miércoles, 22 de enero de 2014

Resulta casi imposible.....




                                              XVI




Resulta casi imposible fechar unas fotos y ubicarlas geográficamente cuando ha pasado apenas un año por encima de ellas. Sobre todo en un viaje donde se recorre mucho espacio en poco tiempo. Y además, tanto Mario como yo somos tan poco aficionados a la iconoclastia impresa que en un mismo carrete se nos suelen juntar las de un viaje con las de otro. En esta última hornada que nos viene de aparece la efigie de un gato romano asomado a la ventana de una casa rústica, echado sobre su mantita de retales cosidos, que no recuerdo ya ni siquiera el pais al que pertenece el felino y la casa. Mario, aunque tampoco es capaz de localizar al minino de marras en su memoria asegura recordar que fue una instantanea que yo tomé sobre la marcha al cruzar un pequeño pueblo de.....Ahí acaba la historia del gato.
Me ha pedido Mario que trate de clasificar las últimas fotos que han aparecido en el trastero de la autocaravana. Sabemos con seguridad que pertenecen al viaje que en el año dos mil dos hicimos por Alemania en compañía de Clara, pero los lugares en los que hicimos cada una me resulta imposible de especificar. Haciendo excepción de la famosa Catedral de Colonia cuya bella estructura gótica aparece en la foto ennegrecida por los residuos que la próspera industria alemana ha ido lanzando a la atmósfera desde su relanzamiento de posguerra ayudada por los dólares del generoso Plan Marshall y por la actitud tan decidida del pueblo alemán ante el trabajo actitud que me viene confirmada todos los días del año por nuestro vecino Stefan que, a modo de ejemplo sirva decir que cuida del jardín comunitario como no lo hacemos ninguno de los residentes indígenas. Las malas hierbas que crecen entre las petunias no conocen la piedad ni el indulto ante la vista de jardinero tan eficaz y los perros que transitan ante nuestras puertas son sometidos a su estricta vigilancia para que no dejen en el sendero de piedras que cruza el cesped ningún incómodo testigo de su más íntima fisiología. Para aprender vocabulario español dedica todas las tardes una o dos horas a resolver esos pasatiempos llamados Sopa de Letras. Alguna vez ha reclamado la ayuda de Mario para encontrar un sustantivo o un adjetivo que se resistía a salir a flote, porque él, erróneamente la buscaba escrita con "uve" en lugar de con una "be", o al revés.
Cuando ha oido a Mario de tocar la pequeña armónica que se ha comprado por siete euros en un bazar chino del pueblo se ha ofrecido para traerle de Stuggart a buen precio una Honner profesional cuando él vaya a hacerse su revisión médica anual.
Pero estaba con las fotos...
En la Catedral de Colonia posaron Mario y Clara en el final de su amplia escalinata. Clara gesticula con la mano y le está diciendo algo a su padre, que apoyado en su bastón griego mira al objetivo algo tenso como siempre que le hago fotos debido al tiempo que tardo en escupirle el clic. No le gusta que le recuerde en los viajes que mientras no firme un pacto de caballero con sus inercias gastronomicas y no abandone lal compañía de ese enorme bastón de madera tallada que se compró en Grecia, siempre aparecerá en las fotos como un pastor del Pirineo Él, naturalmente niega todo, mientras solicita del camarero otra ronda de cerveza alemana.
Junto a la imagen de Mario y su hija también nos trajimos de manera fortuita, y  porque estaban situados en el más indiscreto ángulo, una pareja de jóvenes orientales (dudo entre japoneses o chinos). Es posible que fuera eso lo que Clara intenta decirle al padre en el instante en yo escupo el "clic" de mi Canon Junior, que se encuentran unos chinos en el mismo campo visual y que se nos van a meter en casa a través del papel "agfa". Y aquí los tenemos, formando parte ya de nuestra familia virtual.
En esta, en la que aparece Clara, entre dos jóvenes músicos ambulantes que tocaban "typical music folk deutschland" (estoy citando de memoria) junto a los contrafuertes de la Catedral de Friburgo se nota enseguida lo forzado de la postura de la hija de Mario, la que, por no contradecirme, intentó vencer su natural timidez y colocarse en el centro de la foto. Y creo, que con mi habitual lentitud para pulsar el disparador de la cámara la sorprendí arrancando ya la marcha de regreso a las mesas donde estábamos sentados. Un aleman gordo ha detenido su marcha para no ocupar el campo visual y sonríe la escena. Luego yo me encargué de que Clara echara un euro en la cesta de los amables músicos.
