XVIII
El pino enano que crece junto al
rosal ha caido de nuevo esta mañana bajo las tijeras de podar de Stefan que se
queja de que el pino le tapa la vista del mar. le cierra el paso a su vista
cuando, haciendo cruciletras en su terraza quiere buscar en el mar la
inspiración precisa para encontrar la palabra que cuadre en la cuadrícula del
crucigrama que está resolviendo en ese momento. no acaba de salirle cuando
sopla viento de Poniente, como esta mañana, su copa grande que, en la distancia
parece que descansa directamente sobre el suelo, es removida por un ligero
temblor marino, como de anémona, sus lentos vaivenes parecen producidos por
corrientes submarinas. El mirlo, que se limpia todas las mañanas su pico de
calabaza con el pie de su tronco se alarma un poco por el breve latido de
aquella cúpula vegetal que lo cubre y sin abrir siquiera las alas, se marcha
andando a terminar su aseo personal en la botavara de la barca. En cambio el
Levante apenas si lo roza. Este es un viento que, en nuestro pueblo, y por la
orientación que tiene, entra muy pocas veces; y cuando se aproxima a nuestra
bahía con la suficiente fuerza como para que pudieramos tomar en serio su
presencia, la pierde toda al estrellarse
contra el espigón de la Ermita, de manera que cuando cruza la carretera
nacional y se adentra por los callejones apenas si le queda fuelle para empujar
los papeles que hay por el suelo o arrancar algún temblor de los visillos de
las ventanas.
Cuando me incorporé, recien terminada la carrera, a mi plaza de
Profesora en el pueblecito de Casares, [guardando todavía en mi bolso la
fotocopia de mi flamante título de Diplomada en Ciencias de la Educación],
recuerdo que, en una de las sobremesas en casa de la señora María, que nos daba
de comer al señor párroco y a unos profesores,
tomé en mi Dietario unas notas impresionistas, dejándome llevar por las
imágenes y los recuerdos que me provocaban la vista de una hermosa cortina de
flores rojas y azules con la que, cuando llegaba el buen tiempo, la dueña de la
casa cubría el vano de un gran ventanal que estaba orientado al sur, que en
Casares es tanto como decir que está orientado hacia el mar y que permanecía,
el balcón, abierto de par en par, día y noche, hasta que llegaban los primeros
frios del otoño y la señora María, después de lavarla y plancharla, enterraba
ese vistoso lienzo bajo una espesa granizada de bolillas de alcanfor. El
comedor era muy pequeño, y la mesa que ocupabamos todos los días los comensales
casi no dejaba lugar para otro mueble. El cura del pueblo, que era el cliente
más antiguo de la casa, tenía ya asignado por la señora María, y por la fuerza
de la costumbre de tiempos ya caducos, la cabecera de la mesa desde la que
debió de bendecir, seguramente durante muchos años el condumio colectivo de la
casa que lo acogía. Yo procuraba ocupar siempre la silla que se encontraba
justamente enfrente de la ventana pues, desde ese lugar, mientras comía gozaba
de una privilegida panorámica del mar. La señora María, con la que llegué a
intimar bastante, hasta el punto de que me contó las historias más negras que
la Guerra Civil escribió en ese pueblo, cuando se dio cuenta de mi predilección
por ese asiento, recortó un cartoncito y a un nieto suyo le hizo escribir en él
con lápices de colores: <>
letrerito que mandé quitar cuando observé ciertos gestos y algunos silencios
forzados en la sala de profesores. Pero, a lo que iba...Fueron estas notas,
tomadas a vuela pluma, mis primeros intentos de escritura y nunca, fuera de
Mario, que me animó a continuar, se los he mostrado a nadie. El dietario donde
lo escribí no me ha resultado dificil encontrarlo, y la página está marcada por
una foto de grupo que ese final de curso nos hicimos todos los profesores junto
con el Inspector, un señor bajito y muy repeinado que hablaba con un fuerte
acento gallego.
