XI
No sé si la claustrofobia o el miedo son similares, tienen alguna relación entre ellos; hay quien dice que la claustrofobia es una de las muchas formas que adopta el miedo a lo desconocido. En mi caso no se relacionan para nada porque, no sintiendo ninguna ansiedad enterrada como estoy bajo estas dos puertas, tengo mucho miedo, no sé realmente a qué, pero estoy muy asustada, y no es a la Muerte, que es el que me ha acompañado desde que entré en el hospital, es algo distinto y desconocido; es otro miedo a no sé muy bien qué. Se ha convertido en mi compañero de habitación, no me abandona, es como mi sombra, me despierta sobresaltada por las noches en forma de pesadilla y me hace derramar lágrimas junto a la ventana al contemplar la vida que bulle afuera durante el día. Ese miedo ha tomado cuerpo, le podría poner cariñosamente hasta un nombre y lo oigo respirar junto a mí por las noches.
Cuando Mario ha regresado con las revistas aún me ha encontrado
con los ojos enrojecidos por el llanto. Me pregunta si quiero quedarme sola. Yo
le digo que sí con la cabeza y antes de irse nos tomamos de las manos, que es
todo el contacto corporal, la única coreografía amorosa que a partir de hoy y
hasta que termine el período de aislamiento permite la prescripción
facultativa. Le insisto en que no quiero visitas ni siquiera a través del ventanuco.
Él me tranquiliza diciéndome que ahora estamos en una zona de acceso
restringido.
Ayer, cuando estaba esperando al celador que me iba a traer hasta
aquí, le dije (ya sé que es una tontería pero quiero reflejarlo aquí) le
dije que si a mí me pasaba algo que no se desprendiera de Séneca. Él me
respondió con un chiste un poco subido de tono que sirvió para que por primera
vez desde que estoy me riera de la ocurrencia que tuvo. Por otra parte no sé si
he hablado ya en este Diario de nuestro gato siamés; de Séneca. Creo que no. El
gato fue un capricho mío y, como todas mis decisiones, su adquisición en una
tienda de animales del barrio fue también impulsiva y algo irreflexiva. Mario
no se lleva mal con Séneca. Hasta juega con él de vez en cuando. Cuando me
presenté en casa con el minino tuvimos toda una tarde de negociaciones. Me puso
dos condiciones: el gato no entraría en nuestro dormitorio y él nunca le
cambiaría la tierra, <>,
dijo. Firmamos el armisticio y Séneca pasó a formar parte de la familia. El
nombre se lo puso él.
A veces, desde que estoy enferma, siento una pena infinita por él,
por Mario, y me lo imagino, una vez que yo falte, me lo imagino solo,
completamente solo, encerrado en la biblioteca de la casa y escribiéndole esas
larguísimas cartas a su amigo J*** en las que se comentan las últimas lecturas,
o recuerdan el tiempo que ambos vivieron en Barcelona, ciudad en la que se
conocieron cuando ambos, después de terminar los estudios de Magisterio
emigraron a ella, o empaquetando mis prendas de vestir para dárselas a mis
hermanas y encontrándose en esas mismas ropas de muerta, monedas y
recibos viejos, recuerdos, en fin, llenos de polvo y de telarañas, mudos
testigos de ese mundo que compartió conmigo y que, como un decorado de feria se
le ha hundido bajo los pies. Pero cuando lo pienso algo más detenidamente llego
a la conclusión de que por quien en realidad siento pena es por mí misma y por
lo poco que vale ahora mi vida. Es esa autocompasión por mi precaria existencia
actual la que yo, por algún mecanismo interior cuyas causas Freud sabrá...las
proyecto sobre él. Y me acuerdo mucho de su hija. Desde que estoy en este
Hospital he reflexionado mucho sobre eso. Veinticuatro horas diarias amarrada a
una cama da para mucho. Pronto hará dos años que no se hablan. Y de vez en
cuando me da por pensar si no habré tenido yo algo que ver en esa ruptura.
Cuando le hago ver mi temor a que él haya podido ser demasiado rígido con Clara
se enfada y me vuelve a repetir por enesima vez los principios morales que
según él han de presidir las relaciones entre padres e hijos. Le digo que eso
está muy bien para Rousseau, pero que él no querrá escribir otro Emilio sino
mantener con su hija unas relaciones afectivas que dada su situación no pueden
ser muy exigentes. No sé...Creo que se equivoca. Y lo malo es que no se deja
ayudar. Es prisionero de su orgullo, que es el peor carcelero, el que nunca te
indulta. Algo en su infancia lo ha endurecido, pero ni él mismo sabe qué es. A
todos los de nuestra generación nos han pegado más o menos siendo niños, pero
en él veo algo más que no se me alcanza a descubrir qué cosa sea.
El celador se ha marchado después de explicarle a Mario como debe
colocarse correctamente la mascarilla para que no haya riesgo de fugas. Y le advierte
que si se nota algún sintoma de resfriado o fiebre debe avisar a enfermería por
el alto riesgo que para mí supondría un contagio aunque fuese del más leve
resfriado.
Para acceder a la habitación hemos tenido que franquear dos
puertas. Ya ha comenzado a funcionar el extractor de aire que no se parará
mientras yo esté aquí. El golpe de las puertas al cerrar es insoportable; suena
como la chapa que cuelga de la fachada de esas viejas tabernas de puertos
cuando el viento que sube del mar las golpea contra la pared. Presiento que no
voy a dormir nada.