El orden de las fotos es totalmente aleatorio porque aparece ahora la que nos hicimos Clara y yo, besando el suelo patrio, al atravesar la frontera entre Francia y España de regreso ya de nuestro periplo veraniego. Como siempre, en este caso la coordinación también brilló por su ausencia y Mario nos sacó en dos instantaneas: en una estamos las dos con el culo más alto que la espalda y la cabeza hincada en el ardiente asfalto del aparcamiento de la aduana ya en desuso, como dos musulmanes de pro que estuvieran ejerciendo sus rituales más sagrados. Y en la anterior, ya de rodillas pero indicándole yo con la mano a Mario que espere, que espere y nos haga la foto cuando estemos agradeciendole a los manes de la patria, con un cálido ósculo, nuestro regreso al solar de nuestros antepasados. Es evidente que me hizo un caso nulo porque yo aparezco dándole el alto como un guardia de tráfico y Clara a cuyo brazo estoy cogida anda todavía peleándose con un rizo rebelde que se le escapa por la sien.
En otros viajes Séneca ha tenido su ración de fotos pero en este que hicimos a Alemania su imagen se prodiga poco por el papel de foto. Creo que es debido a la abundancia de días lluviosos que nos acompañó en todo el trayecto. Fue el mismo año que un río se desbordó por Checoslovaquia. En esta foto que tengo ahora entre las manos se ve un aparcamiento de una zona de descanso que ignoro cual pueda ser fotografiada desde el interior de la autocaravana por la ventana trasera. Entre la cámara y la ventana se interpone la figura dorsal de Séneca que, sentado en la cabecera de la cama, mira atónito el torbellino de agua y barro que discurre por un canal próximo a nuestro aparcamiento; las orejas las tiene completamente tiesas y abiertas todo lo que su estructura le permite, por lo que deduzco que el ruido de la tormenta, tormenta que yo ya he olvidado, debío ser de importancia. En aquellos viajes en los que la climatología ha colaborado algo con la instintiva hidrofobia de nuestro gato y el índice de pluviosidad ha permanecido en unos niveles bastante aceptables, Séneca no ha tenido ningún inconveniente en hacer la tertulia con nosotros fuera de la autocaravana y, consecuentemente ha sido víctima de todas las fotos que se hacen en esos momentos tontos de sobremesa con café y tabaco.
Y así ha ido pasando la tarde. Barajando trozos de vida y haciendo solitarios de recuerdos. Al final he tenido que abandonar el intento de clasificar este cafarnaúm de fotos porque una tristeza infinita me ha ido invadiendo poco a poco, casi sin darme cuenta, y al final me ha faltado muy poco para echarme a llorar cuando he vuelto a aterrizar en el presente en el que ahora me encuentro. Han transcurrido solamente dos años desde que hicimos este viaje al que corresponden estas fotos y me parece que Mario lleva ya casi una eternidad sin ver a su hija. Esta impotencia que siento de no poder ayudarle me lleva incluso a veces a sentirme culpable de esa situación. En el viaje me pareció ver a Clara, en algunas ocasiones con deseos de compartir con su padre alguna intimidad, aunque también es posible que confundiera mis deseos con la realidad. En más de una ocasión la sorprendí a ella tomando, casi sin darse cuenta, la mano de su padre cuando caminábamos por las calles de alguna ciudad. Dos años, solo dos años han transcurrido desde entonces y a mí me parece que hubieran pasado ya diez o doce. Mario lleva ya dos Navidades peleado con su hija. Y su hija el mismo tiempo sin marcar nuestro número de teléfono. Mario no sabe nada de su estado. Cuando le muestro esta preocupación me dice que no debo preocuparme porque él sabe perfectamente que su hermana sigue en contacto con ella y que si a Clara la pasara algo de cierta gravedad nos enterariamos enseguida a travès de ella, de su hermana. Y tomando con cierta desgana la foto de la Catedral de Colonia, dice, soltándola sobre la mesa...<<¡Ah! la foto que me hice con Clara en la Catedral de Dusseldorf>> Al final tendremos que recurrir al testimonio de nuestro vecino alemán para que él resuelva este contencioso geográfico.