De un dietario de 1992
<
Pasados unos segundos, cuando parece que la tela va a estallar, o que
se va abrir por la mitad como un melón maduro, la corriente de aire, que estaba
retenida, huye por debajo de los faldones y la cortina se queda nuevamente
vacía, suspendida, quieta, como dormida, así, durante unos pocos segundos,
hasta que un nuevo soplo de aire la vivifica, vuelve a inflarla. Yo, sin saber por
qué, sin tener la más remota idea de qué fibra sensible vibra en mi
interior, me he quedado siempre
embelesada observando ese juego de la brisa con la tela, me parece estar en
presencia, en ese instante, no de una estructura artificial de ladrillos y de
cemento sino de algo desconocido e invisible pero que está vivo, de algún ser
maravilloso y fantastico que estuviese apresado en esa casa y pugnase por
salir; visto desde lejos, la sensación de que la casa estuviera respirando es
ya un lugar común, un tópico. De niña, en el colegio, cuando llegaba el verano
y las ventanas se mantenían abiertas, ese enamoramiento de la brisa abrazada a
las cortinas de la clase me costaron más de un contencioso con el profesor de
turno, y alguna que otra broma de mal gusto por parte de los compañeros de
pupitre. Ese juego del viento con las cortinas, ese mantra de brisa y nailon
hace vibrar las aguas más profundas de nuestra memoria, nos trae las notas
sueltas de una melodía ya olvidada, recuerdos de una edad de oro que perdimos
para siempre en el mismo instante en que pronunciabamos nuestra primera
palabra, momento trágico y fatal en el que, subitamente, ese mundo mágico del
silencio, en el que los objetos más vulgares adquirían para nosotros vida
propia, todo eso desapareció para dar lugar al concepto, a la palabra, al
verbo, y somos ya encarcelados para el resto de nuestra vida entre las rejas de
la palabra. Ese enorme corazón de seda suspirando entre las hojas del balcón,
marcan el ritmo de nuestra memoria, reproduciendo ritmos viejos, ritmos
antiguos, cuyos ecos se pierden en la prehistoria de nuestra biografia. Esa
gigantesca y bella mariposa que ha quedado apresada dentro de la habitación y
agoniza entre las rejas de la ventana nos retrotraen, por lo menos a mí, a esos
primeros meses de nuestra vida que transcurren placidamente entre los brazos de
nuestra madre y el tierno edredón de nuestra cuna; Paraiso perdido, creado para
nosotros, donde unos seres maravillosos e invisibles vigilan constantemente
nuestro sueño y nuestra vigilia, atento siempre para servirnos y saciarnos el más leve e insustancial de
nuestros caprichos. Tardes de estio, acompañados en nuestro runruneo de
papillas y leche por esas hermosas hadas que las cortinas de la ventana y la brisa
veraniega iban creando y descreando en el aire. Ese hermoso vals que se va tejiendo y
destejiendo a lo largo de la tarde entre la vieja máquina Singer de mamá, y el
armario oscuro y tuerto que ya se ha olvidado de que fue joven y hermoso, y
endulza su vejez con el recuerdo de los desnudos adolescentes que quedaron
apresados en sus aguas.
...Y la sombra, la sombra que, al mediodía, proyecta el sol al pie de
los árboles. Ese encaje tembloroso de arabescos que la brisa escondida entre
las hojas va dibujando sobre el suelo. Ese calidoscopio que va sacando de entre
las sombras, monedas de oro y palacios de cristal...[las hojas de los árboles
alrededor de su pie me producen unos sentimientos de dicha que no sé explicar.
También me ocurre con esos encajes de luz que el sol, reflejándose en la
superficie del mar, proyectan sobre el casco de los buques. Se van deshaciendo
y haciedo unas medusas y unas arañas de patas larguísimas y muy elegantes, o
las melenas de oro de laguna sirena nadando por el fondo marino.>>]
Casares, 12
de abril de 1992
La vieja barca que le compró
Stefan a un pescador jubilado y que
pintó y adornó con flores la he encontrado esta mañana con sus flores
renovadas; han florecido los geranios,
las margaritas, y han plantado unos racimos de petunias de varios
colores. Una guirnalda de campanillas trepa desde su pequeña proa hasta la popa
pasando por encima de un palo que han plantado, a modo de mástil en su centro.
