viernes, 31 de enero de 2014

Ayer, por la mañana.....

                                                VII



Ayer por la mañana, muy temprano, antes del reparto del desayuno me llevaron a la Sala de Curas para sacarme una muestra de sangre del esternón y comprobar si la médula ha comenzado ya a generar plaquetas. Mario, que me conoce bien y sabe lo sensible que soy a la presencia de una aguja hipodérmica, le ha solicitado a la doctora Barrancos autorización para acompañarme. La doctora se ha disculpado muy correctamente y le ha dicho que las normas del hospital son muy rigurosas y que ni ella misma está capacitada para otorgarle ese permiso. Mario se ha quedado en el pasillo paseando con cierto nerviosismo. De todas formas, los enfermeros y los médicos son muy amables y pacientes con todos nosotros, mucho más que en las otras plantas de este mismo hospital, y el dolor físico se me ha amortiguado bastante con las atenciones de que he sido objeto. Esto, cuando entras en el hospital ahogada en una infinita tristeza y preguntándote constantemente que por qué te ha tenido que tocar a tí pasar por esta dura prueba, cuando eso, ese comportamiento tan familiar de todo el personal que te atiende te ayuda a enfrentarte con el mal que te ha llevado hasta ellos, incluso te inyecta en el alma cierta dosis de un moderado optimismo que te abre una ventana a la esperanza siquiera sea para adaptarte a la nueva y fatal situación en la que te ha colocado el Destino. Pero pasado un tiempo, y acostumbrada a ese estatus de confort sicológico y espiritual, y convertida ya en carne de hospital, pues entonces, y cuando menos te lo esperas, ocurre; todas esas buenas maneras y ese celo que con la mejor intención ponen sobre tí y sobre los familiares que te acompañan todo el personal de la planta, desde el médico hasta la modesta limpiadora que te adecenta todos los días el aseo, se vuelven irremediablemente contra una en forma de miedo, si, si, eso es lo que he dicho: miedo, te da miedo, te da pánico, porque ellos (¿qué otra cosa pueden hacer?)con ese comportamiento tan humano a lo que, por desgracia nos tienen tan poco acostumbrados en estos enormes hospitales donde el pobre enfermo llega a sentirse en algún momento como uno de aquellos infelices cristianos ante la boca abierta del león en el circo romano, con esas atenciones que te brindan te están recordando constantemente que padeces una enfermedad lo suficientemente grave como para que te hagas merecedora de todas esas pequeñas y gratas ternuras con las que te abrigan el alma diariamente, como, por ejemplo, podría ser...qué sé yo...mirar para otro lado cuando protestas por el pinchazo en la vena y te has excedido en la protesta con algún vocablo inoportuno, o disimular con alguna broma cuando les rechazas una comida presentando como argumento tu más que justificado mal humor, o cuando elevas el tono de la voz más de lo adecuado cuando protestas por una cama mal hecha...Llega un momento en que se te hace odioso e insoportable ese cinturón de seguridad sicológico que te colocan con la mejor disposición nada más entrar aquí, porque es el recordatorio fiel y cotidiano, ya lo he dicho, de la terrible enfermedad que padeces, llegando hasta el extremo de que lo que desearías es que te echaran a patadas del hospital aunque, eso sí, sana, completamente sana.Estos dos días que he pasado sin escribir he pensado mucho en la muerte, en mi muerte. Como no podía escribir Mario se ha ofrecido, a pesar de que ya me conoce y sabía de antemano cual iba a ser mi respuesta, se me ha ofrecido como amanuense para que, si quiero, continue mi Diario al dictado. No podría. Sentiría que mis palabras pierden intimidad al dictársela al que la tiene que verter sobre el papel. Me saldría la prosa de un notario, o de un abogado, o de un escribiente de abastos. Unicamente me puedo confesar con el bolígrafo en mis manos. Siempre me ha gustado aislarme para escribir. Bueno la palabra "gustado" no sería la correcta, sino más bien "necesitado": Siempre he necesitado aislarme para escribir. Desde que, con apenas tres o cuatro años, comencé a llenar libretas y libretas con aquellos palotes en la Escuela de la señorita Trini, y levantaba parachoques y trincheras con mi maleta para aislarme del compañero de pupitre, desde aquella lejana edad no he podido escribir en presencia de alguien. Ni siquiera escribo cuando él se encuentra conmigo en la habitación. Es después de la cena, cuando ya se ha ido Mario y la enfermera me ha despejado la mesita que hay junto a la ventana, cuando me siento a tomar las notas de este Diario.El día de ayer lo pasé boca arriba y con las manos extendidas sobre la colcha, impregnadas de crema. Por la tarde tuve fiebre alta y Mario consiguió que me bajara algunas décimas colocándome bolsas de hielo en la frente y en las piernas. Desde la cama lo oía dar en el baño esos hondos suspiros que acostumbra a dar cuando algo le preocupa. No quiero preguntarle nada, tampoco lo necesito, lo conozco bien, sé que no es fuerte, nada fuerte, y cualquier comentario que haya oido sin querer en los pasillos puede dejarlo sumido en ese silencio todo el día. Es un niño. Un niño grande. Hace ya media hora que se ha ido y tengo su imagen aquí, delante de los ojos, en esta foto que nos hizo su hija cuando fuimos los tres a París con la autocaravana que estaba recien comprada. Estamos delante de una de esas hermosas balconadas a las que seguramente se asomaría la reina Maria Antonieta a darle hondos suspiros a la luna, o la misma por la que penetró la chusma parisina a darle garrote a la monarquía. Mario está de pie con su mostacho de carabinero y en esa postura forzada, tan poco natural que siempre saca en todas las fotos, yo, detrás de él, izada sobre el pretil del balcón y apoyada sobre sus hombros. Antes de marcharse, cuando se ha acercado para besarme le he dicho medio en broma y medio en serio que puedo morir en cualquier momento, se ha enfadado, y a cambio se ha permitido la pequeña venganza de confesarme que anoche al llegar a casa se compró un paquete de tabaco y se fumó tres o cuatro cigarrillos antes de subir a acostarse. Me preocupa que vuelva a fumar, pero me ha tranquilizado, me dice que les supo muy mal y que no le han quedado ganas de repetir. Hace ya tres años que no fumamos ninguno de los dos. Aprovechamos para dejarlo el viaje de dos meses que hicimos por Grecia durante el otoño del año dos mil. Esta tarde mientras ponía crema en mis manos le he preguntado si continuará igual de enamorado de mí cuando haya pasado todo esto. Me aprieta una mano entre las suyas. Le digo, con la voz medio rota, que por las mañanas, cuando acudo al lavabo y me miro en el espejo me veo muy vieja y muy estropeada. Y no me responde, sólo sonrie. ¡Dios mio! le tiene la muerte a una cogida por un brazo y dándole tirones con sus manos de tierra, y una no tiene otra cosa mejor que hacer más que enrredar con ese tipo de preguntas al hombre que vive contigo. ¿Sera cierto que existe eso que los escritores cursis llaman "el eterno femenino" y que hasta en las circunstancias más adversas hace su aparición? De todos modos de bien poco te sirve la coquetería en un lugar como éste, es hasta peligrosa; es algo que, si no quieres que te haga sufrir, has de tirar en la primera papelera que te encuentres nada más entrar. Aún sin ser coqueta nunca te acostumbras a ese rostro demacrado de piel amarillenta y seca como fondo de pantano que el espejo te escupe a la cara todas las mañanas. Las puntas de los dedos todavía no me las siento y no puedo escribir mucho tiempo sin detenerme a darles un respiro....Pero estaba hablando de mi muerte. Iba a decir que he tenido una sensación algo extraña, como si yo estuviera hablando de otra persona distinta de mí, pero de una persona muerta. Como si estuviera en presencia del cadaver de un desconocido. Eso es lo que he sentido cuando he escrito esas dos palabras.: "mi muerte". Claro que cuando te detienes a reflexionar un poco enseguida te das cuenta de que la cosa no encierra mayor misterio: La palabra "muerte" es una palabra que con ese posesivo de primera persona no usamos habitualmente; la gente no va por ahí hablando de su propia muerte, de "mi muerte", es algo de lo que se elude hablar, incluso se percibe como un síntoma de mal gusto el insistir en ese aspecto de la propia biografía. En mi caso creo que es la primera vez que la pongo por escrito aunque lo haya pensado muchas veces, y es por eso que me resulta extraña, como ajena a mí. Y no debería resultarnos tan extraña, porque siempre nos acompaña aunque nosotros pretendamos ignorarla como ese antiguo conocido incómodo que nos encontramos una noche en la cola del cine y ante cuya presencia nos ponemos descaradamente a mirar la cartelera para rehuir el saludo. Deberían educarnos, cree una, para cuando la muerte, nuestra muerte, pasa cerca de nosotros dispusieramos de la suficiente presencia de ánimo como para recibirla con algo de dignidad. Claro que todo esto está muy bien decirlo pero -como se dice- a la hora de la verdad...Algo tan natural y que viene sucediendo con una puntualidad zodiacal, algo tan preciso y tan necesario como la propia vida lo olvidamos completamente mientras gozamos de buena salud, no queremos pensar en eso. Siempre, siempre son los demás los que se mueren; el "otro". Sólo cuando te encuentras en una situación como en la que me encuentro yo ahora, es cuando, como lo piensas, te ves obligado a expresarlo con esa frase tan rotunda: "mi muerte".La señora Teresa, mi compañera de habitación me acaba de preguntar que por qué escribo. Y no he sabido responderle. ¿Por qué escribo? Ni yo misma lo sé. ¿Tal vez para conjurar esta enfermedad? ¿Para vencerla, aunque sea sobre el papel, como el hombre primitivo que creía poder matar al bisonte en campo abierto si antes lo pintaba asaeteado de flechas sobre las paredes de su cueva? Al final, por decirle algo que tampoco se aleja mucho de la verdad le digo que soy de caracter muy reservado y que desde muy joven, cuando he pasado por situaciones dificiles o por momentos de felicidad he recurrido al papel y la tinta para desahogarme con ellos. Se sorprende mucho cuando le añado que una vez pasada la mala o buena racha los tiro a la basura, a la papelera...

 


jueves, 30 de enero de 2014

Mi hermana me ha llamado.....

