lunes, 27 de enero de 2014

                                                                

                                                                  XI



No sé si la claustrofobia o el miedo son similares, tienen alguna relación entre ellos; hay quien dice que la claustrofobia es una de las muchas formas que adopta el miedo a lo desconocido. En mi caso no se relacionan para nada porque, no sintiendo ninguna ansiedad enterrada como estoy bajo estas dos puertas, tengo mucho miedo, no sé realmente a qué, pero estoy muy asustada, y no es a la Muerte, que es el que me ha acompañado desde que entré en el hospital, es algo distinto y desconocido; es otro miedo a no sé muy bien qué. Se ha convertido en mi compañero de habitación, no me abandona, es como mi sombra, me despierta sobresaltada por las noches en forma de pesadilla y me hace derramar lágrimas junto a la ventana al contemplar la vida que bulle afuera durante el día. Ese miedo ha tomado cuerpo, le podría poner cariñosamente hasta un nombre y lo oigo respirar junto a mí por las noches.
Cuando Mario ha regresado con las revistas aún me ha encontrado con los ojos enrojecidos por el llanto. Me pregunta si quiero quedarme sola. Yo le digo que sí con la cabeza y antes de irse nos tomamos de las manos, que es todo el contacto corporal, la única coreografía amorosa que a partir de hoy y hasta que termine el período de aislamiento permite la prescripción facultativa. Le insisto en que no quiero visitas ni siquiera a través del ventanuco. Él me tranquiliza diciéndome que ahora estamos en una zona de acceso restringido.
Ayer, cuando estaba esperando al celador que me iba a traer hasta aquí, le dije (ya sé que es una tontería pero quiero reflejarlo aquí)  le dije que si a mí me pasaba algo que no se desprendiera de Séneca. Él me respondió con un chiste un poco subido de tono que sirvió para que por primera vez desde que estoy me riera de la ocurrencia que tuvo. Por otra parte no sé si he hablado ya en este Diario de nuestro gato siamés; de Séneca. Creo que no. El gato fue un capricho mío y, como todas mis decisiones, su adquisición en una tienda de animales del barrio fue también impulsiva y algo irreflexiva. Mario no se lleva mal con Séneca. Hasta juega con él de vez en cuando. Cuando me presenté en casa con el minino tuvimos toda una tarde de negociaciones. Me puso dos condiciones: el gato no entraría en nuestro dormitorio y él nunca le cambiaría la tierra, <>, dijo. Firmamos el armisticio y Séneca pasó a formar parte de la familia. El nombre se lo puso él.
A veces, desde que estoy enferma, siento una pena infinita por él, por Mario, y me lo imagino, una vez que yo falte, me lo imagino solo, completamente solo, encerrado en la biblioteca de la casa y escribiéndole esas larguísimas cartas a su amigo J*** en las que se comentan las últimas lecturas, o recuerdan el tiempo que ambos vivieron en Barcelona, ciudad en la que se conocieron cuando ambos, después de terminar los estudios de Magisterio emigraron a ella, o empaquetando mis prendas de vestir para dárselas a mis hermanas y encontrándose en esas mismas ropas de muerta, monedas y  recibos viejos, recuerdos, en fin, llenos de polvo y de telarañas, mudos testigos de ese mundo que compartió conmigo y que, como un decorado de feria se le ha hundido bajo los pies. Pero cuando lo pienso algo más detenidamente llego a la conclusión de que por quien en realidad siento pena es por mí misma y por lo poco que vale ahora mi vida. Es esa autocompasión por mi precaria existencia actual la que yo, por algún mecanismo interior cuyas causas Freud sabrá...las proyecto sobre él. Y me acuerdo mucho de su hija. Desde que estoy en este Hospital he reflexionado mucho sobre eso. Veinticuatro horas diarias amarrada a una cama da para mucho. Pronto hará dos años que no se hablan. Y de vez en cuando me da por pensar si no habré tenido yo algo que ver en esa ruptura. Cuando le hago ver mi temor a que él haya podido ser demasiado rígido con Clara se enfada y me vuelve a repetir por enesima vez los principios morales que según él han de presidir las relaciones entre padres e hijos. Le digo que eso está muy bien para Rousseau, pero que él no querrá escribir otro Emilio sino mantener con su hija unas relaciones afectivas que dada su situación no pueden ser muy exigentes. No sé...Creo que se equivoca. Y lo malo es que no se deja ayudar. Es prisionero de su orgullo, que es el peor carcelero, el que nunca te indulta. Algo en su infancia lo ha endurecido, pero ni él mismo sabe qué es. A todos los de nuestra generación nos han pegado más o menos siendo niños, pero en él veo algo más que no se me alcanza a descubrir qué cosa sea.
El celador se ha marchado después de explicarle a Mario como debe colocarse correctamente la mascarilla para que no haya riesgo de fugas. Y le advierte que si se nota algún sintoma de resfriado o fiebre debe avisar a enfermería por el alto riesgo que para mí supondría un contagio aunque fuese del más leve resfriado.
Para acceder a la habitación hemos tenido que franquear dos puertas. Ya ha comenzado a funcionar el extractor de aire que no se parará mientras yo esté aquí. El golpe de las puertas al cerrar es insoportable; suena como la chapa que cuelga de la fachada de esas viejas tabernas de puertos cuando el viento que sube del mar las golpea contra la pared. Presiento que no voy a dormir nada.