Tiene, así, la barquichuela algo de aquellos bueyes que en las fiestas
homéricas adornaban los griegos con flores para ofrecerlos a Dionisos. Stefan, con su metro ochenta y cinco, recto,
como un ciprés rubio, ha venido a casa a
pedirnos pintura negra para repasar los faldones de su barca. Mario le indica
que la barca ha de tener un nombre. Que en nuestra tierra los pescadores les
ponen nombres, normalmente nombres de mujer, y las bautizan; una mañana
cualquiera de domingo, el párroco, desde el espigón de la Ermita y ésta con las
puertas abiertas de par en par para que la Virgen pueda verlo todo, le echa el
agua bendecida y los latines de rigor para irse luego con el pescador y su
familia a comer pescado frito y beber cerveza al bar La Lonja; el pescador,
entre la emoción sentimental y la emoción etílica suelta la lengua y aprovecha
la coyuntura para contar la historia de cada una de las barcas que ha tenido
desde que era joven. Y habla de la "Maria Antonia" a la que se le
abrió la quilla, en el bajío que hay por donde el Faro de Tal o de Cual; de
"La Isabel" con la que siendo joven fue a rejonear atunes a la
Almadraba de la Caleta, llevando de piloto al Arsenio, el hijo de la Sole, el
que murió "de un pronto" en la Semana Santa del 73; luego habla de
"La Atrevida" que hizo tal cosa y tal cosa....y así hasta que la
mujer lo calla y el viejo pescador se pone a fumar y a secarse los ojos con una
servilleta de papel.
Stefan, creemos que por timidez no se atreve a firmar la barca con su
nombre. Cuando compramos la casa, ya estaba aquí Stefan, con su mujer y su
barca dormida en el oleaje del cesped, arrullada por la noche, con el murmullo
del mar que, quien sabe, si no le hará recordar su juventud marinera. Con el
verano llegan la hija y el yerno de Stefan con una niña de apenas diez u once
años que todos los años regresa a su pueblo con un acervo de palabrotas
aprendidas en nuestra idioma durante sus juegos de calle con los niños
indígenas. Ocupan la casa familiar durante algo más de un mes y pasan las
mañanas en la playa y las tardes comiendo sardinas asadas y vino tinto en la
taberna de La Lonja, cerca de la Ermita. El yerno, cuyo enrevesado nombre nunca
he conseguido retener en la memoria, es
viajante de comercio, y se pasa todo el invierno recorriendo las frías carreteras
del norte de Europa vendiendo componentes electrónicos por cuenta de una
conocida marca de electrodomésticos holandesa, comiendo salchichas con coles y
siguiendo la liga alemana de futbol; todos los años renueva sus camisetas del
Bayer de Munich que la lleva con mucho orgullo él y toda su familia. Cuando el
yerno se hace cargo de la casa y del mantenimiento de la barca, Stefan prepara
las maletas y en un vuelo de oferta marcha a Sttuggart, donde pasa el verano,
nos cuenta su mujer traducida por una vecina, visitando reumatólogos y dentistas,
y acumulando recetas para abastecerse de medicamentos durante todo el invierno.
Es un fetichista de las medicinas. El año pasado hizo un viaje a Gibraltar solo
con la idea de comprarse ocho o diez tubos de una crema inglesa para los
dolores de reuma y que le había recomendado el otro alemán de la urbanización.
Respetuoso como un obrero alemán y puntual como un ave migratoria, Stefan, con
los primeros frios se sube en el avión, allá en Stuggart, echa la cabeza en su
almohada inflable regalo promocional de un medicamente muy usual para él y su
mujer lo despierta cuando el avión está sobrevolando el cielo de Málaga. Todas
las mañanas, con un ceremonial casi castrense, como si fuera un soldado de la
guerra del catorce coloca las banderas española y alemana, hermanadas, en la popa de su barca, las saluda con una
ligera inclinación de cabeza y si pasa en esos momentos algún vecino por la
calle le da sus <<¡puetas díasss!!!>> y marcha con su bicicleta a
hacer sus ejercicios diarios. Ya ha comenzado a perder algunos dientes y
mientras se pone de acuerdo con el dentista nos saluda cubriéndose media boca
con el dorso de la mano. A mí, este gesto de adolescente tímido en un hombre
tan grande y tan fuerte que trabajó toda su vida en la fundición de una fábrica
de automoviles, me causa una gracia indecible y me produce cierta ternura.