                                                VIII



Mi hermana me ha llamado al móvil. Me dice que mañana viene para quedarse todo el día conmigo y que Mario pueda descansar ese día. Le he pedido que me traiga braguitas de papel de esas de usar y tirar, y un tarro de tinta para la estilográfica.Son curiosas las relaciones que se mantienen dentro de la familia. Cuando nos encontramos disfrutando de un perfecto estado de salud no nos acordamos unos de otros; viviendo apenas a dos o tres horas de distancia pasamos el mes con dos llamadas de teléfono en las que nos soltamos todos los tópicos aprendidos de nuestros padres y nos preguntamos de forma burocrática, como notarios, por la salud de los componentes de nuestras respectivas familias...Y así vamos tirando. Y en cambio cuando una enfermedad de cierta magnitud hace presa en uno de nosotros, todos los demás caen en una especie de marasmo, hacen muestra de unas ansiedades, renacen unas extrañas culpabilidades de no se sabe bien qué tiempos pasados; francamente, no lo entiendo, o lo entiendo demasiado bien. Yo sé muy bien el carácter que tengo. Con mis hermanas no he sido siempre todo lo justa que hubiera debido ser pero tengo que decir en mi descargo y en estricta justicia que cuando yo me he encontrado en alguna situación dificil no he sentido tampoco el apoyo de ellas; en los momentos dificiles de mi vida he mirado alrededor y no las he visto a ellas, no me ha llegado el calor de su aliento; he echado a faltar esa mano amiga que en los momentos dificiles se te acerca para que te apoyes en ella y no des el salto al vacío; me he sentido sola, esa es la verdad, muy sola. No deja de ser curioso, por otra parte, la escasez de ejemplos de hermanos unidos por una fuerte amistad que nos ofrece la Historia de la Literatura. Ni siquiera en las obras de ficción nos encontramos con dos seres que, paridos por el mismo útero, nos puedan hacer olvidar la negra leyenda de Caín y Abel. Parece ser que en las grandes obras de la narrativa ha dado siempre más juego el sentimiento del odio que el del amor que solo lo hemos encontrado en aquellos rancios comics llamados "de hadas" que comprábamos en los kioscos cuando eramos niños y los cambiábamos a real la pieza y a los que yo, a pesar de ser niña, no fui nunca aficionada desechándolos como materia de lectura y tomando en cambio los de mis hermanos, aquellas colecciones de El Jabato, El Capitán Trueno (soñaba con convertirme en la rubia Sigrid) y hasta los de Roberto Alcazar que me parecían, todos ellos, mucho más divertidos, costumbre que tuvo muy preocupada a mamá durante parte de mi infancia. Se ve que ya iba una apuntando maneras, como se dice coloquialmente, porque siendo ya una mocita de catorce años y vistiendo el úniforme de un rancio colegio de monjas, me leí en dos tardes Madame Bovary encerrada en los lavabos del colegio, en un viejo y sobado ejemplar de la Editorial Losada que me sacó a préstamo, en su nombre, de la biblioteca municipal, el amigo de uno de mis hermanos. Yo no conocía la existencia de esa señora hasta el mismo instante en que una profesora del colegio, una vieja solterona que habría hecho las delicias de Freud nos la puso como ejemplo de la mujer pecadora y abyecta por excelencia. ¿Quien me iba a decir, que por vía de una prohibición iba a llegar yo a entrar en contacto con una de las mejores novelas de la historia de la literatura universal?Con mi primer sueldo del Magisterio me compré una buena edición que releo con gusto de vez en cuando.

miércoles, 29 de enero de 2014

Ellas si han estado más unidas.....

                                                            IX


Ellas si han estado más unidas a mamá de lo que lo he estado yo. Estoy hablando de mis hermanas ¡claro! La diferencia de edad entre ellas y yo es la suficiente como para que cuando yo era ya una adolescente que despertaba a mujer y tenía con mi madre los enfrentamientos propios de esa edad, ya de por sí conflictiva, ellas eran dos niñas y por lo mismo muy influenciables que fueron testigos de la etapa más cruda y más violenta de mis relaciones con mamá; y eso colaboró a crear en sus mentes la imagen distorsionada que siempre han tenido de mí y que nos lleva a mantener de adultas unas relaciones bastante equívocas que se mueven casi siempre entre la culpabilidad y el cariño, entre la indiferencia y la susceptibilidad. Mamá no me gritaba ni se enfrentaba de forma violenta a las reivindicaciones propias de la edad que yo le exigía sino que me vencía con su indiferencia hacia mi joven persona, que podía durar semanas, alimentado por el silencio  cómplice de mis hermanas, silencio que mamá alimentaba con su rostro de enfado. Cuando decidí irme a vivir con Mario papá estuvo algo duro conmigo y era el mismo Mario (y esto es algo que siempre ignoró papá) el que lo defendía de mis ataques de hija despreciada. Mis hermanas, prefirieron permanecer al margen de la disputa y cuando yo, por aquellos días, aparecía por la casa y había reunión familiar los silencios de mis hermanas podían oirse en el otro extremo de la ciudad.
Mientras hablaba con mi hermana ha venido una enfermera a informarme de que mañana me cambian de habitación. Me van a llevar a la otra ala del edificio donde se encuentran las habitaciones de aislamiento pues mi médula se niega a mandarme esos neutrofitos, y mi organismo se encuentra completamente indefenso frente a cualquier infección. Y debe de ser verdad porque yo me siento cada vez más débil.




                   

martes, 28 de enero de 2014

                              

                                                               X


Esta mañana, al entrar en la nueva habitación a la que me han trasladado, el mundo, de golpe, se me ha caído encima. Las pocas fuerzas que había conseguido acumular desde que me internaron en este hospital, y que yo, con una avaricia asiática había ido atesorando en mi corazón, las he perdido todas de golpe, se han esfumado en el aire como el humo en el viento o, mejor,  como aquellas semillas de girasol que cuando éramos niños, sentados ante la televisión, íbamos pelando una a una con una paciencia que solo en la infancia se conoce para, una vez limpias de cáscaras, comernoslas a puñaditos, con delectación, saboreando mientras tanto ese telefilm nuestro preferido, que habíamos estado esperando toda la semana, y de pronto, una corriente de aire nos las tiraba por la ventana. Pues así; todo ese puñadito de  fuerzas con el que contaba para enfrentarme a esta maldita enfermedad y a las más negras perspectivas que ella pueda depararme todavía, toda esa energía que había ido sacando de aquí...de allí...de no se sabe bien dónde, toda se me ha venido abajo, de pronto, al contemplar el lugar de mi nuevo encierro. De un zarpazo se las ha llevado el viento del horror. Mario, impresionado sin duda por el mismo decorado intenta distraerme hablándome otra vez de su claustrofobia y de las crisis nerviosas que sufrió por ello en el servicio militar. Sentado junto a la ventana intenta distraerme con la historia de la mili, de su mili a bordo de aquella vieja cañonera, la "Júpiter", y en cuyas calderas, encerrados, en más de una ocasión, con la caldera a punto de estallar, le había dejado como secuela una intensa claustrofobia que se le manisfestaba ante cualquier situación que supusiera enciderro o inmovilidad, para decirme a continuación que ésto (se refiere a la habitación, naturalmente) no va a ser peor que aquello. Cuando terminó con lo de la claustrofobia pasó a preguntarme si me acordaba de nuestro último viaje a Las Palmas, cuando me estuvo enseñando la Base Naval y las viejas cañoneras desahuciadas, abiertas por la quilla como unos extraños animales submarinos y mostrando al sol todo su costillaje oxidado y carcomido.Y  me pregunta si me acuerdo de la foto que el marinero de guardia nos hizo juntos al lado del enorme ancla de cemento que escoltaba la puerta de entrada. No cesa de hablar. Le noto nervioso y como con miedo. Ahora habla del pequeño crucero que hicimos a La Palma y de aquel autobús que nos llevó por la caldera de Teburiente y parecía que nos iba a tirar a todos por aquel acantilado desde el que se veía, surgiendo de la bruma, allá en el horizonte, la blanca cumbre del Teide tras la bruma rojiza del sol poniente. Yo permanezco muda, o enmudecida más bien. Ha llegado un momento en que he tenido la convicción de que estaba hablando para él, con él, como si con esa perorata incesante quisiera quitarse de encima quien sabe qué miedos o borrar de su cerebro quién sabe qué preguntas...o qué respuestas. Pronto se dio cuenta de que el efecto provocado fue justo el contrario del que él deseaba. Me eché a llorar desconsoladamente. Sé lo que el pobre ha de sufrir al verme en este estado. Tengo la piel de la cara seca y agrietada; la cabeza completamente rapada como los niños de una guerra; y mi cuerpo, avejentado por la química lo cubre malamente este camisón desteñido y sin tiempo. Y ahora, con este aspecto, encerrada en una celda como de manicomio, con ese ventanuco de cristal anunciando ya el decorado de un tanatorio.No he podido contenerme; de golpe me he venido abajo. Como  se queda muy desconcertado cuando me ve llorar, y a mí me resta todavía un poco de coquetería que me impide que incluso él pueda verme en este estado le he pedido  que baje a comprarme unas revistas. ¡Dios mio! es una tan joven para que la muerte comience ya a llamar a nuestra puerta. Me faltan más de veinte años para llegar a la edad con la que murió mamá, y todos decían que murió muy joven. A veces, para darme ánimos me acuerdo de mis peleas con los niños de la escuela cuando apenas contaba ocho o diez años. Llegaron a ponerme el apodo de Pipi calzas largas, porque era la época en que estaba de moda esa serie de televisión y también un poco  porque yo era la encargada de defender a las niñas de los ataques de los niños cuando jugábamos en el recreo. Sólo si pudiera contar ahora con la mitad del coraje que contaba aquella niña delgada, de largas trenzas y piernas de cigarrón que le sacaba la lengua a la profesora o le robaba tizas del encerado mientras respondía a las preguntas de geografía, solo con la mitad de su coraje tendría suficiente para enfrentarme a esta terrible situación que me ha deparado el Destino. Recuerdo una tarde en un pueblecito del interior, creo que Morón de la Frontera a cuya base aerea destinaron a papá. Sentada en el porche de la casa en compañía de una niña de mi edad que su mamá acababa de presentarme con un dulzura que a mí me pareció en ese instante algo meliflua y bastante cursi. La niña, cuyo nombre no retuve en tan fugaz idilio era de complexión algo más fuerte que yo, pero más bajita y, según me dijo mi madre después, bastante más fea. Después  de estar un rato mirándonos fijamente como midiendo nuestros respectivos territorios se levantó y sin mediar palabra me dió un fuerte coscorrón en la cabeza, y en el más completo silencio volvió a sentarse y a clavar su mirada en mí que ahora era de evidente animosidad. Yo como respuesta, arrastré el culo por el escalón y cuando la aproximación a ella era la adecuada y perfectamente ajustada a la longitud de mi brazo, sin mediar tampoco palabra alguna le crucé la cara de un tortazo. No sé qué tiempo estuvimos las dos, completamente mudas e intercambiando coscorrón y guantazo, guantazo y coscorrón, hasta que nuestras madres al descubrir, ya no recuerdo cómo, el duelo incruento que tenía lugar en el jardin de la casa nos separaron sin duda que espantadas del derroche de sorda violencia de la que hacían muestra aquellos dos macacos. Yo, por mi parte, he de decir que no eché ni una lágrima y que ni la más minima protesta salió de mis labios cuando mis padres me castigaron aquella noche. Ni sentí la menor claustrofobia cuando  me encerraron con llave en mi cuarto. Y ahora, recordando aquella niña que fui, no puedo por menos que sentirme muy orgullosa de ella. Era rebelde y valiente. Intento recordar qué hice durante el rato de mi encierro y creo que, como hacia siempre, me encerré todavía más, dentro del ropero grande. Allí, enterrada entre mantas con olor a naftalina y vestidos viejos de mamá pasé aquel "arresto domiciliario" como lo llamaba papá en su lenguaje cuartelero que inconscientemente trasladaba a la casa, arresto que no sería ni el único ni el último. Con el paso del tiempo perfeccioné mi cueva doméstica dotándola de luz electrica con una linterna enorme y pintada de caqui que me dió papá de cuando estuvo destinado en Ifni. Y ese, el armario grande y negro fue mi primer gabinete de lectura. El pequeño de mis hermanos, probó un día a encerrarme con llave, pero cuando comprobó que la claustrofobia no entraba dentro del catálogo de mis limitaciones sicologicas se aburrió y me dejó por imposible. Eran tan placenteras aquellas tardes de lectura encerradas en el armario que me dejó impregnado mi caracter de un  cierto misantropismo precoz y un amor a la soledad que los años no solo no han corregido sino que han aumentado. Del armario negro pasé con doce años a las mesas tapizadas de la Biblioteca del Instituto, que los sábados por la tarde estaba completamente solitaria si hacemos excepción de la Profesora de Ciencias Naturales cuyo nombre ya he olvidado y que prefiero mantener en el anonimato antes que reflejar en estas páginas el feo apodo con el que la cruel escolanía la bautizara aprovechando la inspiración que les proporcionaba la fea parálisis que afectaba a la mitad izquierda de su cuerpo y que la obligaba a caminar de una manera harto grotesca. El bibliotecario además de ayudarle a colocarse en su pupitre donde pasaba la tarde corrigiendo los exámenes de sus alumnos acudía de vez en cuando a darle tertulia y a encenderle los cigarrillos americanos sin filtro que esta profesora fumaba con avidez. El otro visitante asiduo de la Biblioteca era un hijo del bibliotecario que preparaba unas Oposiciones al Cuerpo de Correos. Llegué a hacer amistad con este bibliotecario, un hombre muy amable que de niño perdió el brazo derecho al explotarle una bomba de mano encontrada en un vertedero durante la Guerra Civil, y que, gratamente soprendido de encontrarse con una lectora entre tanto estudiante ágrafo y lectófobo me orientaba sobre los rincones de las enormes estanterías por donde se encontraban las mejores lecturas para mi edad. Una de ellas fue, los doce volúmenes en versión juvenil de Las Mil y una Noches  de la Editorial Molino que me leí, creo, dos veces. De mayor, encontré este libro en la biblioteca de uno de los muchos colegios que como Profesora he recorrido. Lo comencé a leer pensando, tonta de mí, que podría recrear fielmente el estado casi místico de placer y fantasias que me producían estas lecturas en mi infancia; el fiasco fue tan grande que nunca más se me ha ocurrido repetir tal experiencia. Prefiero la dulce nostalgia que produce el recuerdo de dichas lecturas al riesgo de matar tan bellos fantasmas con un intento de relectura buscando lo que ya no existe, lo que el Tiempo destruyó. A las Mil y una Noches siguieron los libros de Julio Verne y de Emilio Salgari hasta que recibí, entrando ya en la adolescencia el impacto de Madame Bovary leido en las circunstancias tan especiales de las que ya he dado noticia algo más arriba. Creo que si después de mi experiencia espeleológica del armario, donde tan a gusto leía, no hubiese encontrado un lugar como la biblioteca del Instituto no sería hoy tan amante de la lectura. Cuando oscurecía, don Antonio Rico, (¿No he dicho que se llamaba don Antonio Rico el bibliotecario?) encendía las lámparas individuales de cada pupitre y al placer de la lectura se unía ahora la paz de un silencio monacal, enmarcado por el discreto tic-tac de un reloj "de pared" que colgaba encima de la puerta de entrada, junto al retrato de Franco, contrapunteado, el reloj, por las toses de tabaco negro de don Antonio.



