XIII
Cuando pasa por la terraza exterior el empleado que limpia los
cristales de la ventana, la sensación que me produce es muy desagradable pues
el hombre, a pesar de estar enfrentado a mí se siente, posiblemente por ser
bastante más joven que yo, algo violento, como tenso, y evita mis miradas,
haciendo, por pudor, como que no me ve, como si en esta habitación no
hubiera nadie. En ese preciso instante tengo la sensación de que me
encuentro ya tras las cristaleras del tanatorio. Y ya muerta, ¡claro!, o lo que
es peor, de que no hay nadie en esta habitación, de que no existo físicamente y
tan solo mi pensamiento, mi yo incorpóreo anda flotando por el aire de esta
habitación como los jirones de un fantasma triste, o el alma de algún difunto
antiguo. Esta mañana, cuando ha vuelto a pasar con su limpiacristales y su
cubito de espuma me han dado ganas de levantarme y pegar la cara a la ventana,
como una niña traviesa, y sacarle la lengua, o reirme, o hacerle un guiño, o
qué sé yo...Algo. Decirle, por ejemplo, que se porte con más naturalidad,
gritarle que soy una enferma de cáncer no una leprosa poseida por el demonio,
ni una esquizofrénica que se le va a lanzar al cuello de un momento a otro; que
hace bien poco tiempo yo estaba, al igual que él, al otro lado de esta cristalera,
con mi vida completamente organizada y ocupada en las tareas que se ocupa
cualquier persona normal; ilusionada por nimiedades cotidianas como el comienzo
de alguna nueva lectura o esperando la visita de alguna antigua amiga que iba a
ir a esperar al aeropuerto; no sé, cosas. Le diría que no he nacido en esta
jaula; que no soy un bicho raro de feria. Luego lo he pensado mejor y al
final le he brindado un tímido saludo con la mano; él me ha respondido con una
sonrisa. Cuánto miedo, Dios mio, cuanto miedo infunde esta enfermedad a todo el
mundo. Parecemos aquellos apestados de la Edad Media que en su eterno
nomadismo, en su maldito peregrinaje rodeaban las aldeas y caminaban por los
bosques haciendo sonar constantemente las campanillas que colgaban de sus
hábitos, y a los que hasta los perros les mostraban los colmillos con sordos
gruñidos. Sólo ha cambiado el decorado. Los personajes somos los mismos.
Me pregunto cómo se llamará. Se le ve muy jovencito. No creo que
tenga más allá de veinte años. ¿Dónde vivirá? ¿Cómo será su familia?
Posiblemente tendrá novia, pues no tiene un aspecto desagradable, que va, todo
lo contrario, tiene unos ojos muy vivos y muy bonitos. Se parece un poco a un
poeta que lee Mario y cuya foto aparece en uno de sus libros de poemas. Ya he
olvidado el nombre. No debería culparle de su comportamiento. Además, siendo
tan joven, quién sabe la de sufrimientos que le quedará aún por pasar en esta
vida; cuántos como él no habrán pasado ya por esta habitación con billete solo
de ida. Él, posiblemente me mirará con algo de lástima o de compasión. En el
tiempo que lleve en esta empresa ¿a cuantos enfermos no habrá saludado ya
a traves de esos cristales enjabonados?¿a cuantos, sin él saberlo, habrá
despedido?. A veces, para romper la monotonía de la mañana, durante esas dos
horas que van desde el final del reparto del desayuno hasta el cambio de
sábanas y la limpieza ese tiempo de quietud hospitalaria que permanezco sola en
la habitación y él no ha aparecido todavía, me lo imagino como un personaje de
aquellas películas mudas de los principios del cine, un Buster Keaton, por
ejemplo, colgado en el piso cuarenta y tres de un rascacielos neoyorkino, con
el trapo abrillantador en una mano y haciéndole por gestos con la otra una
encendida declaración de amor a su dama, en este caso yo, naturalmente, que
teclea en una vieja "underwood" en el interior de una gran oficina
que flota a quinientos metros de altura sobre la Quinta Avenida. Al darle el
tan ansiado sí a sus propuestas de amor recibe tal impresión que se precipita
en el vacío y cuando me asomo con el corazón encogido de dolor lo veo colgado
del palo de una bandera, ocho o diez plantas más abajo y haciéndome con la mano
libre muestras de amor eterno, coronada su cabeza con una cenefa de diminutos
coches que como una teoría de hormigas pasaban por el fondo del abismo pegados
al asfalto. Pero no era Buster Keaton quien hacía esta escena...No...No...
