XVI
Resulta casi imposible fechar unas fotos y ubicarlas geográficamente
cuando ha pasado apenas un año por encima de ellas. Sobre todo en un viaje
donde se recorre mucho espacio en poco tiempo. Y además, tanto Mario como yo
somos tan poco aficionados a la iconoclastia impresa que en un mismo carrete se
nos suelen juntar las de un viaje con las de otro. En esta última hornada que
nos viene de aparece la efigie de un gato romano asomado a la ventana de una
casa rústica, echado sobre su mantita de retales cosidos, que no recuerdo ya ni
siquiera el pais al que pertenece el felino y la casa. Mario, aunque tampoco es
capaz de localizar al minino de marras en su memoria asegura recordar que fue
una instantanea que yo tomé sobre la marcha al cruzar un pequeño pueblo
de.....Ahí acaba la historia del gato.
Me ha pedido Mario que trate de clasificar las últimas fotos que han
aparecido en el trastero de la autocaravana. Sabemos con seguridad que
pertenecen al viaje que en el año dos mil dos hicimos por Alemania en compañía
de Clara, pero los lugares en los que hicimos cada una me resulta imposible de
especificar. Haciendo excepción de la famosa Catedral de Colonia cuya bella
estructura gótica aparece en la foto ennegrecida por los residuos que la
próspera industria alemana ha ido lanzando a la atmósfera desde su
relanzamiento de posguerra ayudada por los dólares del generoso Plan Marshall y
por la actitud tan decidida del pueblo alemán ante el trabajo actitud que me
viene confirmada todos los días del año por nuestro vecino Stefan que, a modo
de ejemplo sirva decir que cuida del jardín comunitario como no lo hacemos
ninguno de los residentes indígenas. Las malas hierbas que crecen entre las
petunias no conocen la piedad ni el indulto ante la vista de jardinero tan
eficaz y los perros que transitan ante nuestras puertas son sometidos a su
estricta vigilancia para que no dejen en el sendero de piedras que cruza el
cesped ningún incómodo testigo de su más íntima fisiología. Para aprender
vocabulario español dedica todas las tardes una o dos horas a resolver esos pasatiempos
llamados Sopa de Letras. Alguna vez ha reclamado la ayuda de Mario para
encontrar un sustantivo o un adjetivo que se resistía a salir a flote, porque
él, erróneamente la buscaba escrita con "uve" en lugar de con una
"be", o al revés.
Cuando ha oido a Mario de tocar la pequeña armónica que se ha comprado
por siete euros en un bazar chino del pueblo se ha ofrecido para traerle de
Stuggart a buen precio una Honner profesional cuando él vaya a hacerse su
revisión médica anual.
Pero estaba con las fotos...
En la Catedral de Colonia posaron Mario y Clara en el final de su
amplia escalinata. Clara gesticula con la mano y le está diciendo algo a su
padre, que apoyado en su bastón griego mira al objetivo algo tenso como siempre
que le hago fotos debido al tiempo que tardo en escupirle el clic. No le gusta
que le recuerde en los viajes que mientras no firme un pacto de caballero con
sus inercias gastronomicas y no abandone lal compañía de ese enorme bastón de
madera tallada que se compró en Grecia, siempre aparecerá en las fotos como un
pastor del Pirineo Él, naturalmente niega todo, mientras solicita del camarero
otra ronda de cerveza alemana.
Junto a la imagen de Mario y su hija también nos trajimos de manera
fortuita, y porque estaban situados en
el más indiscreto ángulo, una pareja de jóvenes orientales (dudo entre
japoneses o chinos). Es posible que fuera eso lo que Clara intenta decirle al
padre en el instante en yo escupo el "clic" de mi Canon Junior, que
se encuentran unos chinos en el mismo campo visual y que se nos van a meter en
casa a través del papel "agfa". Y aquí los tenemos, formando parte ya
de nuestra familia virtual.
En esta, en la que aparece Clara, entre dos jóvenes músicos ambulantes
que tocaban "typical music folk deutschland" (estoy citando de
memoria) junto a los contrafuertes de la Catedral de Friburgo se nota enseguida
lo forzado de la postura de la hija de Mario, la que, por no contradecirme,
intentó vencer su natural timidez y colocarse en el centro de la foto. Y creo,
que con mi habitual lentitud para pulsar el disparador de la cámara la
sorprendí arrancando ya la marcha de regreso a las mesas donde estábamos
sentados. Un aleman gordo ha detenido su marcha para no ocupar el campo visual
y sonríe la escena. Luego yo me encargué de que Clara echara un euro en la
cesta de los amables músicos.