Cuando descargábamos los muebles el primer día de nuestra llegada, le ofreció a
Mario un carrito para transportar cosas menudas, dirigiéndose a él con su
característica y graciosa sintaxis: <> Por la edad que aparenta debió de vivir,
aunque muy niño, la Segunda Guerra Mundial. Y este verano, cuando visitábamos
las catedrales alemanas, en las que no falta la exposición de fotos de los
terribles bombardeos que sufrió este pais ya casi al final de la guerra, en las
que se ve la ciudad toda carcomida por la negra caries del odio, me acordaba de
Stefan. Me lo imaginaba entre las piernas de su madre, asustado, refugiado con
el resto de la población en los túneles del Metro de su ciudad, o en la
carbonera del propio edificio, aguantando los martillazos que la Royal Air
Force pegaba sobre sus cabezas, al
tiempo que iban sembrando de cráteres humeantes la bella campiña alemana y
dejando la estructura de sus bellos campanarios góticos como raspas de sardinas
carbonizadas, puestas de pie sobre un mar de cenizas. Es posible que su padre
muriera en alguna batalla importante de las muchas que el ejercito alemán
protagonizó en toda Europa y que su rostro anónimo haya quedado inmortalizado
en alguno de los muchos reportajes gráficos que pueblan las hemerotecas de todo
el mundo. Claro que también pudo ser uno
de aquellos muchos que se quedaron en París al terminar la guerra, casados con
alguna dulce francesita del barrio de Batignoles llamada Colette..o Monique y
que acabaron de fruteros en el Mercado de Les Halles, pasando las vacaciones de
verano viajando con un "dos caballos" por los pueblecitos de la Costa
Brava. De joven, Stefan, debió de tener cierto éxito entre las mujeres; por el
tono de oro viejo que ha tomado su pelo, debió de ser de esos ejemplares
nórdicos de un rubio platino resplandeciente y aún le queda algún eco
adormecido del tenorio que debió ser entre los pliegues de su mirada. Cuando
conversa con alguna mujer va dejando de caer entre frase y frase, como pétalos
dormidos, una estela de señales, de gestos, de sonrisas, que en su día fueron
sin duda las dulces redes donde una señorita podía caer rendida, peroo que
emitodos ahora, tienen, sin que él lo perciba, el aire gris y mohoso de un
rincón abandonado de un museo del amor. Contemplarlo, como hago yo desde las
vidrieras de mi salón, con su metro ochenta y cinco de masa proletaria; sus
manos con las que podría romper nueces apretandolas entre sus dedos y abierto
como un coloso de rodas entre las petunias y las margaritas para arrancar una
ramita de grama que ha crecido ayer entre el terciopelo de sus flores produce
una ternura infinita mezclada con una alegre perplejidad. En nuestra cultura meridional tenemos todavía
asociado en nuestras mentes el cariño por las flores con un perfil de hombre
que está muy lejos de la virilidad teutónica de nuestro querido Stefan. Él se
ha dado cuenta de que ha despertado en mí cierta admiración, y cuando
coincidimos, yo en la terraza y él vigilando su parterre, finjo que no me he
dado cuenta de su presencia: enseguida lo oigo silbar alguna melodía de su
tierra; lo oigo de toser insistentemente con un tono de falsete que lo
denuncia; hasta que por fin me dirije directamente la palabra:<<¡puetas
días!>>me dice. Y ese saludo es el prólogo, el "¡telón arriba!"
