sábado, 25 de enero de 2014

                                                  

                                                                XIII




Cuando pasa por la terraza exterior el empleado que limpia los cristales de la ventana, la sensación que me produce es muy desagradable pues el hombre, a pesar de estar enfrentado a mí se siente, posiblemente por ser bastante más joven que yo, algo violento, como tenso, y evita mis miradas, haciendo, por pudor,  como que no me ve, como si en esta habitación no hubiera nadie. En ese preciso instante tengo la  sensación de que me encuentro ya tras las cristaleras del tanatorio. Y ya muerta, ¡claro!, o lo que es peor, de que no hay nadie en esta habitación, de que no existo físicamente y tan solo mi pensamiento, mi yo incorpóreo anda flotando por el aire de esta habitación como los jirones de un fantasma triste, o el alma de algún difunto antiguo. Esta mañana, cuando ha vuelto a pasar con su limpiacristales y su cubito de espuma me han dado ganas de levantarme y pegar la cara a la ventana, como una niña traviesa, y sacarle la lengua, o reirme, o hacerle un guiño, o qué sé yo...Algo. Decirle, por ejemplo, que se porte con más naturalidad, gritarle que soy una enferma de cáncer no una leprosa poseida por el demonio, ni una esquizofrénica que se le va a lanzar al cuello de un momento a otro; que hace bien poco tiempo yo estaba, al igual que él, al otro lado de esta cristalera, con mi vida completamente organizada y ocupada en las tareas que se ocupa cualquier persona normal; ilusionada por nimiedades cotidianas como el comienzo de alguna nueva lectura o esperando la visita de alguna antigua amiga que iba a ir a esperar al aeropuerto; no sé, cosas. Le diría que no he nacido en esta jaula; que no soy un bicho raro de feria.  Luego lo he pensado mejor y al final le he brindado un tímido saludo con la mano; él me ha respondido con una sonrisa. Cuánto miedo, Dios mio, cuanto miedo infunde esta enfermedad a todo el mundo. Parecemos aquellos apestados de la Edad Media que en su eterno nomadismo, en su maldito peregrinaje rodeaban las aldeas y caminaban por los bosques haciendo sonar constantemente las campanillas que colgaban de sus hábitos, y a los que hasta los perros les mostraban los colmillos con sordos gruñidos. Sólo ha cambiado el decorado. Los personajes somos los mismos.
Me pregunto cómo se llamará. Se le ve muy jovencito. No creo que tenga más allá de veinte años. ¿Dónde vivirá? ¿Cómo será su familia? Posiblemente tendrá novia, pues no tiene un aspecto desagradable, que va, todo lo contrario, tiene unos ojos muy vivos y muy bonitos. Se parece un poco a un poeta que lee Mario y cuya foto aparece en uno de sus libros de poemas. Ya he olvidado el nombre. No debería culparle de su comportamiento. Además, siendo tan joven, quién sabe la de sufrimientos que le quedará aún por pasar en esta vida; cuántos como él no habrán pasado ya por esta habitación con billete solo de ida. Él, posiblemente me mirará con algo de lástima o de compasión. En el tiempo que lleve en esta empresa ¿a cuantos enfermos  no habrá saludado ya a traves de esos cristales enjabonados?¿a cuantos, sin él saberlo, habrá despedido?. A veces, para romper la monotonía de la mañana, durante esas dos horas que van desde el final del reparto del desayuno hasta el cambio de sábanas y la limpieza ese tiempo de quietud hospitalaria que permanezco sola en la habitación y él no ha aparecido todavía, me lo imagino como un personaje de aquellas películas mudas de los principios del cine, un Buster Keaton, por ejemplo, colgado en el piso cuarenta y tres de un rascacielos neoyorkino, con el trapo abrillantador en una mano y haciéndole por gestos con la otra una encendida declaración de amor a su dama, en este caso yo, naturalmente, que teclea en una vieja "underwood" en el interior de una gran oficina que flota a quinientos metros de altura sobre la Quinta Avenida. Al darle el tan ansiado sí a sus propuestas de amor recibe tal impresión que se precipita en el vacío y cuando me asomo con el corazón encogido de dolor lo veo colgado del palo de una bandera, ocho o diez plantas más abajo y haciéndome con la mano libre muestras de amor eterno, coronada su cabeza con una cenefa de diminutos coches que como una teoría de hormigas pasaban por el fondo del abismo pegados al asfalto. Pero no era Buster Keaton quien hacía esta escena...No...No... ¿Quién era? Creo que era  bizco, y eso, no sé bien por qué  lo afeminaba algo ante mis ojos. No, tampoco era Harold Lloyds. Este era el que jugaba entre las agujas de un gigantesco reloj, el Big-Beng creo de Londres. Ya me acordaré.
Pero en las circunstancias en que me encuentro lo que importa es que mientras imagino todas estas tonterías y banalidades el tiempo y la enfermedad pasan por encima de mí sin hacerme demasiados estragos en la cabeza, ya que no puedo evitar que se ensañe con mi cuerpo. Algo parecido a lo que hacía Darrel Standing, el protagonista de esa novela de Jack London...El peregrino de las estrellas que tenía la facultad de separarse de su cuerpo cuando estaba siendo machacado por las cuerdas con las que los carceleros lo habían atado durante meses por órdenes expresas de aquel alcaide que llegó a tomarle tanto odio. Cuando el dolor iba llegando al punto de no retorno, el viejo Darrell se desprendía de su cuerpo como el que se desprende de un abrigo usado. Sería maravilloso, dejar aquí el cuerpo, entregarlo en recepción con acuse de recibo, como se deja un reloj averiado, o un televisor, con la intención de venir luego a recogerlo. Quien sabe si no es eso, quizás el fundamento de la reencarnación que con tanto ardor buscan todos los teosofos. Quien sabe si no nos ocurre como a las olas del mar, que no mueren para siempre en ese pedazo de orilla, sino que, se hunden delante de nuestros ojos para volver a surgir algo más atrás una y mil veces durante mil eternidades.
