lunes, 20 de enero de 2014

El pino enano que......

                                                                         

                                             XVIII








El pino enano que crece  junto al rosal ha caido de nuevo esta mañana bajo las tijeras de podar de Stefan que se queja de que el pino le tapa la vista del mar. le cierra el paso a su vista cuando, haciendo cruciletras en su terraza quiere buscar en el mar la inspiración precisa para encontrar la palabra que cuadre en la cuadrícula del crucigrama que está resolviendo en ese momento. no acaba de salirle cuando sopla viento de Poniente, como esta mañana, su copa grande que, en la distancia parece que descansa directamente sobre el suelo, es removida por un ligero temblor marino, como de anémona, sus lentos vaivenes parecen producidos por corrientes submarinas. El mirlo, que se limpia todas las mañanas su pico de calabaza con el pie de su tronco se alarma un poco por el breve latido de aquella cúpula vegetal que lo cubre y sin abrir siquiera las alas, se marcha andando a terminar su aseo personal en la botavara de la barca. En cambio el Levante apenas si lo roza. Este es un viento que, en nuestro pueblo, y por la orientación que tiene, entra muy pocas veces; y cuando se aproxima a nuestra bahía con la suficiente fuerza como para que pudieramos tomar en serio su presencia, la  pierde toda al estrellarse contra el espigón de la Ermita, de manera que cuando cruza la carretera nacional y se adentra por los callejones apenas si le queda fuelle para empujar los papeles que hay por el suelo o arrancar algún temblor de los visillos de las ventanas.
Cuando me incorporé, recien terminada la carrera, a mi plaza de Profesora en el pueblecito de Casares, [guardando todavía en mi bolso la fotocopia de mi flamante título de Diplomada en Ciencias de la Educación], recuerdo que, en una de las sobremesas en casa de la señora María, que nos daba de comer al señor párroco y a unos profesores,  tomé en mi Dietario unas notas impresionistas, dejándome llevar por las imágenes y los recuerdos que me provocaban la vista de una hermosa cortina de flores rojas y azules con la que, cuando llegaba el buen tiempo, la dueña de la casa cubría el vano de un gran ventanal que estaba orientado al sur, que en Casares es tanto como decir que está orientado hacia el mar y que permanecía, el balcón, abierto de par en par, día y noche, hasta que llegaban los primeros frios del otoño y la señora María, después de lavarla y plancharla, enterraba ese vistoso lienzo bajo una espesa granizada de bolillas de alcanfor. El comedor era muy pequeño, y la mesa que ocupabamos todos los días los comensales casi no dejaba lugar para otro mueble. El cura del pueblo, que era el cliente más antiguo de la casa, tenía ya asignado por la señora María, y por la fuerza de la costumbre de tiempos ya caducos, la cabecera de la mesa desde la que debió de bendecir, seguramente durante muchos años el condumio colectivo de la casa que lo acogía. Yo procuraba ocupar siempre la silla que se encontraba justamente enfrente de la ventana pues, desde ese lugar, mientras comía gozaba de una privilegida panorámica del mar. La señora María, con la que llegué a intimar bastante, hasta el punto de que me contó las historias más negras que la Guerra Civil escribió en ese pueblo, cuando se dio cuenta de mi predilección por ese asiento, recortó un cartoncito y a un nieto suyo le hizo escribir en él con lápices de colores: <> letrerito que mandé quitar cuando observé ciertos gestos y algunos silencios forzados en la sala de profesores. Pero, a lo que iba...Fueron estas notas, tomadas a vuela pluma, mis primeros intentos de escritura y nunca, fuera de Mario, que me animó a continuar, se los he mostrado a nadie. El dietario donde lo escribí no me ha resultado dificil encontrarlo, y la página está marcada por una foto de grupo que ese final de curso nos hicimos todos los profesores junto con el Inspector, un señor bajito y muy repeinado que hablaba con un fuerte acento gallego.