que abre toda su coreografía de galán antiguo. Yo me hago la distraida y
procuro observarlo por el rabillo del ojo para ver como despliega todo su velamen,
como levanta la proa, como ese clipper que, en mitad del atlántico se dispone a
enfrentarse a la galerna con todos sus gallardetes desplegados en el palo
mayor, y el Capitán, en el Puente, buscando su mejor pose, la más fotogénica,
para el instante en que el mar decida tragarse a él y a su barco. Pero a Stefan
le queda ya poco de airoso clipper y se acerca más a la imagen de esos viejos y
oxidados pontones que, hundidos hasta la botavara, van arando a contra
corriente las mansas aguas del Rhin bajo un espeso bosque de chimeneas
humeantes y viejos hangares, gimiendo con su sirena cuando se cruza con otro
barco.
Ha amanecido un día claro y radiante de otoño. Al despertar esta
mañana en mi cama, en mi casa, la
alegría ha sido mayor. Me he abrazado fuertemente a Mario que aún dormía. Le he
contado, a su espalda, como si me oyera, que esta noche he soñado con el
hospital. Con esa horrible sexta planta de la que hace apenas dos o tres días
salí después de casi tres meses de internamiento y sufrimiento. He soñado que
me encontraba nuevamente en aquella habitación de dos puertas que en mi
pesadilla se multiplican y se multiplican hasta el infinito, hasta que por
efecto de la perspectiva y de la lejanía es, apenas, un puntito brillante allá
en el fondo. Siempre que abría una puerta, volvía a encontrarme en el mismo
lugar. A través de los vidrios de las puertas que se multiplican veo en el
fondo de todos ellos la figura de Mario que me llama y que me dice algo que yo
no puedo oir. Golpeo con toda mi rabia esa puerta que ya no me molesto en abrir
porque sé definitivamente que otra puerta igual a ella se interpondrá en mi
camino. El empleado que limpia los cristales, hace su trabajo, y aunque está
siendo testigo de mis angustias por salir permanece indiferente. Ni siquiera
mira hacia donde me encuentro. Parece como si para él, la habitación estuviera
completamente vacía, lo que aumenta mi angustia. Es el mismo joven que he visto en tantas
ocasiones. De pronto ha mirado hacia mí y sin dejar de mirarme ha comenzado a reirse
en fuertes y siniestras carcajadas. Lo último que recuerdo es que comencé a
gritar fuertemente impresionada por la actitud tan siniestra del joven
empleado. Recien despertada aún tenía sensación de dolor en mis puños que
permanecían cerrados y en tensión.
Mario me ha acompañado hasta el Paseo Marítimo y me ha dejado sentada
en uno de los bancos. Ha insistido varias veces si deseaba su compañía. Se
siente culpable. Su caracter impulsivo lo traiciona constantemente. Y luego,
cuando hemos terminado de discutir, yo sé lo mal que se siente consigo mismo.
Esta mañana me ha despertado con un pequeño objeto que yo había olvidado en
algún cajón de la autocaravana. Se trataba de una pequeña porcelana que yo
compré en una tiendecita del Markplatz de Delft este verano. Un diminuto pato
silvestre pintado de azul. El aire se ha dormido sobre el agua. El mar parece
un lago de montaña. Las gaviotas lo sobrevuelan con una lentitud, con una
cadencia que producen tristeza, se unen y se separan en pleno vuelo, algunas se
elevan unos metros para, enseguida, dejarse caer como por un tobogán invisible
hasta rozar el agua con el pico de las alas y arrancarle a esta una diminuta
galaxia de diamantes cristalinos que terminan muriendo en el aire. Estas
gaviotas me traen el recuerdo de aquellas hermanas que vivían en aquel
pueblecito de pescadores al que fue destinado papá cuando lo ascendieron a
Teniente; se trataba de dos locas pacíficas que acudían todas las mañanas al
muelle de los pescadores para disputarle a las gaviotas (que allí llaman
"pavanas") los restos de pescado muerto que los empleados de la Lonja
vertían en las piedras del puerto. Como el viejo capitan Acab, una de ellas, la
más atrevida tenía las dos muñecas rubricadas de cicatrices y pústulas frescas,
heridas que ella mostraba con orgullo y sonrisa de idiota al camarero del bar
donde compartían un café con leche después de cada batalla.