¿Quién era? Creo que era bizco, y eso, no sé bien por qué lo
afeminaba algo ante mis ojos. No, tampoco era Harold Lloyds. Este era el que
jugaba entre las agujas de un gigantesco reloj, el Big-Beng creo de Londres. Ya
me acordaré.
Pero en las circunstancias en que me encuentro lo que importa es
que mientras imagino todas estas tonterías y banalidades el tiempo y la
enfermedad pasan por encima de mí sin hacerme demasiados estragos en la cabeza,
ya que no puedo evitar que se ensañe con mi cuerpo. Algo parecido a lo que
hacía Darrel Standing, el protagonista de esa novela de Jack London...El peregrino
de las estrellas que tenía la facultad de separarse de su cuerpo cuando estaba
siendo machacado por las cuerdas con las que los carceleros lo habían atado
durante meses por órdenes expresas de aquel alcaide que llegó a tomarle tanto
odio. Cuando el dolor iba llegando al punto de no retorno, el viejo Darrell se
desprendía de su cuerpo como el que se desprende de un abrigo usado. Sería
maravilloso, dejar aquí el cuerpo, entregarlo en recepción con acuse de recibo,
como se deja un reloj averiado, o un televisor, con la intención de venir luego
a recogerlo. Quien sabe si no es eso, quizás el fundamento de la reencarnación
que con tanto ardor buscan todos los teosofos. Quien sabe si no nos ocurre como
a las olas del mar, que no mueren para siempre en ese pedazo de orilla, sino
que, se hunden delante de nuestros ojos para volver a surgir algo más atrás una
y mil veces durante mil eternidades.
He tratado de hurgar en las últimas habitaciones, en aquellas más
íntimas de mi alma, en las más altas buhardillas de mi YO con la intención de
descubrir algún sentimiento metafísico, no sé...algo...algún intento, por
remoto y debil que pueda ser de búsqueda de esa Verdad Absoluta que todas las
religiones han codificado con diversos signos y dogmas que sabiamente dosificados
y asimilados por el creyente le facilite a éste su tránsito al otro estado que
ellos no dudan en llamar "de gracia" o "de gozo",
"Algo" (así, con mayúsculas) con la suficiente firmeza para que me
pueda sostener en una postura más o menos decorosa cuando las cosas se pongan
-si es que no se han puesto ya, y me lo ocultan- realmente serias. Y no
encuentro nada. Absolutamente nada. Solo he encontrado el recuerdo de una niña
demasiado rebelde que nunca se doblegó ante nada, ni siquiera ante los dogmas que
con tanta sutileza nos introducían las buenas monjas del colegio entre un
dominus vobiscum y un requiem, tratando de asustarnos con los mares de azufre
del infierno, donde los pecados de la carne (Dios mío, ¡de la carne!) nos
podían hacer naufragar por una eternidad, como ocurría en aquellas soporiferas
"misiones" de los Ejercicios Espirituales que se organizaban en el
colegio -todos los años, los pobres frailes, contaban las mismas historias con
la misma desgana y la misma rutina- en las que cada año nos contaban la
historia del niño que comulgó, mejor dicho, que intentó comulgar, sin haberse
confesado previamente, y cómo en el momento de recibir el "Corpus
Christi" de manos del oficiante un bien dirigido e inteligente rayo que
entró en ese instante por la lucerna de la bóveda de la iglesia lo mató antes
de que la sagrada forma rozara los labios del pecador. La versión variaba con