                                      De un dietario de 1992


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Pasados unos segundos, cuando parece que la tela va a estallar, o que se va abrir por la mitad como un melón maduro, la corriente de aire, que estaba retenida, huye por debajo de los faldones y la cortina se queda nuevamente vacía, suspendida, quieta, como dormida, así, durante unos pocos segundos, hasta que un nuevo soplo de aire la vivifica, vuelve a inflarla. Yo, sin saber por qué, sin tener la más remota idea de qué fibra sensible vibra en mi interior,  me he quedado siempre embelesada observando ese juego de la brisa con la tela, me parece estar en presencia, en ese instante, no de una estructura artificial de ladrillos y de cemento sino de algo desconocido e invisible pero que está vivo, de algún ser maravilloso y fantastico que estuviese apresado en esa casa y pugnase por salir; visto desde lejos, la sensación de que la casa estuviera respirando es ya un lugar común, un tópico. De niña, en el colegio, cuando llegaba el verano y las ventanas se mantenían abiertas, ese enamoramiento de la brisa abrazada a las cortinas de la clase me costaron más de un contencioso con el profesor de turno, y alguna que otra broma de mal gusto por parte de los compañeros de pupitre. Ese juego del viento con las cortinas, ese mantra de brisa y nailon hace vibrar las aguas más profundas de nuestra memoria, nos trae las notas sueltas de una melodía ya olvidada, recuerdos de una edad de oro que perdimos para siempre en el mismo instante en que pronunciabamos nuestra primera palabra, momento trágico y fatal en el que, subitamente, ese mundo mágico del silencio, en el que los objetos más vulgares adquirían para nosotros vida propia, todo eso desapareció para dar lugar al concepto, a la palabra, al verbo, y somos ya encarcelados para el resto de nuestra vida entre las rejas de la palabra. Ese enorme corazón de seda suspirando entre las hojas del balcón, marcan el ritmo de nuestra memoria, reproduciendo ritmos viejos, ritmos antiguos, cuyos ecos se pierden en la prehistoria de nuestra biografia. Esa gigantesca y bella mariposa que ha quedado apresada dentro de la habitación y agoniza entre las rejas de la ventana nos retrotraen, por lo menos a mí, a esos primeros meses de nuestra vida que transcurren placidamente entre los brazos de nuestra madre y el tierno edredón de nuestra cuna; Paraiso perdido, creado para nosotros, donde unos seres maravillosos e invisibles vigilan constantemente nuestro sueño y nuestra vigilia, atento siempre para servirnos y  saciarnos el más leve e insustancial de nuestros caprichos. Tardes de estio, acompañados en nuestro runruneo de papillas y leche por esas hermosas hadas que las cortinas de la ventana  y la brisa  veraniega iban creando y descreando en el aire.  Ese hermoso vals que se va tejiendo y destejiendo a lo largo de la tarde entre la vieja máquina Singer de mamá, y el armario oscuro y tuerto que ya se ha olvidado de que fue joven y hermoso, y endulza su vejez con el recuerdo de los desnudos adolescentes que quedaron apresados en sus aguas.