                                              

lunes, 27 de enero de 2014

                                                                

                                                                  XI



No sé si la claustrofobia o el miedo son similares, tienen alguna relación entre ellos; hay quien dice que la claustrofobia es una de las muchas formas que adopta el miedo a lo desconocido. En mi caso no se relacionan para nada porque, no sintiendo ninguna ansiedad enterrada como estoy bajo estas dos puertas, tengo mucho miedo, no sé realmente a qué, pero estoy muy asustada, y no es a la Muerte, que es el que me ha acompañado desde que entré en el hospital, es algo distinto y desconocido; es otro miedo a no sé muy bien qué. Se ha convertido en mi compañero de habitación, no me abandona, es como mi sombra, me despierta sobresaltada por las noches en forma de pesadilla y me hace derramar lágrimas junto a la ventana al contemplar la vida que bulle afuera durante el día. Ese miedo ha tomado cuerpo, le podría poner cariñosamente hasta un nombre y lo oigo respirar junto a mí por las noches.
Cuando Mario ha regresado con las revistas aún me ha encontrado con los ojos enrojecidos por el llanto. Me pregunta si quiero quedarme sola. Yo le digo que sí con la cabeza y antes de irse nos tomamos de las manos, que es todo el contacto corporal, la única coreografía amorosa que a partir de hoy y hasta que termine el período de aislamiento permite la prescripción facultativa. Le insisto en que no quiero visitas ni siquiera a través del ventanuco. Él me tranquiliza diciéndome que ahora estamos en una zona de acceso restringido.
Ayer, cuando estaba esperando al celador que me iba a traer hasta aquí, le dije (ya sé que es una tontería pero quiero reflejarlo aquí)  le dije que si a mí me pasaba algo que no se desprendiera de Séneca. Él me respondió con un chiste un poco subido de tono que sirvió para que por primera vez desde que estoy me riera de la ocurrencia que tuvo. Por otra parte no sé si he hablado ya en este Diario de nuestro gato siamés; de Séneca. Creo que no. El gato fue un capricho mío y, como todas mis decisiones, su adquisición en una tienda de animales del barrio fue también impulsiva y algo irreflexiva. Mario no se lleva mal con Séneca. Hasta juega con él de vez en cuando. Cuando me presenté en casa con el minino tuvimos toda una tarde de negociaciones. Me puso dos condiciones: el gato no entraría en nuestro dormitorio y él nunca le cambiaría la tierra, <>, dijo. Firmamos el armisticio y Séneca pasó a formar parte de la familia. El nombre se lo puso él.
A veces, desde que estoy enferma, siento una pena infinita por él, por Mario, y me lo imagino, una vez que yo falte, me lo imagino solo, completamente solo, encerrado en la biblioteca de la casa y escribiéndole esas larguísimas cartas a su amigo J*** en las que se comentan las últimas lecturas, o recuerdan el tiempo que ambos vivieron en Barcelona, ciudad en la que se conocieron cuando ambos, después de terminar los estudios de Magisterio emigraron a ella, o empaquetando mis prendas de vestir para dárselas a mis hermanas y encontrándose en esas mismas ropas de muerta, monedas y  recibos viejos, recuerdos, en fin, llenos de polvo y de telarañas, mudos testigos de ese mundo que compartió conmigo y que, como un decorado de feria se le ha hundido bajo los pies. Pero cuando lo pienso algo más detenidamente llego a la conclusión de que por quien en realidad siento pena es por mí misma y por lo poco que vale ahora mi vida. Es esa autocompasión por mi precaria existencia actual la que yo, por algún mecanismo interior cuyas causas Freud sabrá...las proyecto sobre él. Y me acuerdo mucho de su hija. Desde que estoy en este Hospital he reflexionado mucho sobre eso. Veinticuatro horas diarias amarrada a una cama da para mucho. Pronto hará dos años que no se hablan. Y de vez en cuando me da por pensar si no habré tenido yo algo que ver en esa ruptura. Cuando le hago ver mi temor a que él haya podido ser demasiado rígido con Clara se enfada y me vuelve a repetir por enesima vez los principios morales que según él han de presidir las relaciones entre padres e hijos. Le digo que eso está muy bien para Rousseau, pero que él no querrá escribir otro Emilio sino mantener con su hija unas relaciones afectivas que dada su situación no pueden ser muy exigentes. No sé...Creo que se equivoca. Y lo malo es que no se deja ayudar. Es prisionero de su orgullo, que es el peor carcelero, el que nunca te indulta. Algo en su infancia lo ha endurecido, pero ni él mismo sabe qué es. A todos los de nuestra generación nos han pegado más o menos siendo niños, pero en él veo algo más que no se me alcanza a descubrir qué cosa sea.
El celador se ha marchado después de explicarle a Mario como debe colocarse correctamente la mascarilla para que no haya riesgo de fugas. Y le advierte que si se nota algún sintoma de resfriado o fiebre debe avisar a enfermería por el alto riesgo que para mí supondría un contagio aunque fuese del más leve resfriado.
Para acceder a la habitación hemos tenido que franquear dos puertas. Ya ha comenzado a funcionar el extractor de aire que no se parará mientras yo esté aquí. El golpe de las puertas al cerrar es insoportable; suena como la chapa que cuelga de la fachada de esas viejas tabernas de puertos cuando el viento que sube del mar las golpea contra la pared. Presiento que no voy a dormir nada.
Veo, a través del ventanuco como el celador se desprende de la mascarilla; me siento como si me encontrara en la mesa de un quirófano. Que pocas sensaciones agradables voy a tener en este encierro. Habrá que poner en marcha la imaginación y aferrarse a las páginas de este Diario. Y aún así creo que nunca me acostumbraré a ese ventanuco desde el que todo el mundo te mira como si fueras una atracción de feria de esas de "para mayores", como aquel autobús donde una señorita en bikini permanecía dentro de una urna tumbada junto a una enorme serpiente amazónica, o como si una fuera un bicho raro enjaulado, o algo que la Naturaleza, por puro capricho les ha dejado en aquella habitación para que lo estudien, y hagan con sus vísceras más íntimas muchas tesis doctorales. Solo me falta el alfiler en la cabeza y un par de vistosas alas, o balancearme como un astronauta en el espacio, en el interior de un frasco de vidrio de proporciones adecuadas encerrado en una placenta de formol. Cuando te sientes observada de ese modo llegas a la triste conclusión de que en ese momento tu vida vale bien poco,...o que no vale nada. Ha habido un instante en que me he creido el protagonista de La Metamorfosis de Kafka; me he sentido como si entrara en la piel de ese triste personaje, trasunto del propio escritor.
La ventana que da a la calle, de doble vidrio, está sellada. Antes de acostarme me he asomado a echar un vistazo a la calle. A pesar de ser la hora en que todo el mundo regresa del trabajo a casa y que por ello está atestada de automóviles detenidos en los cruces, de gente andando precipitadamente por las aceras y de autobuses parados en mitad de la carretera descargando pasajeros que marchan (estos también) corriendo para pillar verde el semáforo (aunque desde aquí no pueda oirla) azuzados como ovejas por la sirena eléctrica del semáforo que les avisa de la brevedad del tiempo... a pesar de todo ese hervidero de vida no se oye el más mínimo ruido, ni el más leve sonido llega a mis oidos, da espanto observar este paisaje urbano lleno de vida desde el interior de esta cápsula de silencio absoluto en la que me encuentro sumergida desde hace unos instantes; la sensación es bastante desagradable, es como si ya estuviéramos muertos y viéramos el mundo desde la otra orilla o como si los muertos fueran ellos. Una ciudad de fantasmas, una ciudad habitada con vivos muertos que corren para arriba y para abajo sin saber muy bien adonde quieren ir, al menos eso es lo que a mi me parece al verlos tan pequeños y tan enmudecidos, como esas particulas diminutas en que se fracciona el mercurio cuando se nos rompía el termómetro y corrían todas como un torbellino en direcciones opuestas, como huyendo de algún terror invisible para ellas.
Del interior del hospital tampoco me llega ningún sonido. Esos ruidos cotidianos del hospital, qué sé yo, un carrito que chirria arrastrado por un auxiliar, la máquina dispensadora de botellas de agua con su golpeteo de plástico dormido y el chirrido de sus monedas, el frenazo del ascensor al llegar a esta última planta, la radio de las enfermeras del puesto de guardia...todos esos ruidos a los que cuando me encontraba en la otra habitación no les prestaba la más mínima atención los echo ahora a faltar, ahora percibo, en este silencio total, espeso y blanco, que aquel batiburrillo de voces, humanizaban un poco este lugar terrible. Solo oigo, aquí dentro, junto a mí, como un perro viejo y fiel que me acompañara, la respiración cansada del motor del aire acondicionado y el golpeteo de la visera de aluminio de la gatera que tiene la puerta en su borde inferior para que se renueve el aire de la habitación. Voy a echar a faltar la compañía de la señora Teresa.
El enfermero de guardia ha entrado a ofrecerme los servicios de un grupo de voluntarios. Son, me dice,  jóvenes estudiantes que acuden al hospital a ofrecerse a los enfermos para darles masajes o simplemente darles un poco de conversación que los saque de su doloroso marasmo. Le digo que no, que no necesito nada de eso, que la tristeza de hoy ya pasará, que si estoy así, un poco pocha es porque me ha impresionado este tipo de celda con doble puerta y la mascarilla con que se cubren el rostro el personal que me atienden ahora. Solo les veo los ojos. Parece que estoy viviendo una de esas historias de ciencia-ficción que  vemos en la "tele"; una de esas historias en las que unos extraterrestres te han secuestrado en tu propia ciudad y te han metido en un laboratorio muy blanco para experimentar con tu fisiología más íntima o esa otra en la que siendo disidente político de un regimen totalitario te han sepultado para siempre en una sala recóndita de un manicomio escondido en lo más hondo del pais donde nadie te habla ni te escucha. El enfermero se rie y trata de levantarme los ánimos haciendo  broma sobre mi exceso de imaginación. Mario ha bajado por una tarjeta para la televisión y, cuando me he quedado sola, me ha invadido el miedo y la tristeza. Cuando ha regresado me ha sorprendido llorando. Me trae la  tarjeta para ver la "tele" y mi walkmann que aún permanecía con el resto de mi equipaje en la autocaravana; aún tiene en la disketera el cedé de Bárbara Streissand que estuve oyendo cuando paseábamos por las calles de Estocolmo. Me dice también que Consuelo ha llamado por teléfono a casa. Estaba muy preocupada porque al no llegarnos a su casa pensaba que habíamos sufrido un accidente en el viaje. También ha dicho que para Navidad vendrá a pasar unos días a su casa. Y que ya han comenzado a caer las primeras nieves sobre Estocolmo. Que Elena, una de sus hijas, está tomando fotos de la ciudad desde la torre del Ayuntamiento y que nos mandará unas cuantas para que las veamos.
Ya han revelado el carrete de fotos de este viaje. 