los años y con el narrador de turno, variaciones que iban desde la climatología
que reinaba en el momento del sacrilegio, donde los oradores más imaginativos
pintaban tormentas oceánicas, hasta si la sagrada forma llegó o no llegó a
estar en contacto con las papilas gustativas del perverso crio cosa ésta que, a
lo que se ve, alimentaba el debate de muchos teólogos. A estas alturas del relato
siempre aparecía una niña que preguntaba cuánto duraba, traducido a años
mortales, una eternidad. El fraile, que esperaba ansioso esa pregunta,
nos volvía a relatar, henchido de morbo, la consabida leyenda de la golondrina
que cada diez mil o cada cien mill millones de años rozaba levemente, con
el extremo de una de sus alas una ideal bola de acero macizo del tamaño del
sol...bla, bla, bla,...<>
El fraile lo rezaba en latín, lengua que siempre me ha parecido más músical y
más poetica que la nuestra, hasta el punto de que cuando pasaba junto a mi
pupitre me quedaba tan embelesada con aquel mantra románico que perdía
irremediablemente el hilo de por donde fuera en ese instante el rezo colectivo,
ganándome por ello una regañina de la Hermana Vigilante que con el diapasón de
su crucifijo de olivo trataba de catar en nuestros occipucios el tono alto o
bajo de nuestra fe en ese instante. Fascinadas por el atractivo fatal del
pecado, de la transgresión, no tardó en surgir bajo las bóvedas del patio durante
los recreos un pequeño club de jacobinas dispuestas a provocar las iras de
aquella Monarquía Celestial de incienso y caspa. Cada mañana, la pequeña pero
bien selecta piña de masones acudíamos con el corazón en un puño a comulgar sin
haber pasado antes por la previa de la confesión mirando, mientras
abriamos la hucha rosada de nuestras bocas para recibir el pan de la gracia,
mirando hacia el lejano techo de la iglesia para sorprender justo el instante,
el minuto exacto en que el poder divino se iba a mostrar en forma de rayo y a
cual de nosotras iba a freir en su sacrílega instantanea. Así estaríamos cosa
de cuatro o cinco misas hasta que descubrimos (algunas ya lo sospechábamos) que
allá en el Cielo carecíamos por lo visto de la suficiente entidad política como
para que se tuvieran en cuenta nuestras ingenuas transgresiones morales de aquí
abajo. Creo que ni un bostezo conseguimos arrancar del arcangel que en ese
momento estuviera montando guardia a las puertas del empíreo. Así que,
desanimadas por esa indiferencia, disolvimos el clandestino club abandonando
para siempre la asistencia a los dos sacramentos que formaban la piedra angular
sobre la que al parecer descansaba todo el edificio moral de aquella religión
que nos habían inoculado nuestros padres junto con las papillas de maicena y el
chocolate con churros de los domingos. De aquel agnosticismo precoz solo se
salvó mi amor por la lengua latina, que sigue intacto.
Mañana hará dos años que murió papá. Mario y yo nos encontrábamos
pasando unas vacaciones en las Islas Canarias. De madrugada sonó el teléfono.
Mario me lo pasó muy nervioso cuando oyó la voz de mi hermana entreortada por
los sollozos. Entre sorbidos y lagrimas me contó todo lo sucedido: a papá lo
había derrumbado en la calle el relámpago de un infarto junto a los escaparates
de un comercio muy próximo a su casa, a la que se dirigía en ese momento.
