martes, 4 de febrero de 2014

Si le perdiésemos a la Muerte...

                                            
                                                                                                                     III


Si le perdiésemos a la Muerte ese miedo ancestral que nos paraliza solo ante la amenaza de su posible presencia, si nos atreviésemos a mirarla de frente, con la indiferencia que se mira el autobús que va a llegar a la estación, estoy segura de que por el aspecto que presentan cada mañana los médicos y enfermeras que nos atienden podríamos calcular, con un poco de práctica, el número exacto de días que nos resta de vida. Pero, es tal el ansia de vivir que tenemos todos, que incluso cuando caemos víctima de un mal como éste que yo padezco y que tan brutalmente nos pone al borde de la Muerte, incluso entonces negamos la evidencia y los gestos y las palabras que a cualquier pondrían en estado de alerta nosotros, los enfermos los disfrazamos para que, contra toda razón, digan lo contrario de lo que están queriendo decir, o nos parezca que dicen aquello que en nuestro abatimiento queremos oir, ignorando la cruda y dura realidad que nos azota la razón nada más despertarnos cada mañana en estas celdas hospitalarias. Hasta en eso la Naturaleza es sabia que siempre encuentra un hueco para una avestruz asustada. Esta joven auxiliar, por ejemplo, que acaba de arreglarme la cama le ha faltado un ligero pellizco en las mejillas para echarse a llorar sobre mí. Cuando, al remeterme el embozo de la tapa, ha aproximado su rostro lo suficientemente al mío y la he mirado de frente al fondo de sus ojos ha desviado enseguida la mirada apretando fuertemente las mandíbulas como si temiera que en cualquier instante, al relajar los músculos de la cara, se le escapara de sus labios el terrible secreto que se le ha revelado esta mañana, al cambio de guardia, en la tertulia del puesto de enfermería. Cuando le cuento estas cosas a Mario dice que son imaginaciones mías y me amenaza con quitarme la pluma y el diario. Me dice que ahora debo concentrarme en mi curación y dejar los diálogos interiores -ironiza- para cuando esté en casa completamente curada. Y al preguntarle cuando ocurrirá eso, veo como una nube negra cubre su mirada. Intento disolverla con uno de esos falsos enfados míos que él conoce perfectamente y le pido que me acerque la cajita de caramelos.Ayer por la tarde me pusieron el último suero de quimioterapia. Poco antes de que sirvieran la cena había entrado en mis venas la última gota de fuego. Con no poco esfuerzo he podido comer un poco de tortilla y un yogur. Ya estoy comenzando a sentir nauseas al comer, y en algunas zonas de mi cuerpo ya han aparecido los picores y cierta quemazón que la medicina oficial nombra con el eufemismo de efectos secundarios y de los que ya me avisó la médica que me atendió el primer día. La noche la he pasado con mucha fiebre. Mario apenas si ha dormido, pues ha estado toda la noche poniéndome paños de agua helada en las piernas para bajarme la inflamación que me produce unos dolores terribles, y también en la frente para tratar de bajar la fiebre sin tener que recurrir al paracetamol. Ha habido durante gran parte de la noche movimiento de personas por el pasillo. Me ha parecido oir lamentos de sirenas por la parte que da a la plaza. Se ha debido producir alguna emergencia de la que, como en todos los casos, no tendré noticia alguna.Y volviendo a mis achaques, anotaré que la mañana ha sido algo más llevadera. Me dice la doctora Barrancos, cuando ha pasado esta mañana por la habitación, que posiblemente aumente el dolor de las piernas y que no debo preocuparme por ello, que cuando eso ocurra, será señal de que la médula ha comenzado ya a funcionar arrojando al flujo sanguíneo -transcribo literalmente- las defensas que ya ha comenzado a producir.Ya me han prohibido salir al pasillo, y han colocado sobre la puerta el letrero de "prohibida la entrada".Llevo ya casi una semana en este hospital y todavía mi mente se halla fuera de sus paredes. No acaba de acostumbrarse a la fría soledad de estos pasillos blancos, a este silencio de muerte habitado tan solo por el pitido agudo