                                           

domingo, 26 de enero de 2014

                                                                         XII


 Le he pedido a Mario que se informe de la señora Teresa, mi compañera de habitación, y me dice que todavía no le han podido poner el tratamiento con quimioterapia porque su indice de azucar es muy alto. El marido, cuando pasea por esta parte del pasillo, donde se encuentran las habitaciones de aislamiento se asoma a la ventanita y me saluda con su sonrisa triste. Desde que llegaron al Hospital vengo pensando dónde, en qué lugar, en qué persona, en qué rostro he visto yo antes de ahora esa sonrisa, una sonrisa que parece a punto de convertirse en llanto en cualquier momento. Y ahora mismo he caido en la cuenta. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Claro, seguramente porque ahora el ventanuco me ha recordado a la pantalla de un cine porque ha sido ahí, en el cine. Es la misma sonrisa del "Flaco" de "El Gordo y el Flaco", que se llamaba Stan, Stan Laurel, porque Oliver es el gordo. Así. Así.¡Eso es! Así sonreía el Flaco cuando había cometido alguna torpeza que tan cara pagaban luego los dos y que el gordo le reprochaba moviéndo el dedito y (¿dandole? ¿comunicándole?) a su oronda figura el impulso temblón de un gigantesco flan de gelatina a ritmo de samba. Esa sonrisa que tanta ternura despertaba en nosotros y que nos hacía olvidar al momento que acababa de hundir la barca en la que paseaban, o le había quemado el traje a su compañero, o cualquier otra fechoría que el "Gordo" soportaba con una paciencia a la que no se le veía nunca el fondo. Así me está sonriendo ahora el marido de la señora Teresa. Habla mucho con Mario en el pasillo, y ya puedo imaginarme de qué hablan, de mí y de su mujer por eso mismo no le pregunto, soy muy miedosa, y Mario es tan torpe a la hora de echar alguna mentira...Si he de morirme, no quiero saberlo.
Anoche estuve oyendo a un hombre de quejarse en la habitación de al lado, creo que la 605, pues así se lo he oido decir a los enfermeros que han estado toda la noche entrando y saliendo de esa habitación llevando bolsas de suero y de sangre. De vez en cuando pronunciaba un nombre con un tono de voz muy débil, apenas se distinguía el nombre. Y entonces se oía una voz femenina que le hablaba en tono como de consolación. Este diálogo era interrumpido por un golpe de tos que debía de ser del propio paciente. A los pocos segundos se oía de abrir y cerrarse la puerta violentamente. Ese hombre, igual que yo, hace dos o tres semanas estaría en su casa, o atendiendo a su trabajo, feliz, o infeliz pero ajeno a lo que estaba ya escrito en la página siguiente de su Destino. Una buena mañana, sintiéndose muy cansado o con algo de fiebre, habrá ido al ambulatorio de su barrio pensando que tenía una vulgar gripe que con unas buenas dosis de acido acetilsalicílico y dos o tres días de asiento y abrigo ante el televisor se la quitaría de encima sin más historias para continuar otra vez sus trabajos, sus sueños...El médico habrá intentado darle el diagnóstico de la manera más suave posible. Seguramente que habrá comenzado con aquello de.: <>Y cuando el pobre hombre haya preguntado que qué son esos mieloblastos o...como se llame...
Parece que ya ha dejado de toser. Si no perdieramos el sentido del humor al entrar aquí, podríamos comunicarnos mediante golpecitos en la pared. Nos inventariamos un código secreto solo reconocible por nosotros y andariamos toda la noche intercambiandonos la poca información que nos llega a cada una de nuestras cápsulas antisepticas. He tratado de adivinar, por los movimientos que hace la persona que lo acompaña, la verdadera situación de este enfermo, y creo que está bastante peor que yo; esa mujer que lo acompaña no para ni un momento; se la oye de entrar y salir de la habitación buscando, sin duda la ayuda de algún enfermero; anda bastante torpemente de lo que deduzco que ha de ser la madre del enfermo que muestra por el timbre de la tos ser todavía bastante joven.




                                                

sábado, 25 de enero de 2014

                                                  