Cuando lo ingresaron en el mismo hospital en que me encuentro yo ahora ya venía
cadaver. Nuestras relaciones habían estado siempre muy marcadas por el peso de
obra muerta que la presencia de mamá ejercía sobre él, una influencia sólida,
firme, que no dejaba resquicio a nada ajeno a ella, a nada que no girara
en torno a su persona, quiero decir a la persona de mamá. Nos consta a todos
los hermanos que estuvo completamente enamorado de ella hasta el mismo día que
la perdió. Ese excesivo amor que sentía por su esposa lo incapacitaba muchas
veces para emitir juicios objetivos en los contenciosos que a veces manteníamos
con mamá en cosas tan nimias como la longitud de una falda en las hembras
o la hora de llegada a casa de los varones. Cuando papá llegaba a casa y veía
dibujado en su rostro, el enojo o el aburrimiento, que mamá cargaba de
expresividad con aquella caida del labio inferior tan característica y que
tanto marcó de tardes grises nuestra infancia. Cuando papá la veía así no
necesitaba más para mostrarnos él también su disgusto más firme y más
irrevocable sin haberse preocupado antes por informarse que carga de
subjetividad podía llevar la postura de nuestra madre. Ni siquiera se molestaba
en limar las posibles aristas que hubiera en cada bando; él no negociaba nunca;
cuando traspasaba el umbral de la puerta su partido estaba ya tomado de
antemano; mamá era el fiel de la balanza con la que él emitía sus juicios en
los que siempre, los hijos, salíamos perdedores. En otras casas, observaba yo,
de niña, como mis amigas tenían el refugio del padre...o de la madre cuando el
enfado con uno de ellos había llegado al punto de cerrar cualquier posibilidad
de dialogo. En nuestra casa era, por lo visto diferente, muy diferente. Mamá
era bastante fría y distante con nosotros, y esa frialdad, a fuerza de años de
convivencia se la comunicaría a papá que para cualquier manifestacion amorosa
hacia uno de nosotros había de pasar previamente la censura de mamá que si se
encontraba presente, con un gesto o un monosílabo algo hiriente cortaba de
golpe las euforias de papá. Esto le hizo ganarse por parte de mis hermanos un
calificativo que me resisto a reflejar aquí. ¡Pobre papá!
Cuando regresamos esa misma noche en un vuelo directo hasta Málaga
solo nos encontramos ya con sus cenizas selladas hermeticamente con plástico en
el interior de un estuche de metal de un más que dudoso gusto. Y en el mismo
lugar del puerto, en el que vertimos las de mamá hacía tres o cuatro años,
echamos las de papá que como las pavesas de un incendio marino fueron
sumergiendose lentamente bajo la quilla de un enorme mercante atracado cerca de
donde nos encontrábamos.
Yo procuro escribir cuando me encuentro sola, ya lo he dicho, o
no, pero a veces, la urgencia de acudir a las páginas de este Diario me
agobia hasta el punto de que, aunque Mario se encuentre en ese momento
deambulando por la habitación, tomo mi estilográfica y, después de buscar una
postura más o menos compensada (a lo que me ayuda él) me pongo a escribir;
entonces, observo que aunque no me diga nada, aunque no me lo pida
explícitamente, observo por sus miradas y por sus gestos que no deja de roerle
cierta curiosidad por saber qué escribo con tanto interés en estas páginas. En
algunas ocasiones en que ha ocurrido, él, para disimular su ansiedad por leer
mis páginas, me pregunta si deseo quedarme sola, a lo que yo le contesto que no
es necesario, que de todas formas podrá leerlo cuando yo fallezca si es que
antes de que eso ocurra no decido romperlo. Mi afán por ganar cierto
protagonismo literario es más bien escaso. Es algo terapéutico lo que me empuja
a escribir. No me siento ninguna Ana Frank. No es mi caso. Nadie me persigue, ni
enemigo exterior alguno me acecha. El mal lo llevo dentro. Muy al contrario de
lo que le ocurría a esta pobre niña judía, en aquella buhardilla de los
suburbios de Amsterdam, en mi caso todos los que me rodean se han unido para
luchar contra ese mal que ha generado mi propio organismo y que amenaza con
matarme. Los nazis de la muerte no me amenazan desde la calle, están aquí,
dentro de mí, los tengo metidos en mis propias celulas; y los que entran de
noche, a oscuras, cubiertos de batas blancas, en mi habitación, no son los
"malos" de esta película, son mis ángeles custodios, con la
diferencia de que al igual que yo, sufren y sienten mi dolor, son ángeles que,
sin duda, lloran cuando yo no los veo.