...Y la sombra, la sombra que, al mediodía, proyecta el sol al pie de los árboles. Ese encaje tembloroso de arabescos que la brisa escondida entre las hojas va dibujando sobre el suelo. Ese calidoscopio que va sacando de entre las sombras, monedas de oro y palacios de cristal...[las hojas de los árboles alrededor de su pie me producen unos sentimientos de dicha que no sé explicar. También me ocurre con esos encajes de luz que el sol, reflejándose en la superficie del mar, proyectan sobre el casco de los buques. Se van deshaciendo y haciedo unas medusas y unas arañas de patas larguísimas y muy elegantes, o las melenas de oro de laguna sirena nadando por el fondo marino.>>]

                                                   Casares, 12 de abril de 1992


La vieja  barca que le compró Stefan a un  pescador jubilado y que pintó y adornó con flores la he encontrado esta mañana con sus flores renovadas; han florecido los geranios,  las margaritas, y han plantado unos racimos de petunias de varios colores. Una guirnalda de campanillas trepa desde su pequeña proa hasta la popa pasando por encima de un palo que han plantado, a modo de mástil en su centro. Tiene, así, la barquichuela algo de aquellos bueyes que en las fiestas homéricas adornaban los griegos con flores para ofrecerlos a Dionisos.  Stefan, con su metro ochenta y cinco, recto, como un ciprés rubio,  ha venido a casa a pedirnos pintura negra para repasar los faldones de su barca. Mario le indica que la barca ha de tener un nombre. Que en nuestra tierra los pescadores les ponen nombres, normalmente nombres de mujer, y las bautizan; una mañana cualquiera de domingo, el párroco, desde el espigón de la Ermita y ésta con las puertas abiertas de par en par para que la Virgen pueda verlo todo, le echa el agua bendecida y los latines de rigor para irse luego con el pescador y su familia a comer pescado frito y beber cerveza al bar La Lonja; el pescador, entre la emoción sentimental y la emoción etílica suelta la lengua y aprovecha la coyuntura para contar la historia de cada una de las barcas que ha tenido desde que era joven. Y habla de la "Maria Antonia" a la que se le abrió la quilla, en el bajío que hay por donde el Faro de Tal o de Cual; de "La Isabel" con la que siendo joven fue a rejonear atunes a la Almadraba de la Caleta, llevando de piloto al Arsenio, el hijo de la Sole, el que murió "de un pronto" en la Semana Santa del 73; luego habla de "La Atrevida" que hizo tal cosa y tal cosa....y así hasta que la mujer lo calla y el viejo pescador se pone a fumar y a secarse los ojos con una servilleta de papel.
Stefan, creemos que por timidez no se atreve a firmar la barca con su nombre. Cuando compramos la casa, ya estaba aquí Stefan, con su mujer y su barca dormida en el oleaje del cesped, arrullada por la noche, con el murmullo del mar que, quien sabe, si no le hará recordar su juventud marinera. Con el verano llegan la hija y el yerno de Stefan con una niña de apenas diez u once años que todos los años regresa a su pueblo con un acervo de palabrotas aprendidas en nuestra idioma durante sus juegos de calle con los niños indígenas. Ocupan la casa familiar durante algo más de un mes y pasan las mañanas en la playa y las tardes comiendo sardinas asadas y vino tinto en la taberna de La Lonja, cerca de la Ermita. El yerno, cuyo enrevesado nombre nunca he conseguido retener en la memoria,  es viajante de comercio, y se pasa todo el invierno recorriendo las frías carreteras del norte de Europa vendiendo componentes electrónicos por cuenta de una conocida marca de electrodomésticos holandesa, comiendo salchichas con coles y siguiendo la liga alemana de futbol; todos los años renueva sus camisetas del Bayer de Munich que la lleva con mucho orgullo él y toda su familia. Cuando el yerno se hace cargo de la casa y del mantenimiento de la barca, Stefan prepara las maletas y en un vuelo de oferta marcha a Sttuggart, donde pasa el verano, nos cuenta su mujer traducida por una vecina, visitando reumatólogos y dentistas, y acumulando recetas para abastecerse de medicamentos durante todo el invierno. Es un fetichista de las medicinas. El año pasado hizo un viaje a Gibraltar solo con la idea de comprarse ocho o diez tubos de una crema inglesa para los dolores de reuma y que le había recomendado el otro alemán de la urbanización. Respetuoso como un obrero alemán y puntual como un ave migratoria, Stefan, con los primeros frios se sube en el avión, allá en Stuggart, echa la cabeza en su almohada inflable regalo promocional de un medicamente muy usual para él y su mujer lo despierta cuando el avión está sobrevolando el cielo de Málaga. Todas las mañanas, con un ceremonial casi castrense, como si fuera un soldado de la guerra del catorce coloca las banderas española y alemana, hermanadas,  en la popa de su barca, las saluda con una ligera inclinación de cabeza y si pasa en esos momentos algún vecino por la calle le da sus <<¡puetas díasss!!!