En nuestro pais, todavía, para que una mujer decida irse a vivir con un hombre divorciado ha de estar muy enamorada de ese hombre o tener madera de heroina. Si además ese hombre tiene contraidos ciertos compromisos paternos con su anterior pareja la heroicidad que muestre esa mujer ha de aproximarse mucho al martirologio cuando no a la patología más recalcitrante. Por las relaciones tan dificiles que he mantenido siempre con mis padres. Aunque nunca he querido tener hijos, eso, que en nuestro pais ya es suficiente como para que las demás mujeres te miren como si tuvieras tres cabezas y ocho brazos, te hace sospechosa del más horrible de los crímenes, como el de querer robarle la hija o el hijo a la madre abandonada de turno. Si a esto se le añade el papel de segundona que siempre tendrás para la familia de él si no llevas entre tus brazos otro vástago con la sangre del clan, en este pais, irse a vivir con un hombre divorciado no es ningún chollo. Solo me consuela saber que en cada lugar y circunstancia he actuado siempre como a mí me ha parecido conveniente sin tener en cuenta los convencionalismos y los codigos sociales. He estado donde he querido y cuando yo lo he decidido y he desaparecido cuando lo he estimado oportuno con la misma libertad con la que llegué. Cuando se quiere vivir así en una sociedad como la nuestra hay que pagar un precio por ello; en ese aspecto yo no he sido morosa, las he pagado todas, también la de la soledad. Así ocurrió el día que le comuniqué a mis padres mi decisión firme e irreversible de irme a vivir con Mario. A papá, que conocía ya por mí misma parte de la biografía sentimental de Mario puso el grito en el cielo y mamá como siempre permaneció muda. Mientras papá montaba la escenita del patriarca bíblico ofendido por los devaneos de la hija pendona que se amancebaba con un señor casado, mamá se limitaba a torcer la comisura de los labios; todos los hermanos hemos sido marcado por ese horrible gesto de la efigie muda que te desprecia sin hablar. Yo creo que ni ella misma era consciente de la fuerza que sobre nuestras mentes infantiles  ejercía aquel terrible gesto. No se daba cuenta de que cuando echaba el cerrojo de acero de aquellos labios estaba encerrando como a pequeños montecristos a nuestros pequeños corazones en las más profundas mazmorras de nuestro YO joven e inexperto dejando terribles cicatrices en la personalidad de cada uno de nosotros. Cuando veiamos dibujarse en el rostro de mamá aquella máscara de dolida indiferencia nos hacía sentirnos sucios y culpables, vamos, como el mismo Barrabás cuando oia los gritos de la muchedumbre linchando al Inocente. Tengo la sensación de que cuando mamá se enfadaba conmigo, en su mente desaparecia la diferencia de edad que había entre nosotras; ese desnivel de veintitantos o treinta que iba de ella a mí en sentido descendente se esfumaba de su mente y creo que hasta de su corazón  y eso la llevaba a discutir conmigo, con nosotros, con sus hijos como si ella tuviese nuestra edad o nosotros la de ella. No era consciente de que ella con su poderoso acorazado de una mente adulta se enfrentaba a una debil barquichuela con agujeros en el fondo y sin remos para siquiera para huir...vamos como cazar mariposas con un cañón. Yo deseaba en silencio poder tener como mamá a las mamás de muchas amiguitas mías a las que veía moverse en su propio hogar y las deseaba sobre todo porque, después de enfadarse y de regañarles era ella, esa para mí adorable mamá la que acudía a reconciliarse con su hija y le hacía cualquier carantoña o algún arrumaco que suavizara las heridas de la reciente regañina o castigo y, lo más importante, para que su hija supiera en todo momento que los puentes no se habían volado, que el camino entre ella y mamá permanecía completamente intacto, que el cariño que su madre le tenía era algo que había permanecido completamente al margen; que los sentimientos que su mamá tenía hacia ella no cambiaban porque aquella tarde se hubiese enfadado con ella y la hubiese incluso castigado..o hasta haberle propinado un cachete. Yo estuve toda la infancia echando de menos una madre así. De todas formas...