Al paciente de la seiscientos cinco no se le oye ya de toser ni de
quejarse. ¿Habrá fallecido? El otro día pregunté por él a una de las
enfermeras, pero por las evasivas con que me respondió deduje enseguida que
debe de haber entre ellos un pacto de silencio profesional para tenernos
aislado de cualquier influencia que pueda afectar a nuestro estado de ánimos,
así que no insistí. Y debe ser cierto porque las mujeres que entran aquí todos
los días a limpiar el baño se mueven como el que limpia los cristales, como si
no hubiera nadie en esta habitación. Entran con un tímido buenos días, con la
mirada clavada en la danza oriental de su fregona y salen del cuarto envueltas
en ese remolino de silencio y lejía perfumada. Y siempre con la cara oculta
bajo esa mascarilla aséptica. Y aunque se bien que es a mí a quien quieren
guardar de un contagio, yo, por un extraño mecanismo de mi autoestima pienso
que soy yo la apestada y que se defienden así de algún virus terrible que
puebla mi sangre, el ébola por ejemplo, o cualquiera otro de esos tan
cinematográficos.
En toda la mañana no se ha oido ningún ruido procedente de esa
habitación. Casi siempre la ocupan de noche, es cuando se oyen pasos en ella,
como en la buhardilla de Ana Frank.
Cuando yo era más bastante más joven que ahora, salían por la
televisión anuncios de organizaciones que solicitaban ayuda económica mediante
cuestaciones populares para subvencionar los gastos inmensos que facilitaban la
investigación de enfermedades como la que yo padezco ahora. Y, en mi inocencia
adolescente yo siempre me imaginaba no sé bien por qué que el dinero era
solicitado para pagar los gastos de hospital de los enfermos que además eran
pobres; se me quedó grabado aquellos cartelitos en blanco y negro en el que se
veía a San Juan de Dios con un chico sentado a sus pies con uno de sus miembros
horrorosamente retorcido que descansaba en una rústica muleta de madera y tela.
Y los dos, santo y niño, con una mirada que hoy nos parecería bastante
cursi, mirando al Cielo. Y siempre asocié esa enfermedad a la pobreza, hasta
que los medios de comunicación de masas nos trajeron al cantante José Carreras
con aquella cabecita de insecto hambriento que le dejaron los fortísimos
tratamientos quimicos a los que fue sometido en aquel hospital americano,
rodeado de micrófonos y grabadoras donde le contaba al mundo su travesía del
desierto.
Si le insisto mucho a la enfermera me dirá, para que no la moleste
más que ha pasado a Tratamiento Ambulatorio. Eso significa que se marcha a casa
y tendrá que venir una vez por semana a pasar consulta a la Unidad de Oncología
para ver si necesita alguna transfusión.
Ha venido un "ateese" de la unidad de trasplante. Trae
una pequeña báscula electrónica y me ha pesado. Dice que van a meter mis datos
en el Banco de Datos de la Fundación Carreras de Internet para ponerme en lista
de espera por si necesitase un trasplante de médula.