Veo, a través del ventanuco como el celador se desprende de la mascarilla; me siento como si me encontrara en la mesa de un quirófano. Que pocas sensaciones agradables voy a tener en este encierro. Habrá que poner en marcha la imaginación y aferrarse a las páginas de este Diario. Y aún así creo que nunca me acostumbraré a ese ventanuco desde el que todo el mundo te mira como si fueras una atracción de feria de esas de "para mayores", como aquel autobús donde una señorita en bikini permanecía dentro de una urna tumbada junto a una enorme serpiente amazónica, o como si una fuera un bicho raro enjaulado, o algo que la Naturaleza, por puro capricho les ha dejado en aquella habitación para que lo estudien, y hagan con sus vísceras más íntimas muchas tesis doctorales. Solo me falta el alfiler en la cabeza y un par de vistosas alas, o balancearme como un astronauta en el espacio, en el interior de un frasco de vidrio de proporciones adecuadas encerrado en una placenta de formol. Cuando te sientes observada de ese modo llegas a la triste conclusión de que en ese momento tu vida vale bien poco,...o que no vale nada. Ha habido un instante en que me he creido el protagonista de La Metamorfosis de Kafka; me he sentido como si entrara en la piel de ese triste personaje, trasunto del propio escritor.
La ventana que da a la calle, de doble vidrio, está sellada. Antes de acostarme me he asomado a echar un vistazo a la calle. A pesar de ser la hora en que todo el mundo regresa del trabajo a casa y que por ello está atestada de automóviles detenidos en los cruces, de gente andando precipitadamente por las aceras y de autobuses parados en mitad de la carretera descargando pasajeros que marchan (estos también) corriendo para pillar verde el semáforo (aunque desde aquí no pueda oirla) azuzados como ovejas por la sirena eléctrica del semáforo que les avisa de la brevedad del tiempo... a pesar de todo ese hervidero de vida no se oye el más mínimo ruido, ni el más leve sonido llega a mis oidos, da espanto observar este paisaje urbano lleno de vida desde el interior de esta cápsula de silencio absoluto en la que me encuentro sumergida desde hace unos instantes; la sensación es bastante desagradable, es como si ya estuviéramos muertos y viéramos el mundo desde la otra orilla o como si los muertos fueran ellos. Una ciudad de fantasmas, una ciudad habitada con vivos muertos que corren para arriba y para abajo sin saber muy bien adonde quieren ir, al menos eso es lo que a mi me parece al verlos tan pequeños y tan enmudecidos, como esas particulas diminutas en que se fracciona el mercurio cuando se nos rompía el termómetro y corrían todas como un torbellino en direcciones opuestas, como huyendo de algún terror invisible para ellas.
Del interior del hospital tampoco me llega ningún sonido. Esos ruidos cotidianos del hospital, qué sé yo, un carrito que chirria arrastrado por un auxiliar, la máquina dispensadora de botellas de agua con su golpeteo de plástico dormido y el chirrido de sus monedas, el frenazo del ascensor al llegar a esta última planta, la radio de las enfermeras del puesto de guardia...todos esos ruidos a los que cuando me encontraba en la otra habitación no les prestaba la más mínima atención los echo ahora a faltar, ahora percibo, en este silencio total, espeso y blanco, que aquel batiburrillo de voces, humanizaban un poco este lugar terrible. Solo oigo, aquí dentro, junto a mí, como un perro viejo y fiel que me acompañara, la respiración cansada del motor del aire acondicionado y el golpeteo de la visera de aluminio de la gatera que tiene la puerta en su borde inferior para que se renueve el aire de la habitación. Voy a echar a faltar la compañía de la señora Teresa.
El enfermero de guardia ha entrado a ofrecerme los servicios de un grupo de voluntarios. Son, me dice,  jóvenes estudiantes que acuden al hospital a ofrecerse a los enfermos para darles masajes o simplemente darles un poco de conversación que los saque de su doloroso marasmo. Le digo que no, que no necesito nada de eso, que la tristeza de hoy ya pasará, que si estoy así, un poco pocha es porque me ha impresionado este tipo de celda con doble puerta y la mascarilla con que se cubren el rostro el personal que me atienden ahora. Solo les veo los ojos. Parece que estoy viviendo una de esas historias de ciencia-ficción que  vemos en la "tele"; una de esas historias en las que unos extraterrestres te han secuestrado en tu propia ciudad y te han metido en un laboratorio muy blanco para experimentar con tu fisiología más íntima o esa otra en la que siendo disidente político de un regimen totalitario te han sepultado para siempre en una sala recóndita de un manicomio escondido en lo más hondo del pais donde nadie te habla ni te escucha. El enfermero se rie y trata de levantarme los ánimos haciendo  broma sobre mi exceso de imaginación. Mario ha bajado por una tarjeta para la televisión y, cuando me he quedado sola, me ha invadido el miedo y la tristeza. Cuando ha regresado me ha sorprendido llorando. Me trae la  tarjeta para ver la "tele" y mi walkmann que aún permanecía con el resto de mi equipaje en la autocaravana; aún tiene en la disketera el cedé de Bárbara Streissand que estuve oyendo cuando paseábamos por las calles de Estocolmo. Me dice también que Consuelo ha llamado por teléfono a casa. Estaba muy preocupada porque al no llegarnos a su casa pensaba que habíamos sufrido un accidente en el viaje. También ha dicho que para Navidad vendrá a pasar unos días a su casa. Y que ya han comenzado a caer las primeras nieves sobre Estocolmo. Que Elena, una de sus hijas, está tomando fotos de la ciudad desde la torre del Ayuntamiento y que nos mandará unas cuantas para que las veamos.
Ya han revelado el carrete de fotos de este viaje. 



                                           

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