¡Pobre mamá!, Si, si, pobre mamá, porque el caso es que ella sufría en silencio tanto o más que nosotros. Los niños teníamos nuestra portentosa imaginación y una película de la televisión o una tarde de juegos en la calle era suficiente para hacernos olvidar una mala sobremesa, pero mamá, ¿con quién se desahogaba mamá? Yo, que era la mayor de todos, no le conocí ni tan solo una amiga, no ya íntima sino de un trato al menos superficial. Nunca la vi de tertulia con las vecinas. Parece como si el mundo de los adultos fuera algo ajeno a ella, como si le costara relacionarse con las personas de su generación. Casi siempre (el "casi" casi sobra) estaba seria y de mal humor y, como yo era la que más veces me enfrentaba a ella, era yo, a ojos de mis hermanos, la culpable de aquel rostro dolido y aquellos gestos de mudo desprecio que podía durar hasta una semana. Y no es verdad, no éramos nosotros los motivos de su infelicidad, nosotros solo eramos eso...niños. Muchas veces me he preguntado, por qué desde que murieron nuestros padres no hemos vuelto a hablar de ellos nunca más en las contadas ocasiones que nos hemos reunido. ¿Sería porque cada uno de nosotros tenía miedo de hacer confesiones demasiado atrevidas sobre el recuerdo que tenemos de aquella mujer que nos trajo al mundo y que, al menos en mi caso, nos generó serias dudas sobre su cariño? ¿Sembró mamá el cariño entre nosotros? En cierta ocasión, Mario, que también era el garbancito negro de su familia, me dijo, <> Bueno, el caso es que aguanté la reprimenda con cierto estoicismo y, eso si,  reconfortada por las llaves de mi nueva casa  que me habían entregado aquella misma mañana. No le tuve en cuenta a papá aquellos duros reproches ni los calificativos que tan injustamente me aplicó, cualquier padre habría reaccionado igual. Más me dolió el comportamiento de mis hermanos. Todos se quitaron de en medio para que a ellos no les cayera nada en el reparto. ¿Qué me podían reprochar ellos a mí, siendo todos más jóvenes que yo? Y si no tenían nada que reprocharme, entonces, ¿por qué no sentí el apoyo de ellos? ¿Por cobardía? ¿Por fidelidad perruna hacia mamá? ¿Qué les ocurría a mis hermanas cuando veían aquel gesto de mamá? Una vez más habían vuelto a dejarme sola, no sería la última. El primer día que pasamos Mario y yo en nuestra nueva casa, dos bloques más allá, toda mi familia comían juntos en casa de mis padres. A nosotros no nos habían invitado. Me enteré casualmente porque fui a recoger alguna pertenencia mía que quedaba en el dormitorio que había compartido con mis hermanas. El silencio y la elocuencia de los gestos me empujaron pronto a la calle. Nunca les dije nada, ¿para qué? ni creo que lo haga en el futuro. Las dos veces que mamá me honró con su visita a mi casa parecía que estaba como de visita. Hubiera preferido que no viniera. Mario siempre la disculpaba; yo he sido siempre más impulsiva.


En más de una ocasión la sorprendí a ella tomando, casi sin darse cuenta, la mano de su padre cuando caminábamos por las calles de alguna ciudad. Dos años, solo dos años han transcurrido desde entonces y a mí me parece que hubieran pasado ya diez o doce. Mario lleva ya dos Navidades peleado con su hija. Y su hija el mismo tiempo sin marcar nuestro número de teléfono. Mario no sabe nada de su estado. Cuando le muestro esta preocupación me dice que no debo preocuparme porque él sabe perfectamente que su hermana sigue en contacto con ella y que si a Clara la pasara algo de cierta gravedad nos enterariamos enseguida a travès de ella, de su hermana. Y tomando con cierta desgana la foto de la Catedral de Colonia, dice, soltándola sobre la mesa...<<¡Ah! la foto que me hice con Clara en la Catedral de Dusseldorf>> Al final tendremos que recurrir al testimonio de nuestro vecino alemán para que él resuelva este contencioso geográfico.