                                                                XIII




Cuando pasa por la terraza exterior el empleado que limpia los cristales de la ventana, la sensación que me produce es muy desagradable pues el hombre, a pesar de estar enfrentado a mí se siente, posiblemente por ser bastante más joven que yo, algo violento, como tenso, y evita mis miradas, haciendo, por pudor,  como que no me ve, como si en esta habitación no hubiera nadie. En ese preciso instante tengo la  sensación de que me encuentro ya tras las cristaleras del tanatorio. Y ya muerta, ¡claro!, o lo que es peor, de que no hay nadie en esta habitación, de que no existo físicamente y tan solo mi pensamiento, mi yo incorpóreo anda flotando por el aire de esta habitación como los jirones de un fantasma triste, o el alma de algún difunto antiguo. Esta mañana, cuando ha vuelto a pasar con su limpiacristales y su cubito de espuma me han dado ganas de levantarme y pegar la cara a la ventana, como una niña traviesa, y sacarle la lengua, o reirme, o hacerle un guiño, o qué sé yo...Algo. Decirle, por ejemplo, que se porte con más naturalidad, gritarle que soy una enferma de cáncer no una leprosa poseida por el demonio, ni una esquizofrénica que se le va a lanzar al cuello de un momento a otro; que hace bien poco tiempo yo estaba, al igual que él, al otro lado de esta cristalera, con mi vida completamente organizada y ocupada en las tareas que se ocupa cualquier persona normal; ilusionada por nimiedades cotidianas como el comienzo de alguna nueva lectura o esperando la visita de alguna antigua amiga que iba a ir a esperar al aeropuerto; no sé, cosas. Le diría que no he nacido en esta jaula; que no soy un bicho raro de feria.  Luego lo he pensado mejor y al final le he brindado un tímido saludo con la mano; él me ha respondido con una sonrisa. Cuánto miedo, Dios mio, cuanto miedo infunde esta enfermedad a todo el mundo. Parecemos aquellos apestados de la Edad Media que en su eterno nomadismo, en su maldito peregrinaje rodeaban las aldeas y caminaban por los bosques haciendo sonar constantemente las campanillas que colgaban de sus hábitos, y a los que hasta los perros les mostraban los colmillos con sordos gruñidos. Sólo ha cambiado el decorado. Los personajes somos los mismos.
Me pregunto cómo se llamará. Se le ve muy jovencito. No creo que tenga más allá de veinte años. ¿Dónde vivirá? ¿Cómo será su familia? Posiblemente tendrá novia, pues no tiene un aspecto desagradable, que va, todo lo contrario, tiene unos ojos muy vivos y muy bonitos. Se parece un poco a un poeta que lee Mario y cuya foto aparece en uno de sus libros de poemas. Ya he olvidado el nombre. No debería culparle de su comportamiento. Además, siendo tan joven, quién sabe la de sufrimientos que le quedará aún por pasar en esta vida; cuántos como él no habrán pasado ya por esta habitación con billete solo de ida. Él, posiblemente me mirará con algo de lástima o de compasión. En el tiempo que lleve en esta empresa ¿a cuantos enfermos  no habrá saludado ya a traves de esos cristales enjabonados?¿a cuantos, sin él saberlo, habrá despedido?. A veces, para romper la monotonía de la mañana, durante esas dos horas que van desde el final del reparto del desayuno hasta el cambio de sábanas y la limpieza ese tiempo de quietud hospitalaria que permanezco sola en la habitación y él no ha aparecido todavía, me lo imagino como un personaje de aquellas películas mudas de los principios del cine, un Buster Keaton, por ejemplo, colgado en el piso cuarenta y tres de un rascacielos neoyorkino, con el trapo abrillantador en una mano y haciéndole por gestos con la otra una encendida declaración de amor a su dama, en este caso yo, naturalmente, que teclea en una vieja "underwood" en el interior de una gran oficina que flota a quinientos metros de altura sobre la Quinta Avenida. Al darle el tan ansiado sí a sus propuestas de amor recibe tal impresión que se precipita en el vacío y cuando me asomo con el corazón encogido de dolor lo veo colgado del palo de una bandera, ocho o diez plantas más abajo y haciéndome con la mano libre muestras de amor eterno, coronada su cabeza con una cenefa de diminutos coches que como una teoría de hormigas pasaban por el fondo del abismo pegados al asfalto. Pero no era Buster Keaton quien hacía esta escena...No...No... ¿Quién era? Creo que era  bizco, y eso, no sé bien por qué  lo afeminaba algo ante mis ojos. No, tampoco era Harold Lloyds. Este era el que jugaba entre las agujas de un gigantesco reloj, el Big-Beng creo de Londres. Ya me acordaré.
Pero en las circunstancias en que me encuentro lo que importa es que mientras imagino todas estas tonterías y banalidades el tiempo y la enfermedad pasan por encima de mí sin hacerme demasiados estragos en la cabeza, ya que no puedo evitar que se ensañe con mi cuerpo. Algo parecido a lo que hacía Darrel Standing, el protagonista de esa novela de Jack London...El peregrino de las estrellas que tenía la facultad de separarse de su cuerpo cuando estaba siendo machacado por las cuerdas con las que los carceleros lo habían atado durante meses por órdenes expresas de aquel alcaide que llegó a tomarle tanto odio. Cuando el dolor iba llegando al punto de no retorno, el viejo Darrell se desprendía de su cuerpo como el que se desprende de un abrigo usado. Sería maravilloso, dejar aquí el cuerpo, entregarlo en recepción con acuse de recibo, como se deja un reloj averiado, o un televisor, con la intención de venir luego a recogerlo. Quien sabe si no es eso, quizás el fundamento de la reencarnación que con tanto ardor buscan todos los teosofos. Quien sabe si no nos ocurre como a las olas del mar, que no mueren para siempre en ese pedazo de orilla, sino que, se hunden delante de nuestros ojos para volver a surgir algo más atrás una y mil veces durante mil eternidades.
He tratado de hurgar en las últimas habitaciones, en aquellas más íntimas de mi alma, en las más altas buhardillas de mi YO con la intención de descubrir algún sentimiento metafísico, no sé...algo...algún intento, por remoto y debil que pueda ser de búsqueda de esa Verdad Absoluta que todas las religiones han codificado con diversos signos y dogmas que sabiamente dosificados y asimilados por el creyente le facilite a éste su tránsito al otro estado que ellos no dudan en llamar "de gracia" o "de gozo", "Algo" (así, con mayúsculas) con la suficiente firmeza para que me pueda sostener en una postura más o menos decorosa cuando las cosas se pongan -si es que no se han puesto ya,  y me lo ocultan- realmente serias. Y no encuentro nada. Absolutamente nada. Solo he encontrado el recuerdo de una niña demasiado rebelde que nunca se doblegó ante nada, ni siquiera ante los dogmas que con tanta sutileza nos introducían las buenas monjas del colegio entre un dominus vobiscum y un requiem, tratando de asustarnos con los mares de azufre del infierno, donde los pecados de la carne (Dios mío, ¡de la carne!) nos podían hacer naufragar por una eternidad, como ocurría en aquellas soporiferas "misiones" de los Ejercicios Espirituales que se organizaban en el colegio -todos los años, los pobres frailes, contaban las mismas historias con la misma desgana y la misma rutina- en las que cada año nos contaban la historia del niño que comulgó, mejor dicho, que intentó comulgar, sin haberse confesado previamente, y cómo en el momento de recibir el "Corpus Christi" de manos del oficiante un bien dirigido e inteligente rayo que entró en ese instante por la lucerna de la bóveda de la iglesia lo mató antes de que la sagrada forma rozara los labios del pecador. La versión variaba con los años y con el narrador de turno, variaciones que iban desde la climatología que reinaba en el momento del sacrilegio, donde los oradores más imaginativos pintaban tormentas oceánicas, hasta si la sagrada forma llegó o no llegó a estar en contacto con las papilas gustativas del perverso crio cosa ésta que, a lo que se ve, alimentaba el debate de muchos teólogos. A estas alturas del relato siempre aparecía una niña que preguntaba cuánto duraba, traducido a años mortales,  una eternidad. El fraile, que esperaba ansioso esa pregunta, nos volvía a relatar, henchido de morbo, la consabida leyenda de la golondrina que cada diez mil o cada cien mill  millones de años rozaba levemente, con el extremo de una de sus alas una ideal bola de acero macizo del tamaño del sol...bla, bla, bla,...<> El fraile lo rezaba en latín, lengua que siempre me ha parecido más músical y más poetica que la nuestra, hasta el punto de que cuando pasaba junto a mi pupitre me quedaba tan embelesada con aquel mantra románico que perdía irremediablemente el hilo de por donde fuera en ese instante el rezo colectivo, ganándome por ello una regañina de la Hermana Vigilante que con el diapasón de su crucifijo de olivo trataba de catar en nuestros occipucios el tono alto o bajo de nuestra fe en ese instante. Fascinadas por el atractivo fatal del pecado, de la transgresión, no tardó en surgir bajo las bóvedas del patio durante los recreos un pequeño club de jacobinas dispuestas a provocar las iras de aquella Monarquía Celestial de incienso y caspa. Cada mañana, la pequeña pero bien selecta piña de masones acudíamos con el corazón en un puño a comulgar sin haber pasado antes por la previa  de la confesión mirando, mientras abriamos la hucha rosada de nuestras bocas para recibir el pan de la gracia, mirando hacia el lejano techo de la iglesia para sorprender justo el instante, el minuto exacto en que el poder divino se iba a mostrar en forma de rayo y a cual de nosotras iba a freir en su sacrílega instantanea. Así estaríamos cosa de cuatro o cinco misas hasta que descubrimos (algunas ya lo sospechábamos) que allá en el Cielo carecíamos por lo visto de la suficiente entidad política como para que se tuvieran en cuenta nuestras ingenuas transgresiones morales de aquí abajo. Creo que ni un bostezo conseguimos arrancar del arcangel que en ese momento estuviera montando guardia a las puertas del empíreo. Así que, desanimadas por esa indiferencia, disolvimos el clandestino club abandonando para siempre la asistencia a los dos sacramentos que formaban la piedra angular sobre la que al parecer descansaba todo el edificio moral de aquella religión que nos habían inoculado nuestros padres junto con las papillas de maicena y el chocolate con churros de los domingos. De aquel agnosticismo precoz solo se salvó mi amor por la lengua latina, que sigue intacto.
Mañana hará dos años que murió papá. Mario y yo nos encontrábamos pasando unas vacaciones en las Islas Canarias. De madrugada sonó el teléfono. Mario me lo pasó muy nervioso cuando oyó la voz de mi hermana entreortada por los sollozos. Entre sorbidos y lagrimas me contó todo lo sucedido: a papá lo había derrumbado en la calle el relámpago de un infarto junto a los escaparates de un comercio muy próximo a su casa, a la que se dirigía en ese momento. Cuando lo ingresaron en el mismo hospital en que me encuentro yo ahora ya venía cadaver. Nuestras relaciones habían estado siempre muy marcadas por el peso de obra muerta que la presencia de mamá ejercía sobre él, una influencia sólida, firme, que no dejaba resquicio a nada ajeno a  ella, a nada que no girara en torno a su persona, quiero decir a la persona de mamá. Nos consta a todos los hermanos que estuvo completamente enamorado de ella hasta el mismo día que la perdió. Ese excesivo amor que sentía por su esposa lo incapacitaba muchas veces para emitir juicios objetivos en los contenciosos que a veces manteníamos con mamá en cosas tan  nimias como la longitud de una falda en las hembras o la hora de llegada a casa de los varones. Cuando papá llegaba a casa y veía dibujado en su rostro, el enojo o el aburrimiento, que mamá cargaba de expresividad con aquella caida del labio inferior tan característica y que tanto marcó de tardes grises nuestra infancia. Cuando papá la veía así no necesitaba más para mostrarnos él también su disgusto más firme y más irrevocable sin haberse preocupado antes por informarse que carga de subjetividad podía llevar la postura de nuestra madre. Ni siquiera se molestaba en limar las posibles aristas que hubiera en cada bando; él no negociaba nunca; cuando traspasaba el umbral de la puerta su partido estaba ya tomado de antemano; mamá era el fiel de la balanza con la que él emitía sus juicios en los que siempre, los hijos, salíamos perdedores. En otras casas, observaba yo, de niña, como mis amigas tenían el refugio del padre...o de la madre cuando el enfado con uno de ellos había llegado al punto de cerrar cualquier posibilidad de dialogo. En nuestra casa era, por lo visto diferente, muy diferente. Mamá era bastante fría y distante con nosotros, y esa frialdad, a fuerza de años de convivencia se la comunicaría a papá que para cualquier manifestacion amorosa hacia uno de nosotros había de pasar previamente la censura de mamá que si se encontraba presente, con un gesto o un monosílabo algo hiriente cortaba de golpe las euforias de papá. Esto le hizo ganarse por parte de mis hermanos un calificativo que me resisto a reflejar aquí. ¡Pobre papá!
Cuando regresamos esa misma noche en un vuelo directo hasta Málaga solo nos encontramos ya con sus cenizas selladas hermeticamente con plástico en el interior de un estuche de metal de un más que dudoso gusto. Y en el mismo lugar del puerto, en el que vertimos las de mamá hacía tres o cuatro años, echamos las de papá que como las pavesas de un incendio marino fueron sumergiendose lentamente bajo la quilla de un enorme mercante atracado cerca de donde nos encontrábamos.