Los pescadores cosen sus redes con el copo enredado entre sus piernas,
mientras fuman o charlan con los mirones de turno. Los chiringuitos están
abriendo las mesas y los toldos. Los pocos transeúntes que discurren ahora por
esta acera me miran con simpatía cuando, a la vista del pañuelo que envuelve mi
desnuda cabeza, identifican rapidamente que tipo de enfermedad me acompaña.
(NOTA: trabajar más esta descripción)Por la parte de la Ermita se
distingue al fondo la ciudad se ve a lo lejos, en el horizonte, diluida entre
una bruma azulina. Solo la gran montaña que la rodea sobresale de esa espesura
como si flotara en el aire, rompiendo los penachos de nube que la rozan en su
paso hacia el Estrecho.
La gente me mira al pasar, pero lo hacen de una manera discreta. Este
pañuelo (rojo o azul) pegado a la cabeza como una segunda piel se ha convertido
ya en el signo de identidad de todas aquellas personas que hemos caido en la
gruta de esta enfermedad. Nunca coincidimos dos de esta raza en el paseo...o
será que instintivamente nos huimos la presencia. Cuántas veces, cuando gozaba
de plena salud, y me encontraba con mujeres que iban como yo voy ahora me
compadecía de ellas. Esta mañana, sacando ropa de invierno del ropero he dado
con la peluca que le compramos a mamá cuando cayó enferma. Y la verdad es que
no sé como ha llegado a mi casa. Recuerdo que yo misma, en el hospital, le dije
a Lucía que no quería ponerme peluca. Sería ella la que la trajo y Mario la
guardaría después en el ropero.
He dado un paseo hasta la Ermita. Al final me he cansado un poco y he
debido sentarme varias veces en el trayecto. Es muy deprimente dar un paseo tan
corto como es este de La Ermita y sentirse una abrumada con el cansancio de una
vieja de ochenta años cuando aún no se han cumplido los cuarenta. Pero
encerrada me siento peor. Bastante encierro he tenido ya estos dos meses de
hospital. Seguro que ya habrán ocupado aquella horrible habitación de dos
puertas con otro infeliz. Estará, como estaba yo, con el rostro pegado a los
cristales, mirando pasar la vida que a ella -o a él- le quiere ser arrebatada.
Por las noches se quedará dormido con la nana ronca del aire acondicionado
Una barca se está aproximando a la orilla. Debe de haber pasado la
noche pescando al otro lado del espigón de la Ermita.Y ha de traer pescado pues
arrastra junto con la espuma que forma su hélice una guirnalda de gaviotas de
las que a intervalos se desprende alguna solitaria que se clava como un dardo
en la espuma sanguinolenta a la caza de algun desperdicio que han arrojado por la
borda de la pequeña embarcación. De las casucas de pescadores salen algunas
mujeres corriendo hacia la playa para ayudar a meter la barca en el varadero.
Unos cuantos jubilados, tiran la colillas de sus cigarrillos y con los
pantalones arremangados se dirigen hacia el molinillo para tirar de la barca.
Los gatos, han abandonado sus literas de sol y tierra y con bostezos largos
caminan despacio hacia la barca, seguros de que algo conseguirán echarse a la
boca. Las más jóvenes se anudan la falda en un muslo para saltar el cable
cuando el molinillo da la vuelta, y las mujeres que ya peinan canas hacen lo
mismo pero riéndose del propio atrevimiento. Y en ese instante he tenido la
sensación de que el Tiempo se ha detenido y podía encontrarme en cualquier
playa mediterránea de hace mil o dos mil años; las jóvenes que nos retrata
Homero no debieron ser muy distintas de estas que veo yo, saltar la comba y
moviendo las caderas al ritmo de los gritos que los hombres metidos bajo los
costados de la barca lanzan para marcarse el ritmo. Los gatos, sabios viejos,
se han sentado a una distancia prudencial oliendo el festín que les viene y las
gaviotas caminan detrás de la barca ayuntadas por el olor a pescado fresco.
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