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Mario ha cambiado hoy el fondo de pantalla de su ordenador. Hasta ahora  tenía escaneada una foto de Clara  de cuando la niña contaba apenas un año de edad. Se la hicieron en el Puerto de Barcelona, cuando él aún no se había separado de la madre. Cada vez que he abierto este ordenador para trabajar en él me he sentido atraida por el rostro de esta niña, por la seriedad y el interés que muestra por algo que, fuera ya de la pantalla y del objetivo de la cámara llamó aquel día su atención. Nunca sabremos qué pudo ser y por tanto la materia poética está servida. Al fondo se ven los grandes depósitos metálicos de combustible y, junto a ellos, todavía, el torreón del Teleférico que transportaba pasajeros hasta la cima de Montjuich, teleférico que creo ha desaparecido en la última remodelación del Puerto. La niña mira hacia el mar; algo que flota en el agua ha llamado poderosamente su atención. Tratándose de un ser que está todavía despertando al mundo, el objeto de su atención no tiene por que ser forzosamente un objeto con la suficiente entidad como para que llame la atención de cualquier adulto; a esa edad, cualquier nimiedad es suficiente para despertar su interés; es tanta el hambre de saber que se tiene que quién sabe lo que ha podido ser, hasta el tímido y efímero reflejo del sol en el rizo de una ola, o los encajes de luz que al reflejarse en el agua forma en los costados de los buques, cualquier cosa de esas puede ser suficiente para arrancar de ese rostro infantil el hermoso fantasma de la inteligencia, el ligero bostezo del intelecto que comienza ya a dar sus primeros pasos por la orilla de la realidad sin atreverse todavía a mojar los pies en ella, o, simplemente, la oscura silueta de un pez que pegado al envés de las aguas, ha cruzado veloz ante los ojos de la niña para desaparecer inmediatamente tragado por el verdor marino y ha dejado a su dedito señalando ya la nada, el vacío que ha sido justamente el instante que ha captado el diafragma de la cámara, como esas estrellas que vemos brillar una noche de verano en el firmamento y que nos llena el alma de poesía cuando pensamos en la posibilidad de que ya no exista, de que solo su luz, su imagen, su foto sea todo lo que de ella quede allá arriba. Sea lo que haya sido Clara mantiene los ojos muy abiertos. Brillan de asombro y de sorpresa sus pupilas. Como se encuentra todavía en esa edad en la que los niños, cuando los dejan solos caminan con los brazos abiertos, como pinguinos, para sentirse más seguros, el índice señala exactamente el objeto que flota en el agua pero la mano no se quiere extender totalmente, se siente insegura, y entonces más que señalar parece como si quisiera rascar la superficie de esa realidad que se le presenta para sacarle la respuesta que su cerebro comienza a sospechar, como esos "rascaygana" que nos venden en los kioscos de la "once". Aún con esa inseguridad que muestra, qué fuerza en ese tierno dedo que aún no se atreve a tomar la erección de un dedo acusador; es tan solo un dedo que le pregunta al mundo, todavía no le acusa ni le reprocha, tiempo habrá para ello. Con la mano izquierda Clara se apoya en el pretil de seguridad que rodea el muelle. Aún no ha descifrado el enigma y por ello su rostro no muestra ningún sentimiento de atracción ni de rechazo, no sonrie, ni se entristece, toda su fuerza de expresión se acumula ahora en los ojos que son dos lunas negras proyectándose en el mar.
Muchas veces he sorprendido a Mario contemplando esta imagen de su hija.  En algunas ocasiones que he subido a la biblioteca y cuando pensaba que estaba leyendo el expediente de algún alumno o escribiendo alguna de esas extensisimas cartas que le escribe a su amigo de Motril, era simplemente esta imagen la que contemplaba con el mismo interés que muestra la pequeña en la foto por ese objeto del que la cámara se olvidó. No pocas veces le ha traicionado el gesto en mi presencia y he creido ver que algún dolor negro corría en ese instante por su corazón que él se ha guardado mucho de confirmarme o desmentirme. Mario es muy reservado. Él lo achaca a sus años de infancia pasados en el Internado, donde en los momentos de angustia o pesadumbre solo tenía como confidentes las imágenes de madera y purpurina que poblaban la capilla del colegio que él contemplaba desde el interior de algún confesionario.