Yo procuro escribir cuando me encuentro sola, ya lo he dicho, o no,  pero a veces, la urgencia de acudir a las páginas de este Diario me agobia hasta el punto de que, aunque Mario se encuentre en ese momento deambulando por la habitación, tomo mi estilográfica y, después de buscar una postura más o menos compensada (a lo que me ayuda él) me pongo a escribir; entonces, observo que aunque no me diga nada, aunque no me lo pida explícitamente, observo por sus miradas y por sus gestos que no deja de roerle cierta curiosidad por saber qué escribo con tanto interés en estas páginas. En algunas ocasiones en que ha ocurrido, él, para disimular su ansiedad por leer mis páginas, me pregunta si deseo quedarme sola, a lo que yo le contesto que no es necesario, que de todas formas podrá leerlo cuando yo fallezca si es que antes de que eso ocurra no decido romperlo. Mi afán por ganar cierto protagonismo literario es más bien escaso. Es algo terapéutico lo que me empuja a escribir. No me siento ninguna Ana Frank. No es mi caso. Nadie me persigue, ni enemigo exterior alguno me acecha. El mal lo llevo dentro. Muy al contrario de lo que le ocurría a esta pobre niña judía, en aquella buhardilla de los suburbios de Amsterdam, en mi caso todos los que me rodean se han unido para luchar contra ese mal que ha generado mi propio organismo y que amenaza con matarme. Los nazis de la muerte no me amenazan desde la calle, están aquí, dentro de mí, los tengo metidos en mis propias celulas; y los que entran de noche, a oscuras, cubiertos de batas blancas, en mi habitación, no son los "malos" de esta película, son mis ángeles custodios, con la diferencia de que al igual que yo, sufren y sienten mi dolor, son ángeles que, sin duda, lloran cuando yo no los veo.
Al paciente de la seiscientos cinco no se le oye ya de toser ni de quejarse. ¿Habrá fallecido? El otro día pregunté por él a una de las enfermeras, pero por las evasivas con que me respondió deduje enseguida que debe de haber entre ellos un pacto de silencio profesional para tenernos aislado de cualquier influencia que pueda afectar a nuestro estado de ánimos, así que no insistí. Y debe ser cierto porque las mujeres que entran aquí todos los días a limpiar el baño se mueven como el que limpia los cristales, como si no hubiera nadie en esta habitación. Entran con un tímido buenos días, con la mirada clavada en la danza oriental de su fregona y salen del cuarto envueltas en ese remolino de silencio y lejía perfumada. Y siempre con la cara oculta bajo esa mascarilla aséptica. Y aunque se bien que es a mí a quien quieren guardar de un contagio, yo, por un extraño mecanismo de mi autoestima pienso que soy yo la apestada y que se defienden así de algún virus terrible que puebla mi sangre, el ébola por ejemplo, o cualquiera otro de esos tan cinematográficos.
En toda la mañana no se ha oido ningún ruido procedente de esa habitación. Casi siempre la ocupan de noche, es cuando se oyen pasos en ella, como en la buhardilla de Ana Frank.
Cuando yo era más bastante más joven que ahora, salían por la televisión anuncios de organizaciones que solicitaban ayuda económica mediante cuestaciones populares para subvencionar los gastos inmensos que facilitaban la investigación de enfermedades como la que yo padezco ahora. Y, en mi inocencia adolescente yo siempre me imaginaba no sé bien por qué que el dinero era solicitado para pagar los gastos de hospital de los enfermos que además eran pobres; se me quedó grabado aquellos cartelitos en blanco y negro en el que se veía a San Juan de Dios con un chico sentado a sus pies con uno de sus miembros horrorosamente retorcido que descansaba en una rústica muleta de madera y tela. Y los dos, santo y niño, con una mirada que  hoy nos parecería bastante cursi, mirando al Cielo. Y siempre asocié esa enfermedad a la pobreza, hasta que los medios de comunicación de masas nos trajeron al cantante José Carreras con aquella cabecita de insecto hambriento que le dejaron los fortísimos tratamientos quimicos a los que fue sometido en aquel hospital americano, rodeado de micrófonos y grabadoras donde le contaba al mundo su travesía del desierto.
Si le insisto mucho a la enfermera me dirá, para que no la moleste más que ha pasado a Tratamiento Ambulatorio. Eso significa que se marcha a casa y tendrá que venir una vez por semana a pasar consulta a la Unidad de Oncología para ver si necesita alguna transfusión.
Ha venido un "ateese" de la unidad de trasplante. Trae una pequeña báscula electrónica y me ha pesado. Dice que van a meter mis datos en el Banco de Datos de la Fundación Carreras de Internet para ponerme en lista de espera por si necesitase un trasplante de médula.
La hinchazón de vientre que me molestaba tanto los otros días, resulta que no es producida por acumulación de gases, como decía Mario con insistencia sino del pancreas que ha quedado un poco dañado por los efectos de la quimioterapia. La doctora dice que no debo preocuparme que entra dentro de los efectos secundarios normales en este tipo de tratamiento tan agresivo. A veces me pregunto, si no dispondrán de un cuestionario de posibles preguntas y respuestas verosímiles para respondernos a los pacientes. No la he visto dudar en ningún momento. Me responde al instante y con seguridad. Y cuando observa que no he quedado muy convencida me invita a que le pregunte todo lo que quiera. Y la única pregunta que se me ocurre es la que precisamente no puede responderme ni ella ni nadie...¿para qué hacerla? Y el caso es que tengo la certeza de que no nos dicen la verdad, al menos toda la verdad. Y también sospecho que si quisiéramos hacer un trabajo de reflexión y de observación nosotros mismos, los pacientes, llegaríamos a conclusiones muy acertadas. Pero, ¿quién quiere saber nada en estas condiciones? Nos agarramos a la vida con uñas y dientes. Y esas ganas de vivir son las que ellos aprovechan para hacer su trabajo con un mínimo de posibilidad de nuestra colaboración. Es como la relación que se establece entre el escritor y el lector en el fenomeno de la lectura. El escritor cuenta con la buena disposición del lector a creerse lo que lee en esas páginas. Cuando nos sentamos comodamente en nuestro sillón preferido y abrimos un libro, solo con ese acto el escritor ya ha ganado un cincuenta por ciento de terreno a su favor. El otro cincuenta por ciento lo pone nuestra imaginación y nuestro amor por la fantasía que nos libere durante la lectura de toda la grisalla que nos rodea. Así el medico y su paciente. Los avances de la Sicología creo que también son utilizados en estos hospitales con bastante buen éxito. Creo que la experiencia les ofrece ya la batería de preguntas que un enfermo en estas circunstancias se apresura a formular, y, como ya he dicho, es casi seguro que disponen ya de todo un catálogo de pregunta-respuesta-pregunta por la que, en cada momento del día, saben qué cuestiones le vamos a plantear.
Acaba de llegar el informe médico firmado por la doctora Barrancos. Mañana me envían a casa. La segunda sesión de la quimioterapia tendrá que esperar. Los mieloblastos parece ser que por ahora no han aparecido. Y la doctora prefiere que descanse un tiempo en casa. Una vez a la semana tendré que pasar por consulta ambulatoria para analizar el estado de mi sangre.
Le he mandado una nota a través de Mario a la señora Teresa y he recibido con una de las chicas que limpian las habitaciones ésta que me apresuro a anotar en mi Diario.:
"Querida Belle me alegro mucho de que te vayas a casa. Si vienes a pasar consulta por el Ambulatorio imagino que ya nos veremos. Anoche no pude dormir nada por los picores que siento en todo el cuerpo. Antonio y la pequeña de mis hijas se turnaron para echarme crema por todo el cuerpo. ¿Qué habrá hecho una para que le caiga encima esta cruz? Antonio, el pobre lo pasa peor que yo.....¡Bueno! Adios y muchos besos."
Mario después de entregarme la nota de la señora Teresa ha bajado al bazar para comprarme una barra de labios y algo para echarme en la cara y en los ojos. Me parece mentira que esta noche vaya a dormir en mi cama. En mi casa.
Mario me ha propuesto que para celebrarlo podíamos ir con la autocaravana a Campano, que quiere hacer una visita al viejo internado donde estudió de niño. A la vuelta podíamos comer en las playas de Bolonia o si lo prefiero en nuestra pizzería El Trastévere. Le llamamos "nuestra" porque allí hicimos la primera cena juntos después de formalizar nuestras relaciones. No se lo he recordado pero me está proponiendo el mismo viaje que hicimos cuando nos conocimos. Esto parece un fin de fiesta. Le he preguntado si es que me mandan a casa porque no tengo solución y es más humano que muera entre mis cosas. Mario me ha besado (en las manos y con la mascarilla puesta) y me ha reñido como si yo tuviera diez años. Insiste, cuando ve mi mirada de escepticismo, que posiblemente sea un problema de falta de camas. Querrán esperar a que te suban los niveles de la sangre para someterte a la segunda sesión de quimioterapia. y eso puedes esperarlo en casa con la medicación adecuada y las transfusiones que yo vaya necesitando. Me ha dejado algo más  tranquila. Y si son ciertas mis sospechas puedo asegurar que Mario no sabe nada. No sabría fingir. Ya lo he dicho.
También ha pasado esta tarde, para despedirse, una señora algo mayor y muy bajita y menuda que forma parte del Voluntariado del Hospital. Aunque no tengo creencias religiosas de ningún tipo y ella ya lo sabe no deja nunca de visitarme y darme un poco de conversación. Ha sacado una estampa de Fray Leopoldo y con cierta timidez y miedo me la ha presentado.Se ha quedado muy gratamente sorprendida cuando la he tomado y le he dado las gracias. <> me ha dicho con algo de sorna. Le he contado las excursiones que de niña hacía con mamá hasta Granada para ver la tumba de Fray Leopoldo. También le he dicho que es el único santo que me cae bien porque no tiene cara de Santo, tiene cara  de jardinero, o de viejo buhonero. Me pregunta que qué es un buhonero, y que si tiene que ver algo con los buhos. Le respondo que prometo mirarlo en el diccionario cuando llegue a casa y explicarselo la próxima vez que nos veamos. Se rie y me dice, hablando del santo, que es cierto que ella no se había dado cuenta pero que es tal como yo digo. No sé como se llama y de su familia solo me ha dicho que se quedó viuda hace cuatro o cinco años.  Cuando le pregunto de que murió, me hace un gesto muy expresivo con la cara y permanece en silencio. Y yo comprendo enseguida de qué enfermedad murió su marido, y no sigo preguntando. Seguramente debió de decirme su nombre el primer día que vino pero o no le presté atención o lo he olvidado. Me confiesa que ella no es muy religiosa, pero que se encuentra tan sola en casa, y como no le gusta la "tele", aconsejada por una vecina que hace el Voluntariado en el Hospital Civil, se ha apuntado "a ésto". Viene tres veces a la semana y permanece toda la tarde en esta planta. Hace de todo un poco: da conversación al que quiere hablar; ayuda a ir al baño al que se lo pide; hace recados, atiende el teléfono; te enciende o te apaga la televisión. Una de las enfermeras me explicó un día que antes de irse le dan un café con leche en el que ella miga un bollito de pan que saca de su gran bolso negro de falso cuero.<> le comenta a la enfermera de turno que se sorprende ante esa forma de tomar el café.  Constantemente anda preguntando si molesta, si el tal quiere que se  vaya, que ella -dice- no quiere molestar. Cuando llegó el primer día, pidiendo permiso para entrar, a punto estuve de negárselo. Me temía a una de esas beatonas que van a estar todos los días hablándome del Catecismo, que son frías como piedras de lago, y distantes como la indiferencia, pero no, no. Cuando estoy en su compañía tengo la sensación de que  tengo una simple gripe y una amiga de mamá me está haciendo la visita de rigor. Se porta de una manera muy natural. Eso si. Desde el primer día me dejó muy claro que le tenían prohibido hablar de los demás pacientes. Se quedó bastante tranquila cuando le respondí que para nada me interesaba lo que pasaba fuera de la habitación. Bastante tenía ya con soportar "lo mío". Le hizo mucha gracia cuando le comenté que, a través de una chica de la limpieza, mantenía correspondencia con la señora Teresa. La chica se acercaba y yo le metía el billetito en el bolsillo de su uniforme, y cuando iba a la habitación de la señora Teresa, ésta se limitaba a meter la mano en el bolsillo que la chica le presentaba mientras barría debajo de su cama. Ella se ha ofrecido pero como es muy temerosa me dice que ella dejará su bolso abierto encima de la mesita y se pondrá a mirar los coches por la ventana y en ese instante yo podré colocar el mensaje en su interior. Y que cuando llegue a la otra enferma le aconsejará sacarlo con la misma coreografía. Le pregunto si ve películas de Hitchcock y pone mirada de no entender nada.
La noche la he pasado haciendo proyectos para cuando esté en casa. Por lo pronto me han prohibido manosear mucho a mi gato.
A Mario le han dado un "volante" para que en el ambulatorio del hospital le pongan esta noche la vacuna contra la gripe.
Se me está acabando ya este cuadernillo y Mario ha prometido traerme uno de esos dietarios que venden en las papelerías y que vienen encuadernados en pasta dura.