La hinchazón de vientre que me molestaba tanto los otros días,
resulta que no es producida por acumulación de gases, como decía Mario con
insistencia sino del pancreas que ha quedado un poco dañado por los efectos de
la quimioterapia. La doctora dice que no debo preocuparme que entra dentro de
los efectos secundarios normales en este tipo de tratamiento tan agresivo. A
veces me pregunto, si no dispondrán de un cuestionario de posibles preguntas y
respuestas verosímiles para respondernos a los pacientes. No la he visto dudar
en ningún momento. Me responde al instante y con seguridad. Y cuando observa
que no he quedado muy convencida me invita a que le pregunte todo lo que
quiera. Y la única pregunta que se me ocurre es la que precisamente no puede
responderme ni ella ni nadie...¿para qué hacerla? Y el caso es que tengo la
certeza de que no nos dicen la verdad, al menos toda la verdad. Y también
sospecho que si quisiéramos hacer un trabajo de reflexión y de observación
nosotros mismos, los pacientes, llegaríamos a conclusiones muy acertadas. Pero,
¿quién quiere saber nada en estas condiciones? Nos agarramos a la vida con uñas
y dientes. Y esas ganas de vivir son las que ellos aprovechan para hacer su
trabajo con un mínimo de posibilidad de nuestra colaboración. Es como la
relación que se establece entre el escritor y el lector en el fenomeno de la
lectura. El escritor cuenta con la buena disposición del lector a creerse lo
que lee en esas páginas. Cuando nos sentamos comodamente en nuestro sillón
preferido y abrimos un libro, solo con ese acto el escritor ya ha ganado un
cincuenta por ciento de terreno a su favor. El otro cincuenta por ciento lo
pone nuestra imaginación y nuestro amor por la fantasía que nos libere durante
la lectura de toda la grisalla que nos rodea. Así el medico y su paciente. Los
avances de la Sicología creo que también son utilizados en estos hospitales con
bastante buen éxito. Creo que la experiencia les ofrece ya la batería de
preguntas que un enfermo en estas circunstancias se apresura a formular, y,
como ya he dicho, es casi seguro que disponen ya de todo un catálogo de
pregunta-respuesta-pregunta por la que, en cada momento del día, saben qué
cuestiones le vamos a plantear.
Acaba de llegar el informe médico firmado por la doctora
Barrancos. Mañana me envían a casa. La segunda sesión de la quimioterapia
tendrá que esperar. Los mieloblastos parece ser que por ahora no han aparecido.
Y la doctora prefiere que descanse un tiempo en casa. Una vez a la semana
tendré que pasar por consulta ambulatoria para analizar el estado de mi sangre.
Le he mandado una nota a través de Mario a la señora Teresa y he
recibido con una de las chicas que limpian las habitaciones ésta que me
apresuro a anotar en mi Diario.:
"Querida Belle me alegro mucho de que te vayas a casa. Si
vienes a pasar consulta por el Ambulatorio imagino que ya nos veremos. Anoche
no pude dormir nada por los picores que siento en todo el cuerpo. Antonio y la
pequeña de mis hijas se turnaron para echarme crema por todo el cuerpo. ¿Qué
habrá hecho una para que le caiga encima esta cruz? Antonio, el pobre lo pasa
peor que yo.....¡Bueno! Adios y muchos besos."
Mario después de entregarme la nota de la señora Teresa ha bajado
al bazar para comprarme una barra de labios y algo para echarme en la cara y en
los ojos. Me parece mentira que esta noche vaya a dormir en mi cama. En mi casa.
Mario me ha propuesto que para celebrarlo podíamos ir con la
autocaravana a Campano, que quiere hacer una visita al viejo internado donde
estudió de niño. A la vuelta podíamos comer en las playas de Bolonia o si lo
prefiero en nuestra pizzería El Trastévere. Le llamamos "nuestra"
porque allí hicimos la primera cena juntos después de formalizar nuestras relaciones.
No se lo he recordado pero me está proponiendo el mismo viaje que hicimos
cuando nos conocimos. Esto parece un fin de fiesta. Le he preguntado si es que
me mandan a casa porque no tengo solución y es más humano que muera entre mis
cosas. Mario me ha besado (en las manos y con la mascarilla puesta) y me ha
reñido como si yo tuviera diez años. Insiste, cuando ve mi mirada de
escepticismo, que posiblemente sea un problema de falta de camas. Querrán
esperar a que te suban los niveles de la sangre para someterte a la segunda
sesión de quimioterapia. y eso puedes esperarlo en casa con la medicación
adecuada y las transfusiones que yo vaya necesitando. Me ha dejado algo
más tranquila. Y si son ciertas mis sospechas puedo asegurar que Mario no
sabe nada. No sabría fingir. Ya lo he dicho.
También ha pasado esta tarde, para despedirse, una señora algo
mayor y muy bajita y menuda que forma parte del Voluntariado del Hospital.