El orden de las fotos es totalmente aleatorio porque aparece ahora la
que nos hicimos Clara y yo, besando el suelo patrio, al atravesar la frontera
entre Francia y España de regreso ya de nuestro periplo veraniego. Como
siempre, en este caso la coordinación también brilló por su ausencia y Mario
nos sacó en dos instantaneas: en una estamos las dos con el culo más alto que
la espalda y la cabeza hincada en el ardiente asfalto del aparcamiento de la aduana
ya en desuso, como dos musulmanes de pro que estuvieran ejerciendo sus rituales
más sagrados. Y en la anterior, ya de rodillas pero indicándole yo con la mano
a Mario que espere, que espere y nos haga la foto cuando estemos agradeciendole
a los manes de la patria, con un cálido ósculo, nuestro regreso al solar de
nuestros antepasados. Es evidente que me hizo un caso nulo porque yo aparezco
dándole el alto como un guardia de tráfico y Clara a cuyo brazo estoy cogida
anda todavía peleándose con un rizo rebelde que se le escapa por la sien.
En otros viajes Séneca ha tenido su ración de fotos pero en este que
hicimos a Alemania su imagen se prodiga poco por el papel de foto. Creo que es
debido a la abundancia de días lluviosos que nos acompañó en todo el trayecto.
Fue el mismo año que un río se desbordó por Checoslovaquia. En esta foto que
tengo ahora entre las manos se ve un aparcamiento de una zona de descanso que
ignoro cual pueda ser fotografiada desde el interior de la autocaravana por la
ventana trasera. Entre la cámara y la ventana se interpone la figura dorsal de
Séneca que, sentado en la cabecera de la cama, mira atónito el torbellino de
agua y barro que discurre por un canal próximo a nuestro aparcamiento; las
orejas las tiene completamente tiesas y abiertas todo lo que su estructura le
permite, por lo que deduzco que el ruido de la tormenta, tormenta que yo ya he
olvidado, debío ser de importancia. En aquellos viajes en los que la
climatología ha colaborado algo con la instintiva hidrofobia de nuestro gato y
el índice de pluviosidad ha permanecido en unos niveles bastante aceptables,
Séneca no ha tenido ningún inconveniente en hacer la tertulia con nosotros
fuera de la autocaravana y, consecuentemente ha sido víctima de todas las fotos
que se hacen en esos momentos tontos de sobremesa con café y tabaco.
Y así ha ido pasando la tarde. Barajando trozos de vida y haciendo
solitarios de recuerdos. Al final he tenido que abandonar el intento de
clasificar este cafarnaúm de fotos porque una tristeza infinita me ha ido
invadiendo poco a poco, casi sin darme cuenta, y al final me ha faltado muy
poco para echarme a llorar cuando he vuelto a aterrizar en el presente en el
que ahora me encuentro. Han transcurrido solamente dos años desde que hicimos
este viaje al que corresponden estas fotos y me parece que Mario lleva ya casi
una eternidad sin ver a su hija. Esta impotencia que siento de no poder
ayudarle me lleva incluso a veces a sentirme culpable de esa situación. En el
viaje me pareció ver a Clara, en algunas ocasiones con deseos de compartir con
su padre alguna intimidad, aunque también es posible que confundiera mis deseos
con la realidad. En más de una ocasión la sorprendí a ella tomando, casi sin
darse cuenta, la mano de su padre cuando caminábamos por las calles de alguna
ciudad. Dos años, solo dos años han transcurrido desde entonces y a mí me
parece que hubieran pasado ya diez o doce. Mario lleva ya dos Navidades peleado
con su hija. Y su hija el mismo tiempo sin marcar nuestro número de teléfono.
Mario no sabe nada de su estado. Cuando le muestro esta preocupación me dice
que no debo preocuparme porque él sabe perfectamente que su hermana sigue en
contacto con ella y que si a Clara la pasara algo de cierta gravedad nos
enterariamos enseguida a travès de ella, de su hermana. Y tomando con cierta
desgana la foto de la Catedral de Colonia, dice, soltándola sobre la
mesa...<<¡Ah! la foto que me hice con Clara en la Catedral de
Dusseldorf>> Al final tendremos que recurrir al testimonio de nuestro
vecino alemán para que él resuelva este contencioso geográfico.