Hoy, mientras cambiaba el fondo de escritorio del ordenador para poner una de las fotos que le hicimos a Clara durante el viaje a Alemania me cuenta que esa mirada de curiosidad que muestra Clara en la foto ya la sorprendió otra vez cuando viajaba con ella en el Metro de Barcelona. Hacia pocos meses que se había separado de la madre y no recuerda si iba a recoger a Clara para que pasara con él el fin de semana o a llevarla de nuevo a su casa. Esa vez fue el encuentro con un enano. Esa tarde, Clara, que tendría entonces dos años, se encontró con una persona de traje, paraguas, bigote y con la seriedad de un empleado del Catastro, pero con la diferencia de que sus ojos estaban a la misma altura que los de ella, y también como a ella, a él, le colgaban las piernas del asiento. Clara descubría por fin, en la vida real, fuera de los cuentos que veía en la guardería, y de las teleseries, con el primer enano de carne y hueso; un enano con traje del corte inglés y reloj de pulsera, que leía los letreros de las sucesivas estaciones del metro con el mismo interés que los demás y que consultaba el reloj con la impaciencia del que le falta tiempo para hacer todas las importantes gestiones que le esperan ese día en su oficina. Me cuenta Mario que se divirtió mucho aquella tarde con la reacción tan espontánea de la pequeña. Él, Mario, se tapó la cara con el libro y no quitaba ojos del rostro de Clara que en todo el trayecto se quedó como hipnotizada ante la presencia de aquel personaje que le había entrado en una de las estaciones. Mario dice que las facciones de Clara oscilaban entre el miedo al extraño personaje y el deseo mal reprimido de tomarlo de la mano y tirarse al suelo con él como un compañero más de la guardería a la que la madre la llevaba todos los días. Se quedó con la boca abierta cuando aquel señor, que perfectamente podía utlizar el asiento como el mostrador de un minibar, sin perder la seriedad de profesor ni arrugársele el traje, pegó un pequeño brinco circense y como un duendecillo de la factoria Disney se encaramó limpiamente en el asiento. La pequeña Clara, durante todo el recorrido, no le quitó la vista de encima ni un solo instante; no le preguntó nada a su padre, no dijo nada, se había quedado sin palabras, estaba muda, completamente muda, y así siguió hasta el final del trayecto. El pobre hombre, disimulaba como podía la quemazón que le producía en los párpados la constante, sincera e inocente mirada de curiosidad que la niña había fijado como una ventosa sobre su menuda efigie. Se removía en el asiento, cruzaba las piernecillas una sobre otra y, cualquier movimiento que hiciera solo servía para aumentar el interés de la joven vecina por su persona. Clara no encontraba respuesta para aquel suceso; cómo un papá o una mamá se podía encoger como un bonsai hasta alcanzar aquellas dimensiones de juguete infantil. Al salir del vagón en la estación término Clara y el enano coincidieron uno al lado del otro en el umbral de la salida. Mario me jura que no tuvo nada que ver en esa coincidencia en el espacio, y yo que ya lo conozco algo no me lo creo, naturalmente. La cara de estupefacción de la niña que iba hombro con hombro con aquel "niño" tan raro hubiera merecido otra cámara de fotos que la inmortalizara. Cuando se separaron en la escalera, Clara, sin apartar la vista de su compañero de estatura que se perdía en ese instante por un tunel pisando el suelo con la firmeza de un ejecutivo y marcando el paso con el ritmo de un brigadier, solo alcanzó a decir, casi en un susurro apenas audible: <>. Por el tono con el que lo dijo,  Mario me asegura que era con ella misma con quien hablaba y que la palabra "papá" era solamente un apoyo para construir aquella frase, aquel solecismo. Aquel milagro que se produjo delante de sus ojos había que verbalizarlo para quizás conjurar algún hechizo que se hallara oculto tras él. Siempre que se encuentra con su hija le cuenta esta anécdota del Metro y siempre se sorprende de que su hija no recuerde nada, absolutamente nada de aquella escena que su padre asegura vivieron juntos una tarde en el Metro de Barcelona. Y él, como siempre, vuelve a repetirle que tiene todavía grabada en la memoria, como una fotografía, como esa misma que tiene en la pantalla del ordenador, el rostro de asombro que puso ella. Cuando hablamos de esto siempre se lamenta de la inmensa cantidad de buenos momentos como esos se ha perdido él con su hija. Cuando me dice esto yo no sé que responderle y procuro desviar el tema hacia otros asuntos menos hirientes para él.