>> y marcha con su bicicleta a hacer sus ejercicios diarios. Ya ha comenzado a perder algunos dientes y mientras se pone de acuerdo con el dentista nos saluda cubriéndose media boca con el dorso de la mano. A mí, este gesto de adolescente tímido en un hombre tan grande y tan fuerte que trabajó toda su vida en la fundición de una fábrica de automoviles, me causa una gracia indecible y me produce cierta ternura. Cuando descargábamos los muebles el primer día de nuestra llegada, le ofreció a Mario un carrito para transportar cosas menudas, dirigiéndose a él con su característica y graciosa sintaxis: <> Por la edad que aparenta debió de vivir, aunque muy niño, la Segunda Guerra Mundial. Y este verano, cuando visitábamos las catedrales alemanas, en las que no falta la exposición de fotos de los terribles bombardeos que sufrió este pais ya casi al final de la guerra, en las que se ve la ciudad toda carcomida por la negra caries del odio, me acordaba de Stefan. Me lo imaginaba entre las piernas de su madre, asustado, refugiado con el resto de la población en los túneles del Metro de su ciudad, o en la carbonera del propio edificio, aguantando los martillazos que la Royal Air Force pegaba sobre sus cabezas,  al tiempo que iban sembrando de cráteres humeantes la bella campiña alemana y dejando la estructura de sus bellos campanarios góticos como raspas de sardinas carbonizadas, puestas de pie sobre un mar de cenizas. Es posible que su padre muriera en alguna batalla importante de las muchas que el ejercito alemán protagonizó en toda Europa y que su rostro anónimo haya quedado inmortalizado en alguno de los muchos reportajes gráficos que pueblan las hemerotecas de todo el mundo.  Claro que también pudo ser uno de aquellos muchos que se quedaron en París al terminar la guerra, casados con alguna dulce francesita del barrio de Batignoles llamada Colette..o Monique y que acabaron de fruteros en el Mercado de Les Halles, pasando las vacaciones de verano viajando con un "dos caballos" por los pueblecitos de la Costa Brava. De joven, Stefan, debió de tener cierto éxito entre las mujeres; por el tono de oro viejo que ha tomado su pelo, debió de ser de esos ejemplares nórdicos de un rubio platino resplandeciente y aún le queda algún eco adormecido del tenorio que debió ser entre los pliegues de su mirada. Cuando conversa con alguna mujer va dejando de caer entre frase y frase, como pétalos dormidos, una estela de señales, de gestos, de sonrisas, que en su día fueron sin duda las dulces redes donde una señorita podía caer rendida, peroo que emitodos ahora, tienen, sin que él lo perciba, el aire gris y mohoso de un rincón abandonado de un museo del amor. Contemplarlo, como hago yo desde las vidrieras de mi salón, con su metro ochenta y cinco de masa proletaria; sus manos con las que podría romper nueces apretandolas entre sus dedos y abierto como un coloso de rodas entre las petunias y las margaritas para arrancar una ramita de grama que ha crecido ayer entre el terciopelo de sus flores produce una ternura infinita mezclada con una alegre perplejidad. En  nuestra cultura meridional tenemos todavía asociado en nuestras mentes el cariño por las flores con un perfil de hombre que está muy lejos de la virilidad teutónica de nuestro querido Stefan. Él se ha dado cuenta de que ha despertado en mí cierta admiración, y cuando coincidimos, yo en la terraza y él vigilando su parterre, finjo que no me he dado cuenta de su presencia: enseguida lo oigo silbar alguna melodía de su tierra; lo oigo de toser insistentemente con un tono de falsete que lo denuncia; hasta que por fin me dirije directamente la palabra:<<¡puetas días!>>me dice. Y ese saludo es el prólogo, el "¡telón arriba!" que abre toda su coreografía de galán antiguo. Yo me hago la distraida y procuro observarlo por el rabillo del ojo para ver como despliega todo su velamen, como levanta la proa, como ese clipper que, en mitad del atlántico se dispone a enfrentarse a la galerna con todos sus gallardetes desplegados en el palo mayor, y el Capitán, en el Puente, buscando su mejor pose, la más fotogénica, para el instante en que el mar decida tragarse a él y a su barco. Pero a Stefan le queda ya poco de airoso clipper y se acerca más a la imagen de esos viejos y oxidados pontones que, hundidos hasta la botavara, van arando a contra corriente las mansas aguas del Rhin bajo un espeso bosque de chimeneas humeantes y viejos hangares, gimiendo con su sirena cuando se cruza con otro barco.