En nuestro pais, todavía, para que una mujer decida irse a vivir con un
hombre divorciado ha de estar muy enamorada de ese hombre o tener madera de
heroina. Si además ese hombre tiene contraidos ciertos compromisos paternos con
su anterior pareja la heroicidad que muestre esa mujer ha de aproximarse mucho
al martirologio cuando no a la patología más recalcitrante. Por las relaciones
tan dificiles que he mantenido siempre con mis padres. Aunque nunca he querido
tener hijos, eso, que en nuestro pais ya es suficiente como para que las demás
mujeres te miren como si tuvieras tres cabezas y ocho brazos, te hace
sospechosa del más horrible de los crímenes, como el de querer robarle la hija
o el hijo a la madre abandonada de turno. Si a esto se le añade el papel de
segundona que siempre tendrás para la familia de él si no llevas entre tus
brazos otro vástago con la sangre del clan, en este pais, irse a vivir con un
hombre divorciado no es ningún chollo. Solo me consuela saber que en cada lugar
y circunstancia he actuado siempre como a mí me ha parecido conveniente sin
tener en cuenta los convencionalismos y los codigos sociales. He estado donde
he querido y cuando yo lo he decidido y he desaparecido cuando lo he estimado
oportuno con la misma libertad con la que llegué. Cuando se quiere vivir así en
una sociedad como la nuestra hay que pagar un precio por ello; en ese aspecto
yo no he sido morosa, las he pagado todas, también la de la soledad. Así
ocurrió el día que le comuniqué a mis padres mi decisión firme e irreversible
de irme a vivir con Mario. A papá, que conocía ya por mí misma parte de la
biografía sentimental de Mario puso el grito en el cielo y mamá como siempre
permaneció muda. Mientras papá montaba la escenita del patriarca bíblico
ofendido por los devaneos de la hija pendona que se amancebaba con un señor
casado, mamá se limitaba a torcer la comisura de los labios; todos los hermanos
hemos sido marcado por ese horrible gesto de la efigie muda que te desprecia
sin hablar. Yo creo que ni ella misma era consciente de la fuerza que sobre
nuestras mentes infantiles ejercía aquel
terrible gesto. No se daba cuenta de que cuando echaba el cerrojo de acero de
aquellos labios estaba encerrando como a pequeños montecristos a nuestros
pequeños corazones en las más profundas mazmorras de nuestro YO joven e
inexperto dejando terribles cicatrices en la personalidad de cada uno de
nosotros. Cuando veiamos dibujarse en el rostro de mamá aquella máscara de
dolida indiferencia nos hacía sentirnos sucios y culpables, vamos, como el
mismo Barrabás cuando oia los gritos de la muchedumbre linchando al Inocente.
Tengo la sensación de que cuando mamá se enfadaba conmigo, en su mente
desaparecia la diferencia de edad que había entre nosotras; ese desnivel de
veintitantos o treinta que iba de ella a mí en sentido descendente se esfumaba
de su mente y creo que hasta de su corazón
y eso la llevaba a discutir conmigo, con nosotros, con sus hijos como si
ella tuviese nuestra edad o nosotros la de ella. No era consciente de que ella
con su poderoso acorazado de una mente adulta se enfrentaba a una debil
barquichuela con agujeros en el fondo y sin remos para siquiera para
huir...vamos como cazar mariposas con un cañón. Yo deseaba en silencio poder
tener como mamá a las mamás de muchas amiguitas mías a las que veía moverse en
su propio hogar y las deseaba sobre todo porque, después de enfadarse y de
regañarles era ella, esa para mí adorable mamá la que acudía a reconciliarse
con su hija y le hacía cualquier carantoña o algún arrumaco que suavizara las
heridas de la reciente regañina o castigo y, lo más importante, para que su
hija supiera en todo momento que los puentes no se habían volado, que el camino
entre ella y mamá permanecía completamente intacto, que el cariño que su madre
le tenía era algo que había permanecido completamente al margen; que los
sentimientos que su mamá tenía hacia ella no cambiaban porque aquella tarde se
hubiese enfadado con ella y la hubiese incluso castigado..o hasta haberle
propinado un cachete. Yo estuve toda la infancia echando de menos una madre
así. De todas formas...¡Pobre mamá!, Si, si, pobre mamá, porque el caso es que
ella sufría en silencio tanto o más que nosotros. Los niños teníamos nuestra
portentosa imaginación y una película de la televisión o una tarde de juegos en
la calle era suficiente para hacernos olvidar una mala sobremesa, pero mamá,
¿con quién se desahogaba mamá? Yo, que era la mayor de todos, no le conocí ni
tan solo una amiga, no ya íntima sino de un trato al menos superficial. Nunca
la vi de tertulia con las vecinas. Parece como si el mundo de los adultos fuera
algo ajeno a ella, como si le costara relacionarse con las personas de su
generación. Casi siempre (el "casi" casi sobra) estaba seria y de mal
humor y, como yo era la que más veces me enfrentaba a ella, era yo, a ojos de
mis hermanos, la culpable de aquel rostro dolido y aquellos gestos de mudo
desprecio que podía durar hasta una semana. Y no es verdad, no éramos nosotros
los motivos de su infelicidad, nosotros solo eramos eso...niños. Muchas veces
me he preguntado, por qué desde que murieron nuestros padres no hemos vuelto a
hablar de ellos nunca más en las contadas ocasiones que nos hemos reunido.