Veo, a través del ventanuco como el celador se desprende de la
mascarilla; me siento como si me encontrara en la mesa de un quirófano. Que
pocas sensaciones agradables voy a tener en este encierro. Habrá que poner en
marcha la imaginación y aferrarse a las páginas de este Diario. Y aún así creo
que nunca me acostumbraré a ese ventanuco desde el que todo el mundo te mira
como si fueras una atracción de feria de esas de "para mayores", como
aquel autobús donde una señorita en bikini permanecía dentro de una urna
tumbada junto a una enorme serpiente amazónica, o como si una fuera un bicho
raro enjaulado, o algo que la Naturaleza, por puro capricho les ha dejado en
aquella habitación para que lo estudien, y hagan con sus vísceras más íntimas
muchas tesis doctorales. Solo me falta el alfiler en la cabeza y un par de
vistosas alas, o balancearme como un astronauta en el espacio, en el interior
de un frasco de vidrio de proporciones adecuadas encerrado en una placenta de
formol. Cuando te sientes observada de ese modo llegas a la triste conclusión
de que en ese momento tu vida vale bien poco,...o que no vale nada. Ha habido
un instante en que me he creido el protagonista de La Metamorfosis de Kafka; me
he sentido como si entrara en la piel de ese triste personaje, trasunto del
propio escritor.
La ventana que da a la calle, de doble vidrio, está sellada. Antes
de acostarme me he asomado a echar un vistazo a la calle. A pesar de ser la
hora en que todo el mundo regresa del trabajo a casa y que por ello está
atestada de automóviles detenidos en los cruces, de gente andando
precipitadamente por las aceras y de autobuses parados en mitad de la carretera
descargando pasajeros que marchan (estos también) corriendo para pillar verde
el semáforo (aunque desde aquí no pueda oirla) azuzados como ovejas por la
sirena eléctrica del semáforo que les avisa de la brevedad del tiempo... a
pesar de todo ese hervidero de vida no se oye el más mínimo ruido, ni el más
leve sonido llega a mis oidos, da espanto observar este paisaje urbano lleno de
vida desde el interior de esta cápsula de silencio absoluto en la que me
encuentro sumergida desde hace unos instantes; la sensación es bastante
desagradable, es como si ya estuviéramos muertos y viéramos el mundo desde la
otra orilla o como si los muertos fueran ellos. Una ciudad de fantasmas, una
ciudad habitada con vivos muertos que corren para arriba y para abajo sin saber
muy bien adonde quieren ir, al menos eso es lo que a mi me parece al verlos tan
pequeños y tan enmudecidos, como esas particulas diminutas en que se fracciona
el mercurio cuando se nos rompía el termómetro y corrían todas como un
torbellino en direcciones opuestas, como huyendo de algún terror invisible para
ellas.
Del interior del hospital tampoco me llega ningún sonido. Esos
ruidos cotidianos del hospital, qué sé yo, un carrito que chirria arrastrado
por un auxiliar, la máquina dispensadora de botellas de agua con su golpeteo de
plástico dormido y el chirrido de sus monedas, el frenazo del ascensor al
llegar a esta última planta, la radio de las enfermeras del puesto de
guardia...todos esos ruidos a los que cuando me encontraba en la otra
habitación no les prestaba la más mínima atención los echo ahora a faltar,
ahora percibo, en este silencio total, espeso y blanco, que aquel batiburrillo
de voces, humanizaban un poco este lugar terrible. Solo oigo, aquí dentro,
junto a mí, como un perro viejo y fiel que me acompañara, la respiración
cansada del motor del aire acondicionado y el golpeteo de la visera de aluminio
de la gatera que tiene la puerta en su borde inferior para que se renueve el
aire de la habitación. Voy a echar a faltar la compañía de la señora Teresa.
El enfermero de guardia ha entrado a ofrecerme los servicios de un
grupo de voluntarios. Son, me dice, jóvenes estudiantes que acuden al
hospital a ofrecerse a los enfermos para darles masajes o simplemente darles un
poco de conversación que los saque de su doloroso marasmo. Le digo que no, que
no necesito nada de eso, que la tristeza de hoy ya pasará, que si estoy así, un
poco pocha es porque me ha impresionado este tipo de celda con doble puerta y
la mascarilla con que se cubren el rostro el personal que me atienden ahora.
Solo les veo los ojos. Parece que estoy viviendo una de esas historias de
ciencia-ficción que vemos en la "tele"; una de esas historias
en las que unos extraterrestres te han secuestrado en tu propia ciudad y te han
metido en un laboratorio muy blanco para experimentar con tu fisiología más
íntima o esa otra en la que siendo disidente político de un regimen totalitario
te han sepultado para siempre en una sala recóndita de un manicomio escondido
en lo más hondo del pais donde nadie te habla ni te escucha. El enfermero se
rie y trata de levantarme los ánimos haciendo broma sobre mi exceso de
imaginación. Mario ha bajado por una tarjeta para la televisión y, cuando me he
quedado sola, me ha invadido el miedo y la tristeza. Cuando ha regresado me ha
sorprendido llorando. Me trae la tarjeta para ver la "tele" y
mi walkmann que aún permanecía con el resto de mi equipaje en la autocaravana;
aún tiene en la disketera el cedé de Bárbara Streissand que estuve oyendo
cuando paseábamos por las calles de Estocolmo. Me dice también que Consuelo ha
llamado por teléfono a casa. Estaba muy preocupada porque al no llegarnos a su
casa pensaba que habíamos sufrido un accidente en el viaje. También ha dicho
que para Navidad vendrá a pasar unos días a su casa. Y que ya han comenzado a
caer las primeras nieves sobre Estocolmo. Que Elena, una de sus hijas, está
tomando fotos de la ciudad desde la torre del Ayuntamiento y que nos mandará
unas cuantas para que las veamos.
Ya han revelado el carrete de fotos de este viaje.
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