Ha amanecido un día claro y radiante de otoño. Al despertar esta mañana  en mi cama, en mi casa, la alegría ha sido mayor. Me he abrazado fuertemente a Mario que aún dormía. Le he contado, a su espalda, como si me oyera, que esta noche he soñado con el hospital. Con esa horrible sexta planta de la que hace apenas dos o tres días salí después de casi tres meses de internamiento y sufrimiento. He soñado que me encontraba nuevamente en aquella habitación de dos puertas que en mi pesadilla se multiplican y se multiplican hasta el infinito, hasta que por efecto de la perspectiva y de la lejanía es, apenas, un puntito brillante allá en el fondo. Siempre que abría una puerta, volvía a encontrarme en el mismo lugar. A través de los vidrios de las puertas que se multiplican veo en el fondo de todos ellos la figura de Mario que me llama y que me dice algo que yo no puedo oir. Golpeo con toda mi rabia esa puerta que ya no me molesto en abrir porque sé definitivamente que otra puerta igual a ella se interpondrá en mi camino. El empleado que limpia los cristales, hace su trabajo, y aunque está siendo testigo de mis angustias por salir permanece indiferente. Ni siquiera mira hacia donde me encuentro. Parece como si para él, la habitación estuviera completamente vacía, lo que aumenta mi angustia.  Es el mismo joven que he visto en tantas ocasiones. De pronto ha mirado hacia mí y sin dejar de mirarme ha comenzado a reirse en fuertes y siniestras carcajadas. Lo último que recuerdo es que comencé a gritar fuertemente impresionada por la actitud tan siniestra del joven empleado. Recien despertada aún tenía sensación de dolor en mis puños que permanecían cerrados y en tensión.
Mario me ha acompañado hasta el Paseo Marítimo y me ha dejado sentada en uno de los bancos. Ha insistido varias veces si deseaba su compañía. Se siente culpable. Su caracter impulsivo lo traiciona constantemente. Y luego, cuando hemos terminado de discutir, yo sé lo mal que se siente consigo mismo. Esta mañana me ha despertado con un pequeño objeto que yo había olvidado en algún cajón de la autocaravana. Se trataba de una pequeña porcelana que yo compré en una tiendecita del Markplatz de Delft este verano. Un diminuto pato silvestre pintado de azul. El aire se ha dormido sobre el agua. El mar parece un lago de montaña. Las gaviotas lo sobrevuelan con una lentitud, con una cadencia que producen tristeza, se unen y se separan en pleno vuelo, algunas se elevan unos metros para, enseguida, dejarse caer como por un tobogán invisible hasta rozar el agua con el pico de las alas y arrancarle a esta una diminuta galaxia de diamantes cristalinos que terminan muriendo en el aire. Estas gaviotas me traen el recuerdo de aquellas hermanas que vivían en aquel pueblecito de pescadores al que fue destinado papá cuando lo ascendieron a Teniente; se trataba de dos locas pacíficas que acudían todas las mañanas al muelle de los pescadores para disputarle a las gaviotas (que allí llaman "pavanas") los restos de pescado muerto que los empleados de la Lonja vertían en las piedras del puerto. Como el viejo capitan Acab, una de ellas, la más atrevida tenía las dos muñecas rubricadas de cicatrices y pústulas frescas, heridas que ella mostraba con orgullo y sonrisa de idiota al camarero del bar donde compartían un café con leche después de cada batalla.