¿Sería porque cada uno de nosotros tenía miedo de hacer confesiones demasiado
atrevidas sobre el recuerdo que tenemos de aquella mujer que nos trajo al mundo
y que, al menos en mi caso, nos generó serias dudas sobre su cariño? ¿Sembró
mamá el cariño entre nosotros? En cierta ocasión, Mario, que también era el
garbancito negro de su familia, me dijo, <> Bueno, el caso
es que aguanté la reprimenda con cierto estoicismo y, eso si, reconfortada por las llaves de mi nueva
casa que me habían entregado aquella
misma mañana. No le tuve en cuenta a papá aquellos duros reproches ni los
calificativos que tan injustamente me aplicó, cualquier padre habría
reaccionado igual. Más me dolió el comportamiento de mis hermanos. Todos se
quitaron de en medio para que a ellos no les cayera nada en el reparto. ¿Qué me
podían reprochar ellos a mí, siendo todos más jóvenes que yo? Y si no tenían
nada que reprocharme, entonces, ¿por qué no sentí el apoyo de ellos? ¿Por
cobardía? ¿Por fidelidad perruna hacia mamá? ¿Qué les ocurría a mis hermanas
cuando veían aquel gesto de mamá? Una vez más habían vuelto a dejarme sola, no
sería la última. El primer día que pasamos Mario y yo en nuestra nueva casa,
dos bloques más allá, toda mi familia comían juntos en casa de mis padres. A
nosotros no nos habían invitado. Me enteré casualmente porque fui a recoger
alguna pertenencia mía que quedaba en el dormitorio que había compartido con
mis hermanas. El silencio y la elocuencia de los gestos me empujaron pronto a
la calle. Nunca les dije nada, ¿para qué? ni creo que lo haga en el futuro. Las
dos veces que mamá me honró con su visita a mi casa parecía que estaba como de
visita. Hubiera preferido que no viniera. Mario siempre la disculpaba; yo he
sido siempre más impulsiva.
En más de una ocasión la sorprendí a ella tomando, casi sin darse
cuenta, la mano de su padre cuando caminábamos por las calles de alguna ciudad.
Dos años, solo dos años han transcurrido desde entonces y a mí me parece que
hubieran pasado ya diez o doce. Mario lleva ya dos Navidades peleado con su
hija. Y su hija el mismo tiempo sin marcar nuestro número de teléfono. Mario no
sabe nada de su estado. Cuando le muestro esta preocupación me dice que no debo
preocuparme porque él sabe perfectamente que su hermana sigue en contacto con
ella y que si a Clara la pasara algo de cierta gravedad nos enterariamos
enseguida a travès de ella, de su hermana. Y tomando con cierta desgana la foto
de la Catedral de Colonia, dice, soltándola sobre la mesa...<<¡Ah! la
foto que me hice con Clara en la Catedral de Dusseldorf>> Al final
tendremos que recurrir al testimonio de nuestro vecino alemán para que él
resuelva este contencioso geográfico.