                  

        

viernes, 24 de enero de 2014

Por más que he intentado......

                                                   XIV





Por más que he intentado arrinconar a la doctora con mis preguntas no he podido enterarme del "permiso" (lo pondré entre comillas) que se me ha concedido. <> me decía mientras nos acompañaba hasta la puerta del ascensor. <>, añadiendo a continuación en un tono que me  ha parecido algo más intimista: <>. Y después de besarme en ambas mejillas y de contemplarme desde su metro ochenta con la sonrisa del que acaba de conquistar las tierras de algún imperio ignoto ha regresado a su despacho pisando firme e inflamando todo el aire del pasillo con su optimismo irredento y me ha dado por pensar la siguiente frase hecha: la doctora precisa en el sitio adecuado.
Cuando he bajado las escalinatas que conducen a la calle y me he sumergido de golpe en ese rio de humanidad viviente que es la ciudad, mi ciudad, me han entrado unas casi irreprimibles ganas de echarme a llorar. Me he parado un momento a contemplar la fachada del hospital y he intentado distinguir allá en la última planta, la ventana de mi habitación. Me ha parecido distinguir entre la penumbra de la terraza un mono azul y una escobilla que se movía por las grandes cristaleras del edificio.
-¿Vamos? -me dice Mario.
Me he agarrado fuertemente a su brazo y pasito a pasito nos hemos dirigido hacia el aparcamiento. El guarda del aparcamiento, al contemplar mi pañuelo fuertemente pegado a mi cabeza ha reconocido enseguida la marca de la enfermedad infame. Ha ayudado a Mario a mantener abierta la portezuela del coche mientras yo, con no poca dificultad conseguía sentarme en su interior. Lo he sorprendido fijándose en mis manos amortajadas de pinchazos y hematomas. Y con una voz ronca de vinos viejos me ha deseado toda la suerte del mundo. Creo que si lo hubiera incitado algo se habría arrojado en mis brazos para llorar la supuesta muerte de esta para él desconocida.
Nada más entrar en casa, Mario, mientras yo me he entretenido algo en el patio observando el aspecto que ofrecía el jardín, ha abierto la cristalera del salón quejándose de los olores "a humanidad" del gato, de sus presencias olfativas más íntimas, de la rúbrica indeleble de su fisiología. Séneca, indiferente a los comentarios tan poco corteses de su amo, después de dibujar sobre el lienzo rayado del sofá dos o tres arabescos con su geografía de canela y terciopelo, ha protestado, ahora sí,  con un gruñido suave cuando Mario, literalmente, lo ha expulsado con leves empujoncitos en la grupa de su rincón favorito y me ha preparado el sofá para que yo me siente. Cuando quiere transgredir alguna orden que le damos, se mueve tan sutilmente como una duna; resulta imposible adivinar o preveer cuando va a traspasar la linea,, pero tenemos la seguridad de que la va a traspasar; en un gato es solo cuestión de tiempo; su independencia de criterios no conoce límites y si se les quiere recortar él se escapará por las más pequeñas rendijas  silencioso y reptil como una lengua de agua.
El aspecto que ofrece la casa no es muy acogedor. La muchacha que venía una vez a la semana a limpiar ha dejado de venir. Mario la ha llamado varias veces a su casa pero me dice que nadie le coge el teléfono. Lo que más me ha impresionado es el aspecto que ofrece nuestras bicicletas cubiertas de polvo y con las ruedas desinfladas y aplastadas por el peso contra el suelo.  Ese detalle de las ruedas aplastadas y el del polvo acumulado sobre sus cuadros y manillares es lo que mejor ha representado en mi mente el abandono de la casa; es la viva imagen de la desolación que al mismo tiempo me inspira una brizna de ternura hacia ellas, quizás por los brincos y carreras dormidos o, quien sabe si no  muertos ya entre sus ruedas. Parece como si también ellas estuviesen convaleciendo de alguna enfermedad rara que desconocemos. Mario vigila mis reacciones. Lo noto muy nervioso. Yo sé todo lo que le afecta verme de llorar. No es nada fuerte. Lleva media hora dando vueltas por la casa y riñéndole a Séneca que ha terminado por enroscarse en su canasta junto a la chimenea y responder a los enfados de su amo con oscuros bostezos.
Un manojo de folletos publicitarios se agolpa detrás de la puerta, junto a un paquete de periódicos atrasados que Mario dejó junto a la puerta algún día que pensaba tirarlo a la basura y al final ha quedado ahí arrinconado entre el paraguero y la alfombra como una metáfora pobre. El jazmín, al no tener nadie que lo haya ido podando, ha aprovechado nuestra ausencia para derramarse por todos los rincones del patio como un pequeño y rebelde sunami, dejando el suelo cubierto con un manto blanco de mariposas muertas; algunas amarillentas y arrugadas como pellejos de uva: son los jazmines que murieron ayer, o más cerca aún en el tiempo, esta pasada noche. Nunca se me había ocurrido pensar, hasta ahora que me encuentro posiblemente al borde de la muerte, en lo fugaz que es la vida de estas flores. El sol debe ser para ellas un acontecimiento único en sus vidas.  Una bola de fuego que aparece en sus vidas cuando son jóvenes y que muere ahogando su hoguera redonda en el mar, cuando ellas, ya han comenzado a entrar en la vejez. Y se me ocurre pensar que también nosotros, los seres humanos, somos unos pobres jazmines  si nos comparamos con la perspectiva vital de, por ejemplo, el cometa Halley o cualquiera de esos que visitan nuestra aldea azul cada, por lo menos, dos o tres generaciones. Claro, que hay una pequeña diferencia: el jazmín ignora su propia muerte y por eso mismo es ajeno a todo sufrimiento por las sorpresas que le pudiera deparar la naturaleza, y en cambio nosotros...
Mario, mientras con la mano va barriendo la pereza del gato hacia el jardín me comenta sus proyectos, si me parecen bien, de transformar la chimenea que tenemos ahora en otra metálica para evitar las nubes de ceniza por toda la casa y aprovechar mejor cada caloría que produzca la leña.
A Séneca la debe producir un miedo extraño la mascarilla que cubre la parte inferior de mi rostro pues, cuando por fin Mario ha conseguido que abandone sus "palacios de invierno" que tenía instalados en el sofá sin que nadie le cuestionara su posesión durante estos tres meses de mi ausencia, cuando ha conseguido por fin echarlo de allí y, al pasar junto a mí, yo he realizado un intento de tomarlo entre mis brazos, me ha rehuido con un suave pero categórico gruñido de protesta que no dejaba resquicio para la menor negociación posible. Tres meses fuera de casa han bastado para que mi gato, que antes andaba siempre detrás de mí runrruneando y buscando mis caricias me haya olvidado convertiendome a sus ojos en una desagradable intrusa, en una molesta advenediza que pretende robarle nada menos que su paz doméstica, su delicioso aburrimiento de cretona y lluvia, ese dolce far niente que los gatos cultivan con un preciosismo oriental y que la especie ha ido depurando geneticamente hasta límites realmente sutiles a medida que la sociedad humana, de la que es junto con el perro su comensal más fiel y constante, se ha ido también  desarrollando en el transcurso de los años y afinando cada vez más en eso que, calcado de los ingleses hemos dado en llamar el confort, y que nos ha llevado desde la húmeda cueva, en la que ya aparece el gato ovillado junto al fuego y la pequeña tribu tiritando de frío, hasta la casa de nuestros días, una pequeña pero cómoda búrbuja tierna y cálida que te aisla y te protege de las desagradables sorpresas climatológicas a las que nos tiene sometidos la Naturaleza.
Ese comportamiento de Séneca, aún descontando la consabida irracionalidad del pobre animal,  me produce un cierto desgarro en mi amor propio, que viene agravado además por el hecho de tener la segura convicción  de que Mario no ha realizado el menor esfuerzo por ganarse las florituras y las ternezas del gato durante mi ausencia, y que se ha limitado (no necesito ni preguntárselo) a tenerle limpia el agua y la tierra, y mirarle el nivel del pienso de su comedero cada noche antes de acostarse, quedando reducido el diálogo con el minino a alguna broma ocasional como la de colgarle palillos de la ropa de las orejas y sentarse a disfrutar de las danzas y contradanzas que teje y desteje el pobre gato intentando liberar a sus orejas de tan incómodos aderezos.


                                                        *   *   *


Después de comer ha venido mi hermana. Le he pedido que venga a ayudarme a poner un poco de orden en mi ropero y a sacar la ropa de invierno que todavía se pueda aprovechar un año más, no estoy de humor para salir a comprarme nada; todavía tengo la ropa de verano con la que entré en el hospital. Estos meses que he estado fuera de casa, han sido suficientes para que Mario haya dejado el armario hecho una leonera. No se encuentra nada. Claro que él tampoco ha parado mucho en casa: vivía más tiempo en el hospital que aquí. Mi hermana insiste, mientras peina con la mano el abrigo de mamá que heredé yo a su fallecimiento, insiste para que vaya con ella a comprarme ropa, pero no acabo de decidirme. Me veo horrible y no tengo ganas de pasarme la tarde hablando a través de los espejos de los probadores con este fantasma amarillento y triste  en que me he convertido.  Me dice que mañana por la tarde no va a la oficina  y que pasará a recogerme con el coche.
Del fondo del ropero van saliendo los jerseys y los pantalones de lana. Cuando ha removido un poco toda la ropa del fondo ha salido de sus paredes un eructo de naftalina, con ese caracteristico olor de menta podrida. Me ha venido fugaz y repentinamente la escena en que siendo niña me ocultaba entre la ropa del armario de mamá,  y le he preguntado a mi hermana si ella se acordaba de cuando nos escondíamos en el ropero de mamá cuando éramos pequeños. Me dice que ella no lo recuerda, que debió de ser otro de nuestros hermanos y me comenta que cuando ella estaba en edad revolcarse entre la ropa del armario yo ya estaba matriculada en el Instituto. Es cierto, no lo había pensado; cuando yo era esa niña de trenzas y patas largas ella debía estar todavía trasegando biberones y agarrada a los pechos lactantes de mamá. Como una de esas vendedoras del mercadillo "de los miércoles" va mostrándome los pantalones y los jerseys para que yo le de el "visto bueno". Mecanicamente le voy diciendo que si a todo lo que me enseña, lo que la hace enfadar y me pide que ponga más interés. <> y me lo enseña de lejos y lo guarda en un cajón de la cómoda entre mi ropa interior. Es la misma estampa de Fray Leopoldo que tuvo mamá con ella el tiempo de su enfermedad. <>. Le tengo que volver a repetir que no me considero atea que es agnóstica. <>
Pienso, aunque no se lo digo, que tuvo que morirse mamá para que nos sintiéramos más unidas. Aún recuerdo las peleas que tenía con mamá porque no me dejaba tomarla a ella en brazos. Ellas, sin saberlo, hacían siempre causa común con mamá. Y qué otra cosa podían hacer. Eran aún tan pequeñas y le temían tanto a aquellos enfados silenciosos de mamá. Nos pasábamos la tarde sentadas en nuestro dormitorio preguntándonos que qué le pasaba a mamá. Adela acababa siempre la discusión de la misma manera:<<¿Tú que le has hecho hoy a mamá?>> Y yo, esa tarde, me quedaba muy angustiada porque realmente no sabía que le había hecho yo (si es que se lo había hecho) a mamá. Físicamente, mamá y yo nos parecíamos mucho y, por desgracia también éramos casi gemelas en lo que respecta al caracter de ahí nuestras continuas peleas. Yo, a veces intentaba atraerme a papá hacia mis trincheras pero en estos tira y aflojas era siempre mamá la que salía triunfante, y ese día tenía que aguantar los malos humos de ella y también los de papá. Algunas veces me confundieron con su hermana. Y el caso es que mamá no tuvo hermanas. En una ocasión papá me confesó que cuando yo salía de la casa, ella se ponía en el balcón a observar como yo abandonaba el barrio y siempre le decía a papá que cuando me veía andar así por detrás era como si se estuviera viendo ella misma cuando era joven. Ha sido de los pocos comentarios agradables que he oido de labios de mi madre. Quien sabe si no sería la carencia de esa amiga íntima que llega a ser una hermana, la que formó su carácter tan reservado que ella lo sufría todo en silencio y completamente sola. Nunca decía nada. Sólo con aquel gesto tan suyo de doblar la comisura de los labios y cerrarse en un hermetismo que a veces le duraba días era suficiente para dejarnos a todos los hermanos como si hubiesemos aquella misma tarde crucificado con nuestras propias manos al mismisimo Señor, o hubiesemos tirado todo el sueldo de papá a la basura..que sé yo. Cuantas noches, con nueve o diez años no me acostaría llorando sin saber muy bien cual era el motivo de mis lágrimas, dudando entre si lloraba por mamá o lloraba por mí, y cuantas noches de aquellas no me acostaría soñando que mamá me abrazaba fuertemente contra ella, contra su pecho...Todavía me entristezco, a pesar de los muchos años que ya han transcurrido, cuando recuerdo aquellas escenas que me hacía en la calle, escenas a la que sin duda me había hecho merecedora por alguna cabezonería de las mías. Cuando ya se le acababan toda la batería de argumentos que yo con mi precocidad habitual le había ido rebatiendo con notable éxito recurría al arma más eficaz, al último argumento con el que se sentía segura de su victoria:  me dirigía una mirada cargada de un desprecio infinito, tomaba a mis hermanas de la mano y me volvía la espalda con un gesto de niña grande ofendida consciente de que tenía entre sus manos ese potente comodín contra el que yo me sentía impotente, solo por mi corta edad, sabiendo que a mí no me quedaba otra alternativa que seguirla en silencio fuera adonde fuera. Yo entonces me sentía como si todas las miradas del mundo se hubieran posado sobre mí, sobre mis pequeños hombros. Me veía a mí misma, después de esas discusiones con mamá,  como si fuera uno de esos enanos de circo que con un redoble de tambor y un mar de ojos abiertos a sus pies se precipita desde lo alto del trapecio hacia el fondo invisible de la red arrancando las carcajadas de su público, con la única diferencia que yo me caía a mi pesar, y él se desprendía de la cuerda por oficio; él se sentiría como un artista en medio de sus admiradores y yo como un feo chimpancé al que mal que le pese han colgado de la carpa para balancearlo como un monigote a cincuentra metros de altura y por cuyo pánico ha pagado el público con moneda contante para tener el derecho de  reirse. No sé si llegué a odiarla alguna vez pero si me ocurría a menudo que después de estos desplantes a los que me sometía y contra los que yo carecía por completo de la más mínima fortaleza sicologica para defenderme yo sentía verdadera envidia de los niños que no tenían padres, de aquellos huérfanos y expósitos del Asilo de la Estación, que los domingos por la mañana paseaban en fila por las aceras de El Parque escoltados por unas monjas cubiertas con aquellas gaviotas cubistas que tanto les empequeñecía el rostro.
Mi hermana, que no se ha desprendido todavía del abrigo de mamá y que no sabe donde colocarlo, vuelve a preguntarme que si me lo voy a poner o lo guardamos en el baúl de la ropa  vieja. Yo le digo, seguramente que influida por los recuerdos que en ese momento tengo de mamá que se lo arregle para ella que a mí, seguramente no lo voy a necesitar más. Me llama tonta y estúpida y que no vuelva nunca  más a hablarle así. Ha venido hasta mí, que ahora me encontraba de pie junto a la ventana y con el rostro pegado a los cristales, me ha abrazado por detrás juntando su mejilla con la mía. Así hemos estado no sé cuanto tiempo. Abajo, en el jardín, Séneca olisquea el borde del jazminero: <> le digo por romper la tensión de ese instante. Mi hermana, por toda respuesta, se abraza fuertemente a mí. Y ha sido entonces cuando he sentido la sal de una lágrima en la comisura de mis labios. ¿Qué puede significar ser hermanos?


