martes, 11 de febrero de 2014

No he dormido nada.....



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No he dormido nada en toda la noche. En más de una ocasión me he sorprendido a mí misma, contando los guiños anaranjados que el semáforo de la esquina ha ido escupiendo a lo largo de toda la vigilia sobre el asfalto de la plaza, y cuyo resplandor intermitente ilumina también esta habitación convirtiéndola en un decorado de cine negro, como las que salen en esas películas de "buenos" y de "malos" en las que el anuncio fluorescente de un popular cigarrillo americano, colgado de la fachada, ilumina, a intervalos la covachuela oscura y estrecha donde tiene su oficina uno de esos detectives privados, ratas viejas del oficio al que la cámara siempre sorprende durmiendo sobre un sillón giratorio, con los pies echados encima de la mesa, una botella de uiski a medio consumir al alcance de la mano y el cenicero lleno de colillas; de fondo, una vieja trompeta tocará seguramente las notas de un "blues". Su imagen va surgiendo de la oscuridad y volviendo a desaparecer en ella, brúscamente al ritmo con que sucesivamente se va encendiendo y apagando el anuncio de neón, que seguramente colgará de una fachada de ladrillos ennegrecidos, restos de un viejo edificio que sin duda se encuentra en las afueras de una de esas ciudades provincianas del medio oeste americano. Todo eso me ha hecho imaginar la iluminación nocturna de mi celda hospitalaria. Después mi atención se ha fijado en la sombra que las farolas de la calle proyectan sobre el trozo de techo que está justo encima de mi cama. Las rejas de la ventana, han formado otra, otra reja alargada que se estira y deforma a medida que se aproxima a la esquina. Parece el fondo del cartel de una película "de suspense". Y esta imagen me ha llevado a recordar una de mis películas favoritas: En el calor de la noche. He abandonado por la ventana el cuartucho sucio y oscuro de ese detective privado hollyvudense y, como la niña de la historia de Peter Pan, volando por encima de la ciudad, me he ido con Sidney Poitiers y el ayudante del sheriff a dar con ellos ese paseo nocturno que sale en la pelicula (y que ha pasado ya a la historia del cine) y en la que el inspector negro busca pruebas irrefutables para humillar al sheriff blanco. El coche, silencioso y oscuro como una plaga bíblica se va deslizando lentamente por las calles solitarias de aquella pequeña ciudad racista del sur americano. La mortecina luz de las farolas hiere la pintura negra del morro del coche de ese ayudante torpe y malo al que tanto le gustan las tartas de chocolate..o de fresa, no recuerdo bien. Cuando hemos llegado a las afueras del pueblo, al bar de carretera donde el camarero asesino juega al escondite con las tartas preferidas del ayudante del sherif, éste, el camarero nos ofrece, en primer plano, una sonrisa diabólica de malo malísimo que, sin embargo, hoy despertarían la hilaridad del público joven, educado ya en unos efectos especiales de un realismo mucho más impactante. De pronto, ha comenzado a roncar sordamente mientras su rostro se me diluía en la oscuridad del cuarto, igual a como cuando niños, en el cine del barrio, se nos disolvía la imagen de la pantalla haciendo burbujas poque se había quemado el rollo de película y unos de los bellos gestos de la Ava Gardner, -por ejemplo- justo en el instante de besar apasionadamente al galán de turno, se nos iba por uno de aquellos ojos de pez muerto, entre los aullidos y el pataleo del público que reclamaban el modestísimo importe de la entrada. Entonces he caido en la cuenta de que los ronquidos procedían del motor del aire acondicionado de mi cuarto que hace un ruido como de animal agonizante y que, en cada eructo, expele un fuerte olor de retrete viejo, de orina oxidada.Acaban de dar las cuatro en el reloj de la iglesia, esa que está al otro lado de la carretera y que parece uno de esos Palacios Municipales de Deportes que ahora fabrican en serie los Ayuntamientos pobres y que los jubilados, a falta de jardines, utilizan para pasear su aburrimiento y para aliviar la próstata en sus esquinas de hormigón y césped artificial.La luciérnaga de cristal que tengo colgada encima del cabecero ha ido derramando, golpe a golpe, como una clepsidra su gota de suero en el interior de mis venas. Me la imagino a esa gota de medicina entrando en mi vena como esos toros de los encierros cuando se derraman por la plaza buscando por todos los rincones un objeto que cornear. Otras veces me las imagino como una masa de civicos ciudadanos que se derraman por las escaleras del Metropolitano como un río de paño y "nailon" en una hora punta. Así ellas van entrando ordenadamente por mi "metro" de tejidos y proteínas. Nada más entrar iran buscando por todos los pliegues rosados de mis venas. Me las imagino desde el interior como un tunel de nácar por el que discurre un torrente rojo y cálido que, como en las alcantarillas se bifurca en los diversos ramales perdiéndose en algunos remolinos que otros conductos, ocultos por el propio caudal de sangre, originan. De sus paredes, se desprenden unos platos blancos que surgen de la pared misma sin romperla, como si nacieran del propio tejido de la vena y caen a la sangre que se las lleva inmediatamente corriente abajo. Las paredes de las venas tienen una luz de neon, como esas