* *
*
Mario ha cambiado hoy el fondo de pantalla de su ordenador. Hasta
ahora tenía escaneada una foto de
Clara de cuando la niña contaba apenas
un año de edad. Se la hicieron en el Puerto de Barcelona, cuando él aún no se había
separado de la madre. Cada vez que he abierto este ordenador para trabajar en
él me he sentido atraida por el rostro de esta niña, por la seriedad y el
interés que muestra por algo que, fuera ya de la pantalla y del objetivo de la
cámara llamó aquel día su atención. Nunca sabremos qué pudo ser y por tanto la
materia poética está servida. Al fondo se ven los grandes depósitos metálicos
de combustible y, junto a ellos, todavía, el torreón del Teleférico que
transportaba pasajeros hasta la cima de Montjuich, teleférico que creo ha
desaparecido en la última remodelación del Puerto. La niña mira hacia el mar;
algo que flota en el agua ha llamado poderosamente su atención. Tratándose de
un ser que está todavía despertando al mundo, el objeto de su atención no tiene
por que ser forzosamente un objeto con la suficiente entidad como para que
llame la atención de cualquier adulto; a esa edad, cualquier nimiedad es
suficiente para despertar su interés; es tanta el hambre de saber que se tiene
que quién sabe lo que ha podido ser, hasta el tímido y efímero reflejo del sol
en el rizo de una ola, o los encajes de luz que al reflejarse en el agua forma
en los costados de los buques, cualquier cosa de esas puede ser suficiente para
arrancar de ese rostro infantil el hermoso fantasma de la inteligencia, el
ligero bostezo del intelecto que comienza ya a dar sus primeros pasos por la
orilla de la realidad sin atreverse todavía a mojar los pies en ella, o,
simplemente, la oscura silueta de un pez que pegado al envés de las aguas, ha
cruzado veloz ante los ojos de la niña para desaparecer inmediatamente tragado
por el verdor marino y ha dejado a su dedito señalando ya la nada, el vacío que
ha sido justamente el instante que ha captado el diafragma de la cámara, como
esas estrellas que vemos brillar una noche de verano en el firmamento y que nos
llena el alma de poesía cuando pensamos en la posibilidad de que ya no exista,
de que solo su luz, su imagen, su foto sea todo lo que de ella quede allá
arriba. Sea lo que haya sido Clara mantiene los ojos muy abiertos. Brillan de
asombro y de sorpresa sus pupilas. Como se encuentra todavía en esa edad en la
que los niños, cuando los dejan solos caminan con los brazos abiertos, como
pinguinos, para sentirse más seguros, el índice señala exactamente el objeto
que flota en el agua pero la mano no se quiere extender totalmente, se siente
insegura, y entonces más que señalar parece como si quisiera rascar la
superficie de esa realidad que se le presenta para sacarle la respuesta que su
cerebro comienza a sospechar, como esos "rascaygana" que nos venden
en los kioscos de la "once". Aún con esa inseguridad que muestra, qué
fuerza en ese tierno dedo que aún no se atreve a tomar la erección de un dedo
acusador; es tan solo un dedo que le pregunta al mundo, todavía no le acusa ni
le reprocha, tiempo habrá para ello. Con la mano izquierda Clara se apoya en el
pretil de seguridad que rodea el muelle. Aún no ha descifrado el enigma y por
ello su rostro no muestra ningún sentimiento de atracción ni de rechazo, no
sonrie, ni se entristece, toda su fuerza de expresión se acumula ahora en los
ojos que son dos lunas negras proyectándose en el mar.
Muchas veces he sorprendido a Mario contemplando esta imagen de su
hija. En algunas ocasiones que he subido
a la biblioteca y cuando pensaba que estaba leyendo el expediente de algún
alumno o escribiendo alguna de esas extensisimas cartas que le escribe a su
amigo de Motril, era simplemente esta imagen la que contemplaba con el mismo
interés que muestra la pequeña en la foto por ese objeto del que la cámara se
olvidó. No pocas veces le ha traicionado el gesto en mi presencia y he creido
ver que algún dolor negro corría en ese instante por su corazón que él se ha
guardado mucho de confirmarme o desmentirme. Mario es muy reservado. Él lo
achaca a sus años de infancia pasados en el Internado, donde en los momentos de
angustia o pesadumbre solo tenía como confidentes las imágenes de madera y
purpurina que poblaban la capilla del colegio que él contemplaba desde el
interior de algún confesionario.
