por
la barandilla que divide las dos terrazas ha aparecido cuando he salido a ver
que día hacía, un rostro joven de pelo rubio y piel blanca con dos ojos del
color del cielo. Para no alarmarme repite incesantemente la contraseña
convenida <>
La verdad es que la que menos viene por esta casa es su dueña.
Consuelo.
Me he servido el desayuno en la terraza de la planta baja. Séneca
se ha sentado delante de la verja a esperar a su amiga: una joven siamesa de
pelo claro que es la única que le inspira cierto respeto a Humo, el cual, por
no sabemos qué misterioso acuerdo entre ellos, se aparta respetuosamente del
sendero que corre entre los árboles cuando la joven pasa por él camino de
nuestra casa. Entre el vuelo cautivo de la sombrilla y la contemplación del mar
a mis pies, parece que estuviera navegando en un enorme trasatlantico. Me he
quitado el pañuelo de la cabeza y he dejado que la brisa del mar me refresque
la cara. Al untar la mantequilla me he fijado en mis manos. Aunque hace ya casi
un mes que salí del Hospital, las tengo todavía amoratadas y los dedos no puedo
moverlos sin cierta dificultad.
El día se ha levantado con un Poniente fuerte. El mar parece un
río, un río azul intenso que llevara sus aguas hacia Levante. Y nos parece que
es el agua la que se mueve cuando es el viento el que camina por encima de su
piel azul produciéndole heridas blancas de espuma. Este viento, el Poniente, es
el que trae a las gaviotas de la playa hasta los jardines de nuestra
urbanización. Siempre hay alguna, más joven o demasiado vieja que se deja
engañar por la barca de Stefan y aterriza delante de nuestras casas
creyendo que lo ha hecho en la pequeña cala que hay junto a la Ermita. El
cesped le resulta extraño y entonces se sube a la barca pensando que de un
momento a otro va a aparecer el mar que se ha retirado a quién sabe donde...Los
mirlos, andando como notarios se acercan hasta aquel enorme policia municipal
de levita blanca que quiere dirigir el concierto desde la proa de la barca,
entre geranios y petunias. Ella, la gaviota, ni los mira. Allí permanece
inmóvil con la vista clavada en el mar que se le ha quedado tan lejos, moviendo
la cabeza a derecha y a izquierda alternativamente como un espectador de una
partida de tenis, hasta que el viento de poniente, el mismo que la ha empujado
a ella al interior de la costa le trae el griterio de sus hermanas allá abajo
en la playa. Con cierta pesadez levanta el vuelo y sube hasta la cumbre de
algún viento cercano, y una vez allá arriba, apoyada su quilla de plumas
blancas sobre esa punta de cristal vibrante, abre toda la envergadura de sus alas
y, dejándose llevar entre el cielo y el mar, ejecuta los más bellos
movimientos, perfectamente compenetrada con la brisa marina de la que la
gaviota es sin duda su alma, dibujando en el aire su doliente vals, ese va y
viene que recuerda el eterno retorno de las olas, el ir y venir de las mareas.
Parece una cometa de feria atada por alguna tanza invisible a las rocas del
mar. Así puede estar todo el tiempo que quiera, oteando el horizonte, buscando
en el mar la barca de pesca que rumbea hacia la playa para, una vez
descubierta, lanzarse como un kamikaze sobre la estela de sangre y plata que la
barca va tejiendo con la aguja de su timón y picotear entre los encajes
blancos de su espuma los restos del expolio, ese pescado feo y espinoso que, en
tierra, no se puede convertir en dinero.
Por la atardecida, la brisa viene del interior buscando el mar y
va recogiendo las últimas gaviotas que se han quedado dormidas sobre los
tejados de nuestras casas, o sobre el mástil de alguna grua. Un ligero temblor
de aguas recorre el campo blanco de sus plumas, avisando de que el viento
fuerte está al llegar, entonces la gaviota tercia levemente la punta del ala de
barlovento, y en ese mismo instante, el viento la dispara hacia arriba como una
saeta, siguiendo, como la flecha cuando sale del arco, la linea de una
perfecta parábola que la lleva en pocos segundos a escasos metros de la lejana
orilla, donde se posa, ahora sí, con un aleteo torpe y nervioso: la hermosa
hada de los aires ha dado paso, al contacto con la tierra, como un Tántalo
averiado al prosaico avechucho, proletario y municipal, al que hasta las alas
le molestan ahora para andar. El baile de la cenicienta ha terminado; han dado
las doce en el campanario de la Ermita y en su interior de cal y cera se oye el
dulce mantra del Ángelus, con ecos de piedra marina: <>
Algunos vecinos se han acercado, mientras desayunaba, hasta la
barandilla de nuestra terraza para preguntarme por mi estado. Unos, aunque no
me conocen todavía personalmente, saben de mi enfermedad por otros vecinos, y
quieren mostrarme su consideración. Pero se mueven con dificultad en la
conversación, caminan en el lenguaje con el mismo tiento y temor con el que
vamos pisando las piedras de un río al cruzarlo; con el resabio de no pisar una
en falso y se nos hunda bajo el pie. Nos hemos fregado ya tantas veces y
mutuamente los oidos con las mismas palabras que en estas circunstancias los
diálogos se repiten con una monotonía atroz y las palabras salen ya del
pensamiento completamente vacías de emoción. Las mismas preguntas ya establecidas
en el código de convivencia a las que se responde con una determinada respuesta
que es, por otra parte, la que se espera recibir. Todos mentimos, ellos y una
misma. Normalmente se tiene tan poca facilidad para expresarse que se teme
entrar en el campo de la sinceridad de los sentimientos por el peligro real y
verdadero de que se le escape a uno una impropiedad o una indiscreción en
cualquier momento. Será por eso, pienso, que traen ya todos en la mente ese
manojito de tópicos que te van echando como flores en una mortaja. Los más
discretos, se disculpan y casi pasan de largo por no querer molestar, te
enteras luego que ha comentado algo de tu enfermedad con el vecindario,
normalmente con más sinceridad que cuando se dirigen al propio paciente.
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