         *     *      *


La yuca que plantó el jardinero el año pasado ha alcanzado ya la altura de la ventana de la biblioteca. En su copa de verdes espadas jugosas vienen a dormir, a la atardecida, los pájaros más pequeños de toda la población volátil que tenemos en la urbanización. A veces disputan por tal o cual rincón pero al final, cuando la noche comienza a pintar, todos se acurrucan cerca del tronco para guarecerse sin duda del ataque de animales más voluminosos. A una de las ramas le queda ya un par de cuartas para llamar a los cristales de la ventana.
Mario ha colocado en la pantalla de su ordenador una foto de su hija de cuando tenía apenas un año. Está sentada en el suelo de lo que pudiera ser una terraza, que imagino sería el ático del que me hablaba Mario cuando nos conocimos y en el que fue concebida su hija. Tiene entre sus manecillas, blandas y regordetas, el extremo de un cordón que ella observa con una profundidad y una atención que solo en esa edad se puede producir. Un día, hojeando libros de la biblioteca me tropecé con unos mechones de cabello muy finos y muy sedosos. Eran los de la pequeña Clara cuando fue sometida a sus primeros cortes de cabellos con apenas tres o cuatro semanas de vida. Además de los cabellos de su hija, Mario guarda entre las páginas de los libros los objetos más insólitos. Sus recuerdos  necesita alimentarlos con pequeños fetiches aplastados que aparecen al cabo de los años disecados entre las páginas de algún ensayo o alguna novela como si fueran mariposas muertas.
Después de marcharse mi hermana me he encerrado en la biblioteca a  ver fotos. Ha sido, como siempre en mi caso, obedeciendo a un impulso súbito. De pequeña, en casa de mamá, me ocurría lo mismo: estaba haciendo cualquier cosa, lo que fuera, y me sorprendía a mí misma con la mirada perdida en el techo,  o siguiendo, sin ser consciente de ello, el vuelo de una mosca, estado casi místico que siempre terminaba saliendo yo disparada hacia el ropero de donde tomaba la lata de las fotos viejas de la familia; era uno de aquellos estuches de hojalata donde venía empaquetado el kilo o (o dos ya no recuerdo bien) del colacao que mamá compraba todos los primeros de mes en el economato militar, junto con la tableta de pastillas de chocolate que se repartía solemnemente en el salón con unos cortes de cuchillo tan precisos, tan milimétricos que podrían despertar la envidia de cualquier estudio de arquitecto o de un delineante. Todos esperábamos con ansiedad el día en que mamá iba al economato; la noche antes ya se lo estábamos recordando; siempre coincidía con un sábado que era cuando papá no iba al cuartel y podía acompañarla. Esa tableta de chocolate inglés que se repartía con la devoción de un corpus christi, se había convertido ya en un ritual familiar. ¡Qué poco duraba aquel placer! Treinta días esperando aquel momento, aquel instante que se iba disolviendo en nuestras bocas como un dulce mantra. Cuando llegó la televisión, nos convertimos todos los hermanos en auténticos usureros y banqueros de aquella dulce reliquia; con mucha unción lo guardábamos, bien apretadito en papel "de plata" (aún no se decía "papel albal") en nuestros refugios favoritos para tomarlo mientras veíamos una película de Bonanza o aquellas series en blanco y negro de Ivanhoe que era de mis preferidas. Ya de mayor, me he sorprendido a mí misma con algo de ternura al ir a morder esa mezcla tan sabia de cacao y leche que en tan contadas ocasiones frecuentábamos los niños de aquellos años.
Eran dos las fotos que más llamaban mi atención; y las dos se han perdido ya en los diversos traslados y mudanzas de casa. En una de ellas se veía a mamá de joven, de media melenita, como decía ella cuando se enternecía viéndose de joven y con la cara vuelta hacia la cámara. Creo que fue la actriz Ava Gardner la que puso de moda esta postura tan fotogenica en la que el fotografo quiere fingir que la persona ha sido sorprendida por el objetivo del paparazzi de turno; claro que en el caso de mamá no había ningún paparazzi. Y no es porque no fuera guapa, que lo era, y mucho. Ella, contaba entre tímida y orgullosa que "con cuatro hijos ya en el mundo" todos los días se traía enganchado algún piropo en el vuelo de su falda, la metáfora es mía, claro. Se la hizo, la foto, cuando "le hablaba" a papá que era el eufemismo bajo el que se ocultaba el estatus de unas relaciones amorosas, de un noviazgo, residuo, se me ocurre pensar de cuando esas relaciones prematrimoniales se reducían literalmente a charlar los novios con una verja de hierro forjado de por medio, y con la mamá o la tita de turno tosiendo oportunamente de vez en cuando, cosiendo o rezando al rosario a una distancia establecida de antemano por la moral de la época. La foto se la hizo para mandársela a él que por entonces estaba destinado, creo que en Ifni donde yo me imaginaba a papá tocado de salakot y rodeado de negros hablando en infinitivo como en Salambó, la película de Clark Gable. A mí, esta foto de mamá me recordaba aquellas grandes, también en blanco y negro de nuestros artistas preferidos que decoraban el vestíbulo del Cine Avenida, que ya no existe. En este cine, siendo una mocosa de apenas nueve años descubrí en una de aquellas fotos, y me enamoré perdidamente de él, al rubio Richard Widmarck al que durante gran parte de mi adolescencia busqué como una loca, todos los domingos, por todas las sesiones de matinee de los cines. Haciendo de cow-boy me arrancaba lágrimas de dicha.
...Pero a lo que iba:
De esta foto de mamá, había hecho papá una copia a lápiz carboncillo, y por expreso deseo de mamá rompió su modestia habitual y la firmó, añadiéndole al pie: "A mi Conchita, con todo el cariño de su Pepe: Málaga, dos de mayo del año mil novecientos cuarenta y nueve". Ese era el día de su cumpleaños.



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Hace ya cuatro días que regresé del hospital. Mario insiste en que no me obsesione con los síntomas que pueda sentir o dejar de sentir en cada momento. Que trate de olvidarme de la enfermedad...¡Qué facil es decirlo! Si fuera tan fácil olvidarse...Por las noches me despierto con un dolor muy intenso en las piernas, sobre todo cerca del tobillo, pero al menos, el cansancio y la asfixia no han aparecido. Aunque las escaleras las subo con cierta dificultad, la respiración no se me corta. Mario quiere que hagamos una excursión al Colegio, al internado en el que estuvo de niño. Pero son cuatro o cinco horas sentada en el coche. No sé que hacer. Por una parte me vendría bien distraerme algo.
He pasado parte de la mañana haciendo punto de cruz que es una actividad que me relaja bastante. Al tener fijada la atención en una actividad manual que necesita bastante precisión impide que la mente vague libremente por los espacios vacíos de la imaginación a la caza de tal o cual sensación, de tal o cual sentimiento...
Séneca aún no se muestra del todo abierto conmigo. Cuando intento reiniciar aquellos juegos de cosquillas y falsas luchas que tanto le gustaban, veo que rehuye el encuentro. Mario le ha preparado su cesta de mimbre en la entrada y se la ha cubierto con un paraguas. A Séneca, como a mí le gusta ver como el cielo se deshace en agua. Ha caido como un sirimiri semejante al que me recibió la primera noche que pasé en el hospital.
Ha venido Stefan a ver a Mario. Quiere que lo apoye en la reunión de vecinos en su propuesta de que se talen algunas ramas del pino grande, el que está a la entrada de la urbanización. Stefan que se encuentra en la fase de aprendizaje del español en que todo lo vuelve al infinitivo muestra los peores augurios para el cesped si se deja -dice-crecer el pino a su libre albedrío: <<¡No bueno!. ¡No bueno!. Pino grande, no bueno>> Tan grande y tan serio y hablando el español de esa forma parece que de un momento a otro va a desenterrar el hacha de guerra y enfrentarse al séptimo de caballería. <>
Ha entrado a despedirse de mí después de llevarse la promesa de alianza de Mario.