e insistente de los cardiografos, o como se llamen, y el golpeteo irregular de la expendedora de refrescos que, aunque no sea muy oportuno escribirlo en estas circunstancias, suena a ataud hueco. Claro que no creo que me acostumbre nunca. No nos preparan para estas situaciones tan extremas. Y quién sabe si no es mejor así.Nunca habría podido imaginar que mi soñado viaje por el norte de Europa tuviese este final de fiesta. ¡Dios mio!, pero si hace apenas diez dias que me paseaba con Mario, en una mañana soleada, por el barrio viejo de Estocolmo y que subíamos a la torre de su ayuntamiento para contemplar desde su mirador la hermosa perspectiva de esta ciudad que vive y crece entre pequeños lagos. Solo nos faltó aquella mañana entrar en El Salón de Actos donde tiene lugar cada año la entrega de los Premios Nobel; no fue posible, cuando llegamos ya lo habían copado dos excursiones de japoneses que lo miraban todo a través del objetivo de sus cámaras, del que solo despegaban sus ojos para responder ante cualquier contingencia con esa mueca facial que nosotros llamamos sonrisa y que a mí en cambio me ha parecido siempre una nota más de ese gregarismo tribal que tanto repele a mi individualismo.Aún permanece en la autocaravana nuestro equipaje sin deshacer. Tanta fue la urgencia con la que este mal reclamaba su lugar en mi vida que ni la ropa sucia hemos sacado todavía de su bodega.Y ahora me encuentro aquí, encerrada en la habitación seiscientos doce, imaginando, para matar el tiempo, capillas sixtinas y paisajes polares en esas nubes que pasan al otro lado de la cristalera, o tratando de imaginar por el ligero temblor de una mano que toma la mía o por la oscuridad de una mirada, el ritmo al que "ella", la innombrable me está ganando la partida, la velocidad a la que me está llevando hacia su trinchera, que para mí será la última.Mario me dijo anoche, mientras colocaba pacientemente paños frios sobre mi cabeza, que el próximo año hemos de hacer el proyectado viaje a las Islas Griegas, que no creyera yo que me iba a escapar, bromeaba. Pero sus palabras me sonaron a algo falso, a bambalinas de teatro barato, cómo si ni él mismo se creyera lo que estaba diciendo.Cuando escribo en estos cuadernos hay unos breves instantes en los que tengo la extraña sensación de que ya he fallecido y de que estoy contando trozos de la vida de otra persona que yo observara desde mi muerte, desde mi propia tumba. Es dificil de explicar pero es así como me ocurre. Ahora, por ejemplo, me ha parecido que la que ha viajado a Estocolmo ha sido otra persona distinta de mí y que yo era una cronista anónima, casi incorporea, solo una mente flotando en la nada que recreaba los últimos meses de la vida de esa persona. Y lo más sorprendente de todo eso es que, para nada me resulta desagradable tal sensación, es más....me resulta casi placentera, parece como si me liberara de algunos miedos que me visitan por las noches y de no pocas angustias infantiles que el estado en que me encuentro han desatado. Es posible que todo ello sea debido al poder de fascinación y de evasión que tiene la palabra cuando se vierte en el papel. Y sospecho que es así porque cuando cierro el cuaderno siento cómo si me precipitara desde el paraiso al mismo infierno, a este infierno de paredes blancas y agujas hipodérmicas. Mientras escribo siento como si le perdiera incluso ese respeto frio que se le tiene a este tipo de enfermedad. En cierta manera es como si ella me tuviera un poco menos en su poder. Con cada palabra que añado a mi narración alimento la ilusión de que puedo escaparme de sus frias manos que se niegan a soltarme. En cambio, cuando cierro este diario vuelvo a ser yo esa enferma que teme despedirse de la vida siendo aún demasiado joven. Y si no pudiera escribir, me inventaría una amiga, como hacia de niña, a la que poder contarle la historia de mis días de viva voz. La historia de quien sabe si mis últimos días. Era tal la fuerza de mi imaginación que había noches que casi la veía sentada a los pies de mi cama; con gesto triste si yo estaba triste y alegre si yo había pasado un buen día. (jean valjean)


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