Me pide mi opinión sobre qué foto de todas las que se hizo Clara en el viaje me gusta más a mí para ponerla en la pantalla del ordenador. Yo las barajo unos minutos sabiendo ya de antemano cual voy a elegir pues es la que le gusta a él; y él me lo agradece con una sonrisa y entra de lleno en el juego. <<ésta>> le digo. <> me dice. <> le respondo, y despues de darle un beso en los labios censurado por mi mascarilla aséptica lo dejo en la biblioteca.
La niña que buscaba un angel en el mar y lo bendecía con su índice tembloroso se ha convertido en una hermosa joven universitaria de ojos grandes y oscuros, cabellera negra y espesa y a la que todavía le queda un cierto temblor de adolescencia en la mirada, no ha perdido aún aquella inocencia con la que de niña se bebía el mundo con los ojos. Clara está echada sobre la barandilla del puente metálico sobre el Rhin y que lleva a la zona de bosque donde se encuentra situado el Camping. Mario se había quedado ese día en el camping y nosotras íbamos de compras por las calles de Colonia que tardamos en encontrar en los letreros bajo el nombre sin traducir de Khöln. Quizás sea una sensación subjetiva mía y que no tiene nada que ver con la realidad pero me parece ver en su rostro restos de la discusión que mantuvimos en el camping de Coblenza. Mario y Clara se enrredaron después de la cena en una discusión absurda y casi surrealista por una nimiedad que no tenía importancia, por una cuestión casi de retórica que en otras circunstancias habría pasado completamente desapercibido si las relaciones entre ellos dos no hubiesen estado ya enturbiadas por las especiales circunstancias que los rodean. Yo, lo recuerdo ahora con dolor, no ayudé nada; me apunto al partido de los apasionados, de los que tienen la boca caliente para la controversia y tardía para enfriarse. Erroneamente tomé enseguida partido a favor de Mario. Me dolía que habiendo sido tan honesto en su separación y de verlo día tras día autoinculpándose de sus acciones. No tuve en cuenta que el único apoyo de Clara era su padre y al enfrentarse a él se sintió bastante sola. No era Mario el que necesitaba aquella tarde mi alianza; él era más fuerte que su hija, porque la coherencia de todo su comportamiento desde que se separara lo fortalecía moralmente para mostrarse riguroso con su hija...Pero...¿quién le explicaba esto a Clara?  Creo que fuí injusta con ella, no porque Clara llevara o no llevara razón sino porque ella, al igual que me pasaba a mí cuando de niña me enfrentaba a mi madre, se sentía algo desplazada. Yo tendría que haber compensado un poco esa diferencia que pesaba sobre la debil situación de la joven. Siempre he tenido cierta dificultad para relacionarme con la gente. A Mario le ocurre exactamente igual pero él se siente a gusto en su soledad, yo no; él se declara misántropo, yo, sin llegar a la filantropía me siento un animal social. Me cuesta mucho trabajo relacionarme con mis semejantes pero cuando ese semejante es la hija del hombre con el que llevo diez años viviendo y esa hija tiene la misma fortaleza de caracter que su padre, reconozco que yo misma creo situaciones de las que luego me resulta dificil salir. En el caso de los jóvenes no suelo perder muchos asaltos, me defiendo mejor debido a mis años de trabajo como profesora. Es posible que con la hija de Mario me haya creado unas expectativas que luego no se han cumplido....que sé yo....Comencé a tratarla cuando ella tenía catorce años y venía a nuestro piso para pasar el mes de rigor con su padre, con el que nunca se ha entendido. Una noche que bebíamos uiski en nuestro bar favorito me dijo: <<¿Sabes una cosa Belle ?>> casi no podía sostener ya el tubo de uiski y yo le tuve que encender el cigarrillo <>. Bueno él, en realidad no dijo <> sino otra palabra bastante más malsonante que yo piadosamente le voy a censurar en estas páginas junto con algunos comentarios de un más que subido tono machista que, por la graduación del alcohol ingerido, no se las tomé en consideración.
Me sigue doliendo esta mano cuando llevo mucho rato escribiendo.
Por más esfuerzos que hago no consigo distinguir en el amasijo de autocaravanas que hay al fondo de la foto, a la nuestra, al Mistral.

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