Hoy, mientras cambiaba el fondo de escritorio del ordenador para poner
una de las fotos que le hicimos a Clara durante el viaje a Alemania me cuenta
que esa mirada de curiosidad que muestra Clara en la foto ya la sorprendió otra
vez cuando viajaba con ella en el Metro de Barcelona. Hacia pocos meses que se
había separado de la madre y no recuerda si iba a recoger a Clara para que
pasara con él el fin de semana o a llevarla de nuevo a su casa. Esa vez fue el
encuentro con un enano. Esa tarde, Clara, que tendría entonces dos años, se
encontró con una persona de traje, paraguas, bigote y con la seriedad de un
empleado del Catastro, pero con la diferencia de que sus ojos estaban a la
misma altura que los de ella, y también como a ella, a él, le colgaban las
piernas del asiento. Clara descubría por fin, en la vida real, fuera de los
cuentos que veía en la guardería, y de las teleseries, con el primer enano de
carne y hueso; un enano con traje del corte inglés y reloj de pulsera, que leía
los letreros de las sucesivas estaciones del metro con el mismo interés que los
demás y que consultaba el reloj con la impaciencia del que le falta tiempo para
hacer todas las importantes gestiones que le esperan ese día en su oficina. Me
cuenta Mario que se divirtió mucho aquella tarde con la reacción tan espontánea
de la pequeña. Él, Mario, se tapó la cara con el libro y no quitaba ojos del
rostro de Clara que en todo el trayecto se quedó como hipnotizada ante la
presencia de aquel personaje que le había entrado en una de las estaciones.
Mario dice que las facciones de Clara oscilaban entre el miedo al extraño
personaje y el deseo mal reprimido de tomarlo de la mano y tirarse al suelo con
él como un compañero más de la guardería a la que la madre la llevaba todos los
días. Se quedó con la boca abierta cuando aquel señor, que perfectamente podía
utlizar el asiento como el mostrador de un minibar, sin perder la seriedad de
profesor ni arrugársele el traje, pegó un pequeño brinco circense y como un
duendecillo de la factoria Disney se encaramó limpiamente en el asiento. La
pequeña Clara, durante todo el recorrido, no le quitó la vista de encima ni un
solo instante; no le preguntó nada a su padre, no dijo nada, se había quedado
sin palabras, estaba muda, completamente muda, y así siguió hasta el final del
trayecto. El pobre hombre, disimulaba como podía la quemazón que le producía en
los párpados la constante, sincera e inocente mirada de curiosidad que la niña
había fijado como una ventosa sobre su menuda efigie. Se removía en el asiento,
cruzaba las piernecillas una sobre otra y, cualquier movimiento que hiciera
solo servía para aumentar el interés de la joven vecina por su persona. Clara
no encontraba respuesta para aquel suceso; cómo un papá o una mamá se podía
encoger como un bonsai hasta alcanzar aquellas dimensiones de juguete infantil.
Al salir del vagón en la estación término Clara y el enano coincidieron uno al
lado del otro en el umbral de la salida. Mario me jura que no tuvo nada que ver
en esa coincidencia en el espacio, y yo que ya lo conozco algo no me lo creo,
naturalmente. La cara de estupefacción de la niña que iba hombro con hombro con
aquel "niño" tan raro hubiera merecido otra cámara de fotos que la
inmortalizara. Cuando se separaron en la escalera, Clara, sin apartar la vista
de su compañero de estatura que se perdía en ese instante por un tunel pisando
el suelo con la firmeza de un ejecutivo y marcando el paso con el ritmo de un
brigadier, solo alcanzó a decir, casi en un susurro apenas audible:
<>. Por el tono con el que lo
dijo, Mario me asegura que era con ella
misma con quien hablaba y que la palabra "papá" era solamente un
apoyo para construir aquella frase, aquel solecismo. Aquel milagro que se
produjo delante de sus ojos había que verbalizarlo para quizás conjurar algún
hechizo que se hallara oculto tras él. Siempre que se encuentra con su hija le
cuenta esta anécdota del Metro y siempre se sorprende de que su hija no
recuerde nada, absolutamente nada de aquella escena que su padre asegura
vivieron juntos una tarde en el Metro de Barcelona. Y él, como siempre, vuelve
a repetirle que tiene todavía grabada en la memoria, como una fotografía, como
esa misma que tiene en la pantalla del ordenador, el rostro de asombro que puso
ella. Cuando hablamos de esto siempre se lamenta de la inmensa cantidad de
buenos momentos como esos se ha perdido él con su hija. Cuando me dice esto yo
no sé que responderle y procuro desviar el tema hacia otros asuntos menos
hirientes para él.