nubes gris claro de los días de lluvia a las que el sol, oculto entre ellas, les da una luz blanquecina, dándole al cielo el aspecto de una fina lámina de marmol translúcida. A veces veo pasar flotando en la corriente unos pedazos de carne negra, desgarrones sanguinolentos. Son, me digo, esas células que, rebelandose contra la más elemental ley de la Naturaleza que es la ley de la supervivencia, por la que todo microorganismo por muy diminuto que sea tiende a vivir y a reproducirse se están alimentando de su propia muerte, envenenando el medio que a ellas les da la vida. Mi muerte supone la de ellas. ¿Será -me pregunto- el cancer, una forma de suicidio?Como tengo las venas "algo dificiles" -eso han dicho aquí en el Hospital- el enfermero de guardia ha estado toda la noche pendiente de mis brazos. Es un chico de pueblo, risueño y un poco ingenuo. Me gusta mirarle a los ojos y observar como agacha la mirada como un David adolescente. Tiene algo de joven efebo de película de Passolini; esa belleza rural, campesina, que huele a heno y leche agria. Es de los pocos que no enciende las luces cuando entra de noche a cambiarme el suero, y que se preocupa de que el batido de fresa, esa cosa tan horrible que sabe a fresa machacada con bicarbonato, lo guarden en el frigorífico para que esté fresco a la hora de la merienda <<...que -le dije una tarde- caliente, y con ese sabor no hay forma de tragarlo>>Veo mi propio dolor reflejado en su rostro cuando me quejo. Las facciones se le contraen en un gesto amargo. Se nota enseguida que es su primer destino y que aún no se ha endurecido lo suficiente como para desarrollar su trabajo en este tipo de trincheras sabiendo sortear los balazos del sufrimiento. En un momento se me ocurrió preguntarle si ya había presenciado alguna muerte pero tuve la discreción de callar en el último instante. Nunca me hubiera perdonado hacerle esa pregunta.Cuando llevo mucho rato escribiendo siento un hormigueo entre los dedos. Mario insiste en traerme su ordenador portatil pero rechazo su ofrecimiento. Todavía no me he acostumbrado a teclear mi vida, prefiero acariciarla con mi estilográfica, parece como si la dibujara. Hace dos o tres días que se ha comprado un portatil de no sé cuantos megas, pero debe ser algo importante por la cara de felicidad que pone cuando me lo cuenta. Yo le respondo que cuando me acostumbre a llevar encima la vigilancia permanente de un movil encendido, intentaré adentrarme en el mundo de los ordenadores. Pero que por ahora...Todavía he de consultar el libro de instrucciones para introducir en el movil el número de "pin".En la habitación de al lado han estado durante esta noche haciendo ruido de camas. Ya me conozco demasiado bien ese ruido; no se me despinta. Es el que hacen la limpiadora de guardia cuando prepara una habitación para otro paciente que entra durante la noche. Pero el que hasta ayer se encontraba ocupándola....¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá aún? ¿O quizás.....? ¿Sería un hombre o una mujer? ¿Joven? ¿Viejo? A los enfermeros es imposible sacarles una palabra...Y en el fodo creo que hacen bien. Cuanto menos sepamos de los demás, menos sabremos de nosotros mismos. Cuando ha llegado Mario he intentado leer en su rostro la lectura de alguna muerte pero no he encontrado nada. Creo que él, conscientemente, se guarda de saber nada. Es la mejor forma, pensará, de no traicionarse con los gestos en mi presencia.He vuelto a recordarle que no quiero recibir visitas de nadie, fuera de él y de mis hermanos. Porque aunque el pelo no ha comenzado aún a caérseme, el aspecto que ofrezco es de lo más deprimente. Me niego a que nadie fuera de mi familia me vea con este aspecto. Me tranquiliza diciéndome que en el puesto de guardia ya han introducido ese deseo mío en el ordenador para cuando algún visitante pregunte por mi habitación.Casi toda la mañana la he pasado mirando al techo y rumiendo pensamientos que de tan negros, de tan pesimistas, no me atrevo siquiera a reflejarlos en estas páginas.Una de las auxiliares que ha venido esta mañana para hacerme la cama y cambiarme las sábanas me ha regalado una estampita de Fray Leopoldo. El pobre fraile, con su cara de panadero viejo me mira desde el fondo sepia de la estampa y me parece como si viera en su mirada la solicitud de una resignación que a mí me falta. Como no sabía cual podía ser mi reacción, ha mirado con ciera timidez a Mario, como solicitando su aprobación y luego impostando la voz como una actriz de teatro ha vuelto a tomar el piadoso cromo de entre mis manos y lo ha colocado en la cabecera de mi cama haciendo escuetos comentarios sobre el catálogo de milagros del santo. Después, como para romper el hielo que se hubiera podido formar con su atrevimiento me ha comentado la última noticia del realiti show emitido anoche en un canal comercial de la televisión. Esta mañana, por primera vez, la acompañaba una de las recien ingresadas, jóvenes inexpertas que parece como si se ahogaran, cuando me ayudan a incorporarme de la cama; me toman con miedo de los brazos como si yo fuera un diamante o una joya única que se les pudiera romper entre las manos en cualquier instante. De todas formas la ternura les abrillanta la mirada, cosa que yo les agradezco con la mejor de mis sonrisas.
          

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