Los pescadores cosen sus redes con el copo enredado entre sus piernas, mientras fuman o charlan con los mirones de turno. Los chiringuitos están abriendo las mesas y los toldos. Los pocos transeúntes que discurren ahora por esta acera me miran con simpatía cuando, a la vista del pañuelo que envuelve mi desnuda cabeza, identifican rapidamente que tipo de enfermedad me acompaña.
(NOTA: trabajar más esta descripción)Por la parte de la Ermita se distingue al fondo la ciudad se ve a lo lejos, en el horizonte, diluida entre una bruma azulina. Solo la gran montaña que la rodea sobresale de esa espesura como si flotara en el aire, rompiendo los penachos de nube que la rozan en su paso hacia el Estrecho.
La gente me mira al pasar, pero lo hacen de una manera discreta. Este pañuelo (rojo o azul) pegado a la cabeza como una segunda piel se ha convertido ya en el signo de identidad de todas aquellas personas que hemos caido en la gruta de esta enfermedad. Nunca coincidimos dos de esta raza en el paseo...o será que instintivamente nos huimos la presencia. Cuántas veces, cuando gozaba de plena salud, y me encontraba con mujeres que iban como yo voy ahora me compadecía de ellas. Esta mañana, sacando ropa de invierno del ropero he dado con la peluca que le compramos a mamá cuando cayó enferma. Y la verdad es que no sé como ha llegado a mi casa. Recuerdo que yo misma, en el hospital, le dije a Lucía que no quería ponerme peluca. Sería ella la que la trajo y Mario la guardaría después en el ropero.
He dado un paseo hasta la Ermita. Al final me he cansado un poco y he debido sentarme varias veces en el trayecto. Es muy deprimente dar un paseo tan corto como es este de La Ermita y sentirse una abrumada con el cansancio de una vieja de ochenta años cuando aún no se han cumplido los cuarenta. Pero encerrada me siento peor. Bastante encierro he tenido ya estos dos meses de hospital. Seguro que ya habrán ocupado aquella horrible habitación de dos puertas con otro infeliz. Estará, como estaba yo, con el rostro pegado a los cristales, mirando pasar la vida que a ella -o a él- le quiere ser arrebatada. Por las noches se quedará dormido con la nana ronca del aire acondicionado
Una barca se está aproximando a la orilla. Debe de haber pasado la noche pescando al otro lado del espigón de la Ermita.Y ha de traer pescado pues arrastra junto con la espuma que forma su hélice una guirnalda de gaviotas de las que a intervalos se desprende alguna solitaria que se clava como un dardo en la espuma sanguinolenta a la caza de algun desperdicio que han arrojado por la borda de la pequeña embarcación. De las casucas de pescadores salen algunas mujeres corriendo hacia la playa para ayudar a meter la barca en el varadero. Unos cuantos jubilados, tiran la colillas de sus cigarrillos y con los pantalones arremangados se dirigen hacia el molinillo para tirar de la barca. Los gatos, han abandonado sus literas de sol y tierra y con bostezos largos caminan despacio hacia la barca, seguros de que algo conseguirán echarse a la boca. Las más jóvenes se anudan la falda en un muslo para saltar el cable cuando el molinillo da la vuelta, y las mujeres que ya peinan canas hacen lo mismo pero riéndose del propio atrevimiento. Y en ese instante he tenido la sensación de que el Tiempo se ha detenido y podía encontrarme en cualquier playa mediterránea de hace mil o dos mil años; las jóvenes que nos retrata Homero no debieron ser muy distintas de estas que veo yo, saltar la comba y moviendo las caderas al ritmo de los gritos que los hombres metidos bajo los costados de la barca lanzan para marcarse el ritmo. Los gatos, sabios viejos, se han sentado a una distancia prudencial oliendo el festín que les viene y las gaviotas caminan detrás de la barca ayuntadas por el olor a pescado fresco.

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