Aunque no tengo creencias religiosas de ningún tipo y ella ya lo sabe no deja
nunca de visitarme y darme un poco de conversación. Ha sacado una estampa de
Fray Leopoldo y con cierta timidez y miedo me la ha presentado.Se ha quedado
muy gratamente sorprendida cuando la he tomado y le he dado las gracias.
<>
me ha dicho con algo de sorna. Le he contado las excursiones que de niña hacía
con mamá hasta Granada para ver la tumba de Fray Leopoldo. También le he dicho
que es el único santo que me cae bien porque no tiene cara de Santo, tiene
cara de jardinero, o de viejo buhonero. Me pregunta que qué es un
buhonero, y que si tiene que ver algo con los buhos. Le respondo que prometo
mirarlo en el diccionario cuando llegue a casa y explicarselo la próxima vez
que nos veamos. Se rie y me dice, hablando del santo, que es cierto que ella no
se había dado cuenta pero que es tal como yo digo. No sé como se llama y de su
familia solo me ha dicho que se quedó viuda hace cuatro o cinco años.
Cuando le pregunto de que murió, me hace un gesto muy expresivo con la cara y
permanece en silencio. Y yo comprendo enseguida de qué enfermedad murió su
marido, y no sigo preguntando. Seguramente debió de decirme su nombre el primer
día que vino pero o no le presté atención o lo he olvidado. Me confiesa que
ella no es muy religiosa, pero que se encuentra tan sola en casa, y como no le
gusta la "tele", aconsejada por una vecina que hace el Voluntariado
en el Hospital Civil, se ha apuntado "a ésto". Viene tres veces a la
semana y permanece toda la tarde en esta planta. Hace de todo un poco: da
conversación al que quiere hablar; ayuda a ir al baño al que se lo pide; hace
recados, atiende el teléfono; te enciende o te apaga la televisión. Una de las
enfermeras me explicó un día que antes de irse le dan un café con leche en el
que ella miga un bollito de pan que saca de su gran bolso negro de falso
cuero.<>
le comenta a la enfermera de turno que se sorprende ante esa forma de tomar el
café. Constantemente anda preguntando si molesta, si el tal quiere que
se vaya, que ella -dice- no quiere molestar. Cuando llegó el primer día,
pidiendo permiso para entrar, a punto estuve de negárselo. Me temía a una de
esas beatonas que van a estar todos los días hablándome del Catecismo, que son
frías como piedras de lago, y distantes como la indiferencia, pero no, no.
Cuando estoy en su compañía tengo la sensación de que tengo una simple
gripe y una amiga de mamá me está haciendo la visita de rigor. Se porta de una
manera muy natural. Eso si. Desde el primer día me dejó muy claro que le tenían
prohibido hablar de los demás pacientes. Se quedó bastante tranquila cuando le
respondí que para nada me interesaba lo que pasaba fuera de la habitación.
Bastante tenía ya con soportar "lo mío". Le hizo mucha gracia cuando
le comenté que, a través de una chica de la limpieza, mantenía correspondencia
con la señora Teresa. La chica se acercaba y yo le metía el billetito en el
bolsillo de su uniforme, y cuando iba a la habitación de la señora Teresa, ésta
se limitaba a meter la mano en el bolsillo que la chica le presentaba mientras
barría debajo de su cama. Ella se ha ofrecido pero como es muy temerosa me dice
que ella dejará su bolso abierto encima de la mesita y se pondrá a mirar los
coches por la ventana y en ese instante yo podré colocar el mensaje en su
interior. Y que cuando llegue a la otra enferma le aconsejará sacarlo con la
misma coreografía. Le pregunto si ve películas de Hitchcock y pone mirada de no
entender nada.
La noche la he pasado haciendo proyectos para cuando esté en casa.
Por lo pronto me han prohibido manosear mucho a mi gato.
A Mario le han dado un "volante" para que en el
ambulatorio del hospital le pongan esta noche la vacuna contra la gripe.
Se me está acabando ya este cuadernillo y Mario ha prometido
traerme uno de esos dietarios que venden en las papelerías y que vienen
encuadernados en pasta dura.