Me pide mi opinión sobre qué foto de todas las que se hizo Clara en el
viaje me gusta más a mí para ponerla en la pantalla del ordenador. Yo las
barajo unos minutos sabiendo ya de antemano cual voy a elegir pues es la que le
gusta a él; y él me lo agradece con una sonrisa y entra de lleno en el juego.
<<ésta>> le digo. <> me
dice. <> le respondo, y despues de darle un beso en los
labios censurado por mi mascarilla aséptica lo dejo en la biblioteca.
La niña que buscaba un angel en el mar y lo bendecía con su índice
tembloroso se ha convertido en una hermosa joven universitaria de ojos grandes
y oscuros, cabellera negra y espesa y a la que todavía le queda un cierto
temblor de adolescencia en la mirada, no ha perdido aún aquella inocencia con
la que de niña se bebía el mundo con los ojos. Clara está echada sobre la
barandilla del puente metálico sobre el Rhin y que lleva a la zona de bosque
donde se encuentra situado el Camping. Mario se había quedado ese día en el
camping y nosotras íbamos de compras por las calles de Colonia que tardamos en
encontrar en los letreros bajo el nombre sin traducir de Khöln. Quizás sea una
sensación subjetiva mía y que no tiene nada que ver con la realidad pero me
parece ver en su rostro restos de la discusión que mantuvimos en el camping de
Coblenza. Mario y Clara se enrredaron después de la cena en una discusión
absurda y casi surrealista por una nimiedad que no tenía importancia, por una
cuestión casi de retórica que en otras circunstancias habría pasado
completamente desapercibido si las relaciones entre ellos dos no hubiesen
estado ya enturbiadas por las especiales circunstancias que los rodean. Yo, lo
recuerdo ahora con dolor, no ayudé nada; me apunto al partido de los
apasionados, de los que tienen la boca caliente para la controversia y tardía
para enfriarse. Erroneamente tomé enseguida partido a favor de Mario. Me dolía
que habiendo sido tan honesto en su separación y de verlo día tras día
autoinculpándose de sus acciones. No tuve en cuenta que el único apoyo de Clara
era su padre y al enfrentarse a él se sintió bastante sola. No era Mario el que
necesitaba aquella tarde mi alianza; él era más fuerte que su hija, porque la
coherencia de todo su comportamiento desde que se separara lo fortalecía
moralmente para mostrarse riguroso con su hija...Pero...¿quién le explicaba
esto a Clara? Creo que fuí injusta con
ella, no porque Clara llevara o no llevara razón sino porque ella, al igual que
me pasaba a mí cuando de niña me enfrentaba a mi madre, se sentía algo desplazada.
Yo tendría que haber compensado un poco esa diferencia que pesaba sobre la
debil situación de la joven. Siempre he tenido cierta dificultad para
relacionarme con la gente. A Mario le ocurre exactamente igual pero él se
siente a gusto en su soledad, yo no; él se declara misántropo, yo, sin llegar a
la filantropía me siento un animal social. Me cuesta mucho trabajo relacionarme
con mis semejantes pero cuando ese semejante es la hija del hombre con el que
llevo diez años viviendo y esa hija tiene la misma fortaleza de caracter que su
padre, reconozco que yo misma creo situaciones de las que luego me resulta
dificil salir. En el caso de los jóvenes no suelo perder muchos asaltos, me
defiendo mejor debido a mis años de trabajo como profesora. Es posible que con
la hija de Mario me haya creado unas expectativas que luego no se han
cumplido....que sé yo....Comencé a tratarla cuando ella tenía catorce años y
venía a nuestro piso para pasar el mes de rigor con su padre, con el que nunca
se ha entendido. Una noche que bebíamos uiski en nuestro bar favorito me dijo:
<<¿Sabes una cosa Belle ?>> casi no podía sostener ya el tubo de
uiski y yo le tuve que encender el cigarrillo <>. Bueno él, en realidad no dijo <> sino otra
palabra bastante más malsonante que yo piadosamente le voy a censurar en estas
páginas junto con algunos comentarios de un más que subido tono machista que,
por la graduación del alcohol ingerido, no se las tomé en consideración.
Me sigue doliendo esta mano cuando llevo mucho rato escribiendo.
Por más esfuerzos que hago no consigo distinguir en el amasijo de
autocaravanas que hay al fondo de la foto, a la nuestra, al Mistral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario