domingo, 19 de enero de 2014

Mañana entra la primavera......

                                                  
                                               

                                                   XIX







Mañana entra la primavera. La tarde ha sido gloriosa; el aire, de tan fino me traía hasta el salón de la casa, el toque seco y amargo de la campana de la Ermita que, desde donde vivimos nosotros, solo se oye con el Poniente. La sombra que nuestra casa proyecta sobre el tejado de la de enfrente, ha ido subiendo lentamente hasta cubrir toda la techumbre al tiempo que las bandadas de pajaros que vienen del sur se detienen a descansar en los árboles de la urbanización y van pasturando los brotes más tiernos de sus ramas y probando donde van por fin a pasar la noche, sin acabar de decidirse entre las hojas de la yuca o las ramas del pino. El mar presentaba un azul tan intenso que casi llegaba al negro. Han dicho por la radio que mañana, entre la una y las tres de la tarde pasará cabotando por nuestras costas la nave Victoria, una réplica de la misma nave que llevó a Juan Sebastian Elcano a dar la vuelta al mundo y que viene directamente desde Japón, después de haber completado el famoso periplo, que en los textos de bachillerato de mi época se nombraba con aquello de...<> que nos dejaba a los niños, en los pupitres,  cuando el profesor leía la frasecita en voz alta, como si hubieramos visto entrar por la ventana de clase a la santisima trinidad en persona; ahí era nada: <<¡la primera circunvalación al globo!>>, menos mal que después venía el recreo. Le he dicho a Mario que me traiga los prismáticos de la autocaravana.
Séneca ha vuelto a meter en el salón de la casa un rabo de lagartija que ha cazado entre la espesura del jazmín. Lo toca con su mano y cuando el rabo se retrae, eso parece asustarlo y huye a refugiarse detrás de las patas del sofá y desde allí, creyéndose ya seguro de los ataques de tan fiero enemigo, recoge sus manos, levanta la grupa y pega la cabeza al suelo y clava la mirada en el rabo, como felino que es, llega un instante que toma la quietud de la piedra. Cuando menos se espera, rompe la corteza de marmol que lo inmoviliza, da un brinco en el aire  y viene a caer justo al lado de su trofeo, al que saluda con otro manotazo, que es respondido de la misma manera, con un leve encogimiento. En esta coreografía se entrega hasta que el rabo de lagartija ha perdido la poca vida que se hallaba como remansada entre los pliegues de su mutilación y no responde a las atrevidas provocaciones de Séneca. Antes de que se lo coma, me armo de cepillo y recogedor y retiro del albero el glorioso cadaver.
Hace ya más de  tres meses que abandoné el hospital, y aunque cada diez o doce dias ha de llevarme Mario al hospital para que me pongan una transfusión, me siento, no obstante una persona casi normal, parece como si mi alma quisiera apostar otra vez en la ruleta de la vida, tanto que a veces me sorprendo a mí misma haciendo proyectos de futuro, pero cuando más ilusionada estoy por participar en el casino de la vida,  antes siquiera de que el croupier me haga sitio ante el tapete verde, ella viene a recordarme mi verdadera situación; el mes pasado, por ejemplo, hube de estar casi una semana hospitalizada de nuevo por un brote de neumonía que me avino. Me asusté mucho pues pensaba que era la recaida que llevo temiendo y esperando desde que salí. Por más que pregunté a las enfermeras no me supieron dar noticias de la señora Teresa; algunas ponían cara de no recordar. Tampoco la vi ninguno de los días que he estado acudiendo a ponerme transfusiones. He encontrado en mi bolso las pequeñas anotaciones que tomé esos días con la idea de traspasarlos y ampliarlos en estos Diarios en unas toallas de papel tomadas del baño. Pensaba retocarlos algo pero al final he pensado dejarlos tal cual los había escrito:

Domingo, 17 de febrero



Son las diez y media de la noche. He ingresado en el Hospital hace aproximadamente una hora. Diagnóstico: Principio de Neumonía. Mario ha bajado al bar de la esquina para subirme un sandwich mixto y un botellín de agua. Mis hermanos aún no saben que estoy aquí. Respiro con cierta dificultad, y tengo miedo, mucho miedo.Otra vez me atenaza el temor de que la muerte se me haya acercado demasiado, que ya haya comenzado a mostrar cierta impaciencia por cumplir con su trabajo.
Las sirenas de las ambulancias no han parado de sonar durante toda la tarde y noche. <> debe de estar a tope. Los taxis entran y salen con mucha frecuencia y se respira un aire de ansiedad y de nerviosismo por todos los pasillos del Hospital. Me dice una enfermera, que algunos medicos que estaban asignados a nuestra planta han tenido que hacerse cargo de algunas consultas en <>. Todo esto me agota, me cansa, me aburre y, lo que es peor, me obliga a mirar esta enfermedad que padezco con menos optimismo que otros días en otras circunstancias.
Lunes, 18 de febrero:

Esta mañana, al despertar, he encontrado unas pequeñas salpicaduras de sangre en el embozo de mi cama. La enfermera de guardia, joven en prácticas, se ha puesto muy nerviosa y ha avisado a la hematóloga de planta. Y yo, como es natural, me he asustado más que la propia enfermera. Me dicen que tengo una pequeña lesión en uno de los pulmones. Que no es nada serio. Que ya está controlado.Que no debo alarmarme.
Las explicaciones demasiado largas me asustan. La insistencia en el mismo argumento delata una cierta inseguridad en el que lo expone. <<¡Que no me alarme!>> Qué facil es decirlo. Si fuera así de facil el cumplirlo.
Por la tarde he conseguido dormir un poco, y luego le he ayudado a Mario a rellenar un crucigrama. Hace tres días fue el cumpleaños de Clara y no me atrevo a preguntarle a Mario si él la ha llamado para felicitarla. No creo que la haya llamado, si lo hubiese hecho yo me habría enterado. Este mes se cumplen dos años de la agria discusión que tuvieron por teléfono. Ella le colgó el teléfono y él no sabe como descolgarlo. Es prisionero de su propio orgullo.
He cenado una tortilla "a la francesa" y un yogurt de frambuesa.



Martes, 19 de febrero:

Aquellas manchas que aparecieron en mi embozo al despertar y que no me acordé de anotar entonces, son, según me dijo la hematóloga consecuencias de esta pequeña neumonía pero que ya no han de aparecerme más. No me he quedado muy convencida....¿pregunto más...? ¿me estarán ocultando la verdad?  pero...¿quiero yo saberla?




Miércoles, 20 de febrero:

He permanecido toda la mañana en la planta baja del hospital haciendome pruebas, análisis y radiografías del pecho. Sensación de abandono, de frio, cuando me han dejado en mitad del pasillo, encamada y con todo el mundo pasando por mi vera y mirándome, los más indiscretos como algo curioso que se ha dejado allí olvidado un medico en prácticas. Paisaje cenital: tubos fluorescentes y vávulas contra incendios. He intentado taparme la cabeza con la sábana y enseguida ha venido un auxiliar a destaparme.Con sus mejores palabras me ha explicado la siniestra impresión que puedo causar en el ánimo de los demás pacientes. El paralelismo que mostraría mi imagen con la de un cadaver no ha necesitado explicitarlo, lo he entendido enseguida. Y es que debo presentar un aspecto horrible. Cuando se ha marchado el auxiliar me ha sobrevenido un repentino e intenso deseo de tomar un helado de chocolate bien grande, de esos de dos bolas con caramelo fundido por encima. Igual que cuando era niña: después de una pelea con mamá, una tableta de chocolatina mojada con mis lágrimas.



Jueves, 21 de febrero:

El principio de neumonía por el que me hospitalizaron el pasado domingo ya lo he remontado. Mañana a casa....¡¡¡Hurra!!! Parece ser que esta vez no iba todavía en serio. Por lo visto los de Arriba me han concedido otra prórroga.
Postdata: ¿Qué habrá sido de la señora Teresa? He estadi tentada de preguntar por ella a cualquier auxiliar pero al final no me he atrevido. Mejor ignorar...siempre ignorar.


*      *      *



Estas son las pequeñas notas que tomé de esos días que pasé el mes pasado en el hospital y que tan cerca me vi del final. Pero cuando ya comenzaba a olvidarme del susto de esa repentina hospitalización viene a asustarme otra circunstancia y es que vengo observando que cada vez me duran menos los efectos benéficos de las transfusiones. Comencé por acudir a ella cada dos semanas y ahora a los nueve o diez días he de ir ya pues pasados esos días ya casi no puedo respirar y me muevo con mucha dificultad. No hago más que repetirme que me debo ir acostumbrando a que me venga alguna mala noticia procedente del Hospital cualquier día de estos. Hace ya más de dos meses que introdujeron mis datos en la Fundación Josep Carreras, pero no responden, debe ser porque aún no ha aparecido nadie que tenga una médula similar a la mía. Mejor no pensar. Lo mejor sería dormir, dormir y despertar cuando te avisaran de alguna solución y si no, mejor dormir, dormir para siempre. Mario ha pasado toda la mañana fuera de casa. Ha ido al Hospital Civil para hacerse donante de sangre pero no lo han admitido por la artrosis que padece, y luego me ha dicho que pasaría por las oficinas de nuestra compañía médica para sellar unos volantes. Los días que me ponen la transfusión de sangre aprovechamos para hacer pequeñas excursiones porque son los días que me encuentro algo más fuerte. La semana pasada fuimos a Archez donde Mario queria contemplar de nuevo el minarete árabe de su iglesia. Cuando ya estábamos de camino le pedí a Mario que parásemos en Nerja, quería pasear un poco por el balcón de Europa. Cuando nos conocimos, vinimos una noche de San Juan a echarnos el agua en sus playas. Mario bebió algo más de lo que acostumbra a beber y cuando subimos al Mirador estuvo un rato haciendole reverencias a la estatua del rey Alfonso XII y tomando poses a su vera. Algunos turistas aplaudían la farsa  como si la estuvieramos montando para ellos exclusivamente. Como no era un día festivo el Balcón de Europa, que es por donde Nerja se asoma mar, estaba bastante suave de público o en palabras de Mario, con un indice de densidad humana bastante soportable. <<>>RELLENAR<<>>
En el campanario de la iglesia de Archez se ha conservado intacto todo el cuerpo de la antigua mezquita. Mario, que ha vivido casi toda su juventud en Marruecos se quedaba extasiado mirando el artesonado. <> Comentamos que nos recuerda mucho a las torres mozárabes que vimos en Teruel de ladrillos vistos. Arriba le han añadido un cuerpo, blanqueado con cal de donde cuelgan la campana y lo han cerrado todo con una techumbre a cuatro aguas. En todos estos pueblos ha ocurrido lo mismo: Cuando entraron los cristianos solo le cortaron la parte de arriba, desde donde el mujadín lanzaba al aire sus llamadas al rezo para colocar la campana y el resto ni lo tocaron. Se conserva entero todo el cuerpo del minarete de la mezquita construido con ladrillos que forman arabescos, bajorrelieves y falsos arcos en sus cuatro caras. Parece casi milagroso que se haya conservado en tan buen estado. Pero reflexionando un poco creo que esa conservación tan aceptable a lo largo del tiempo de estas obras construidas hacen ya casi seis siglos demuestra que estos pueblos han estado aislados todo ese tiempo y que al haberse convertido en templo cristiano lo salvo de la depredación fanática de éstos. Es como si lo hubiesen disecado: ha muerto como objeto de culto del Islam pero su figura vaciada de todo contenido religioso musulmán y rellenado de cristianismo le ha servido no solamente para mantenerse lejos de los ataques sino que se hicieron merecedores de las más solícitas atenciones por parte de quienes en no pocas ocasiones han sido sus depredadores. Según me cuenta Mario son muchos los pueblos de nuestra tierra donde se conservan estas mezquitas mutiladas, o mejor dicho: decapitadas. Eso precisamente las salvó: cambiar de amo. Desde el mismo lugar donde al atardecer se extendía como una banda de palomas por todo el caserío las notas dolientes del mahaidin llamando a la oración se abre ahora el bronce en flor de una campana anunciando la muerte y la vida; toques de bautismo y toques de difuntos.Y da escalofrios pensar, mirando estas fachadas intactas que han pasado por ella nada menos que quinientos años.
Después de de visitar el minarete árabe de la iglesia, fuimos a comer a un restaurante cuya terraza comedor cuelga de un acantilado al fondo del cual se ve el valle sembrado de pequeñas casas de campo con la cinta azul del mar al fondo.A pesar de las protestas de Mario acompañé mi plato de migas con unos vasitos de vino dulce.
Estos pueblecitos de la Axarquía me recuerdan mucho aquellos que visitamos hace un par de años en el interior de Grecia, en la Grecia montañosa, como Dimitsana, con su caserío blanco rodeado de montañas cubiertas de árboles. Mientras subiamos la carretera con la vista del caserío arriba me recordaba la ascensión a San Gimignano, un pueblecito de la Toscana en Italia. Después de almorzar subimos por una pista de tierra hasta una altura desde la que se divisaba todo el caserío de Archez a nuestros pies, apiñado con sus casas blancas alrededor del rojo minarete de la antigua mezquita. A medida que iba cayendo el sol y el pueblo se iba cubriendo de sombras, saltaban aquí y allá las farolas  a medida que se iban sumergiendo en la obscuridad y ob edeciendo a las ordenes de la celula fotoelectrica de la que ya todas disponen. El efecto que produce contemplado desde cierta lejanía es incluso enternecedor pues parece como si se hubiera establecido un dialogo entre las luces y unas a otras se van pasando el tgestigo. Un atardecer similar fue el que contemplamos desde la ventana de la autocaravana en el pueblecito de Dimitsana. Pero aquí, a medida que la obscuridad se iba haciendo más penetrante comenzaban a destacase las mariposas encendidas de las tumbas en el cementerio, todas temblorosas.
Anoche llegué de esta excursión más cansada que otras veces. Parece como si las transfusiones me hicieran cada vez menos efecto. Dormí mal y con pesadillas. Aunque el paseo parece que le ha sentado bien a mis piernas que esta mañana no han amanecido tan inflamadas.
Desde las ventanas del salón, en dirección al mar, solo se puede ver una masa gris donde todo se ha diluido y apenas si se distingue una debil raya allá donde acostumbramos a ver el horizonte desde esta altura. Las barcas duermen boca abajo echadas en la arena de la playa y a su vientre acuden las gaviotas buscando refugio del fuerte vendaval. Stefan, ayer domingo, aprovechando la ayuda que le ofrecía un vecino de los que vienen unicamente los fines de semana ha podado el pino enano que ya nos iba tapando la vista del mar, y esta mañana, las ramas amontonadas en el cesped y agitadas por el viento parecían los cadaveres de unos extraños y gigantescos pavos reales verdes, verdes...Y el aspecto que ofrecía el pequeño árbol, no sé por qué me ha inspirado cierta pena, ver sus muñones blancos supurando resina. Parece un niño de Asilo recien pelado. El mirlo, que nos acompaña todo el año, ha enmudecido. Pasea por entre las plantas negro y mudo como un pequeño luto. Ya no deja oir ese garabito agudo que lanza desde los tejados cuando acude al jazmín para cazar alguna musaraña que crece entre sus flores. Séneca no sale al patio. Por más que en el parterre, abandonado a su aire, ha crecido una alfombra espesa y tierna de pequeños tréboles, prefiere ovillarse en lo alto del sofá y bostezarle a la lluvia, o sorprenderse por el quiebro brusco que  una rama del jazmín traza en el aire.
Mario lleva todo el día muy pensativo. Apenas habla. El motivo de esa pequeña depresión no necesito preguntárselo: ha estado mucho tiempo, a primeras horas de esta mañana hablando por teléfono con su hermana, que vive en Canarias. Nació, su hermana, la última de la familia y fue el fruto de otoño de unos padres ya casi encanecidos. Y es la única hembra de todo el clan, la ansiada hembra que todo matrimonio espera después de haber convertido la casa en un  serrallo de hombres. Se le queja a Mario de que ya no puede más, de que son más de quince años aguantando las manías del padre. No se cansa de repetir que los cuidados del padre con una responsabilidad de todos los hermanos y que ella y sus hijos tienen ya derecho a un más que merecido descanso. Mario le ha prometido que este verano, él, solo, acudirá a su casa para cuidar del padre mientras ella y su familia se toman dos o tres semanas de descanso en alguna playa del sur de la isla. Tampoco va a ser gran cosa –me dirá después que le comentaba ella- pero que esos pocos días de asueto los necesita; sus nervios –dice tratando de ironizar algo- se encuentran ya en la antesala de la esquizofrenia. Que necesita ese descanso más que el comer y aprovechará esos días para hacer un nuevo intento de dejar el tabaco. Total, nada del otro mundo: un par de semanas en un hotelito del sur, aplaudiendo las ocurrencias de un animador pelirrojo y con aspecto de estudiante de quimicas que mientras suelta por el micrófono algún chistecito multimedia de colores no demasiado subidos está pensando en los días que le quedan de trabajo y en el momento en que tendrá que volver al paro forzoso o a la pequeña subvención del gobierno autónomo, previsto en el apartado <>. Por las noches, después de la cena, en un chiringuito junto al mar, con el aire perfumado de sardinas asadas, caerán un par de boleros bailados a contraritmo, recordando antiguos besos de juventud mientras se pisan el uno al otro las puntas de los pies. Él, trabucando verbos y adjetivos intentará recordar la letra de aquel bolero que siempre los levantaba de la mesa. Ella, riéndose de sus dolores de pies pedirá un <> y al primer sorbo le vendrá a la mente la imagen de aquel joven soldado que la galanteó en el pueblo y con el que a punto estuvo de casarse. Él, después de retreparse en el amplio butacón de mimbres, pedirá un uisqui de una enrevesada marca ya inexistente, viejo fantasma que los ecos de ese bolero le trae desde algún guateque de la adolescencia. Los camareros, muy profesionales ellos, harán como que buscan por entre la amplia botellería ahogando una risita de conejo extemporanea, y al final le pondrán uno de esos de “gama alta”, como el que toman los yuppies en sus cenas de trabajo, y él se lo tomará a sorbitos cortos, eucarísticos. Hace tanto tiempo que no se toman unas vacaciones que, a la hora del baño, ella se sentirá ante las instalaciones del <> tan perdida como sin duda se sintió Crusoe al llegar a su isla. Él, con su cuadernillo de sudokus delante y la cerveza helada al alcance de la mano volverá esos días a creer en los hombres. A pesar de todo, durante esas cortas vacaciones, un angel habrá pasado junto a ellos y ella, en ese instante fugaz y eterno se habrá sentido como una rosa acabada de nacer, y él como un caballero <> que acaba de conocer a una dama en un balneario suizo. Entre sorbo de uisqui y arrumaco de ternura la presencia periodica de alguno de sus dos hijos les recordará el tiempo que ya ha pasado y todas las rosas que ya han fenecido mientras ellos, cogidos de la mano, esperaban el autobús de la felicidad que, como todo el mundo sabe, no pasa dos veces por la misma estación.
Mario, siempre que me habla de su padre lo hace con cierta acritud. Cuando nos conocimos, y para llamar mi atención se refería a su padre con unos calificativos que, en un principio me desconcertaron bastante pero que cuando llegué a conocerlo algo mejor les concedí la importancia que se merecían, ni más ni menos. Desde que nació su hija, trata de coronar con éxito un sicoanálisis que él, amante del sarcasmo y de la ironía más ácida califica como de bricolaje y pegamento. Desde que lo conozco no deja de lamentarse de los palos de ciego que con la escasa ayuda de sus mal escogidas lecturas freudianas viene dando por las alcantarillas de su YO tratando de encontrarse nuevamente con aquel niño que se quedó con su manita colgada del aire y un nilo de pipí cálido y transparente serpenteando por sus piernecitas embutidas en algodón blanco y en unos zapatitos “gorila” de aquellos (yo también los he llevado) que traían de propina una pelotita verde con el busto de King-kong coronando su casco polar, encontrándose al final de cada recodo (y sigo utilizando palabras suyas textuales) de su enrevesado YO con la siniestra figura del padre.
Yo, mientras lo oia hablar por telefono con su hermana pensaba que le iba a negar, como suele decirse en estos casos, el pan y la sal pero al final de la conversación le ha dicho que si, que irá a Las Palmas este verano. Cuando ha terminado de hablar y ha colgado el telefono me ha manifestado sus temores a una convivencia demasiado estrecha con el hombre que, según le grita la genética es su padre, pero que su propio corazón lo niega insistentemente con cada latido. Cuando lo conocí en el colegio en el que trabajábamos juntos me llamó la atención la excesiva agresividad que manifestaba cuando salía a relucir en la conversación cualquier tema relacionado con eso que llamamos la familia, nuestra familia. La ácida ironía que rezumaban sus palabras cuando hablaba de su padre me lo hacían, no sé por qué, todavía más atractivo de lo que ya era a mis ojos. Con mi afición desmedida por todo lo relacionado con los conflictos humanos, los fragmentos que iba conociendo de la biografía de aquel joven profesor, fumador compulsivo, que los sábados por la mañana se iba a pasear por el campo con “Estrella”, una yegua joven que se compró nada más llegar al pueblo y una novela de Baroja en el bolsillo, me atrajo desde el primer instante. La mediocridad y la grisalla crece con tanta facilidad en nuestra profesión que, tratándose de una persona como yo, no resulta extraño que me quedase anonadada ante una personalidad tan pronunciada, con tantos entrantes y salientes, como las costas griegas. Dicen, los que me conocen, que siempre busco los tramos más dificiles para transitar por cualquier terreno de mi biografía, y es posible que no les falte razón.



Mario me ha traido esta mañana un precioso <> de tapas rojas con letras doradas y una hermosa pluma estilográfica de acero y oro. Me dice que mañana la llevará al platero para que le graben mi nombre. La marca del bote de tinta es la misma que la de la pluma de lo que deduzco que le ha debido de costar bastante dinero. A esta no le pasará lo que a las modestas “hurricanes” de veinticinco pesetas con las que haciamos las “copias” en el colegio y que cuando como castigo eran demasiado largas y la pluma se calentaba entre nuestros dedos comenzaba a escupir tinta por su cabecita de pescado dorado; recuerdo que las barras de tiza del encerado estaban todas manchadas de azul o negro de absorber tanto vómito estilográfico, y si cierro por un instante los ojos puedo sentir en mi olfato el olor de almendra amarga de aquella tinta que don Antonio fabricaba con unos polvos que le mandaba un sobrino suyo desde una imprenta de Córdoba. De todas formas a mí, la estilográfica como herramienta escolar me pilló casi de refilón pues enseguida aparecieron los boligrafos franceses, los BIC. Papá nos traía desde su Cuartel, junto con alguna resma de papel cebolla, un surtido de boligrafos “de cristal” de todos los colores; mamá se las veia y se las deseaba para hacer desaparecer esa tinta tan espesa de las mangas o las pecheras de nuestras camisas de uniforme. Y eso que, como los garbanzos, las dejaba en remojo toda la noche con una buena ración de “Tide” que era el detergente en polvo que dio brillo y esplendor a toda mi infancia y parte de mi adolescencia.

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