He tratado de hurgar en las últimas habitaciones, en aquellas más íntimas de mi alma, en las más altas buhardillas de mi YO con la intención de descubrir algún sentimiento metafísico, no sé...algo...algún intento, por remoto y debil que pueda ser de búsqueda de esa Verdad Absoluta que todas las religiones han codificado con diversos signos y dogmas que sabiamente dosificados y asimilados por el creyente le facilite a éste su tránsito al otro estado que ellos no dudan en llamar "de gracia" o "de gozo", "Algo" (así, con mayúsculas) con la suficiente firmeza para que me pueda sostener en una postura más o menos decorosa cuando las cosas se pongan -si es que no se han puesto ya,  y me lo ocultan- realmente serias. Y no encuentro nada. Absolutamente nada. Solo he encontrado el recuerdo de una niña demasiado rebelde que nunca se doblegó ante nada, ni siquiera ante los dogmas que con tanta sutileza nos introducían las buenas monjas del colegio entre un dominus vobiscum y un requiem, tratando de asustarnos con los mares de azufre del infierno, donde los pecados de la carne (Dios mío, ¡de la carne!) nos podían hacer naufragar por una eternidad, como ocurría en aquellas soporiferas "misiones" de los Ejercicios Espirituales que se organizaban en el colegio -todos los años, los pobres frailes, contaban las mismas historias con la misma desgana y la misma rutina- en las que cada año nos contaban la historia del niño que comulgó, mejor dicho, que intentó comulgar, sin haberse confesado previamente, y cómo en el momento de recibir el "Corpus Christi" de manos del oficiante un bien dirigido e inteligente rayo que entró en ese instante por la lucerna de la bóveda de la iglesia lo mató antes de que la sagrada forma rozara los labios del pecador. La versión variaba con los años y con el narrador de turno, variaciones que iban desde la climatología que reinaba en el momento del sacrilegio, donde los oradores más imaginativos pintaban tormentas oceánicas, hasta si la sagrada forma llegó o no llegó a estar en contacto con las papilas gustativas del perverso crio cosa ésta que, a lo que se ve, alimentaba el debate de muchos teólogos. A estas alturas del relato siempre aparecía una niña que preguntaba cuánto duraba, traducido a años mortales,  una eternidad. El fraile, que esperaba ansioso esa pregunta, nos volvía a relatar, henchido de morbo, la consabida leyenda de la golondrina que cada diez mil o cada cien mill  millones de años rozaba levemente, con el extremo de una de sus alas una ideal bola de acero macizo del tamaño del sol...bla, bla, bla,...<> El fraile lo rezaba en latín, lengua que siempre me ha parecido más músical y más poetica que la nuestra, hasta el punto de que cuando pasaba junto a mi pupitre me quedaba tan embelesada con aquel mantra románico que perdía irremediablemente el hilo de por donde fuera en ese instante el rezo colectivo, ganándome por ello una regañina de la Hermana Vigilante que con el diapasón de su crucifijo de olivo trataba de catar en nuestros occipucios el tono alto o bajo de nuestra fe en ese instante. Fascinadas por el atractivo fatal del pecado, de la transgresión, no tardó en surgir bajo las bóvedas del patio durante los recreos un pequeño club de jacobinas dispuestas a provocar las iras de aquella Monarquía Celestial de incienso y caspa. Cada mañana, la pequeña pero bien selecta piña de masones acudíamos con el corazón en un puño a comulgar sin haber pasado antes por la previa  de la confesión mirando, mientras abriamos la hucha rosada de nuestras bocas para recibir el pan de la gracia, mirando hacia el lejano techo de la iglesia para sorprender justo el instante, el minuto exacto en que el poder divino se iba a mostrar en forma de rayo y a cual de nosotras iba a freir en su sacrílega instantanea. Así estaríamos cosa de cuatro o cinco misas hasta que descubrimos (algunas ya lo sospechábamos) que allá en el Cielo carecíamos por lo visto de la suficiente entidad política como para que se tuvieran en cuenta nuestras ingenuas transgresiones morales de aquí abajo. Creo que ni un bostezo conseguimos arrancar del arcangel que en ese momento estuviera montando guardia a las puertas del empíreo. Así que, desanimadas por esa indiferencia, disolvimos el clandestino club abandonando para siempre la asistencia a los dos sacramentos que formaban la piedra angular sobre la que al parecer descansaba todo el edificio moral de aquella religión que nos habían inoculado nuestros padres junto con las papillas de maicena y el chocolate con churros de los domingos. De aquel agnosticismo precoz solo se salvó mi amor por la lengua latina, que sigue intacto.
Mañana hará dos años que murió papá. Mario y yo nos encontrábamos pasando unas vacaciones en las Islas Canarias. De madrugada sonó el teléfono. Mario me lo pasó muy nervioso cuando oyó la voz de mi hermana entreortada por los sollozos. Entre sorbidos y lagrimas me contó todo lo sucedido: a papá lo había derrumbado en la calle el relámpago de un infarto junto a los escaparates de un comercio muy próximo a su casa, a la que se dirigía en ese momento. Cuando lo ingresaron en el mismo hospital en que me encuentro yo ahora ya venía cadaver. Nuestras relaciones habían estado siempre muy marcadas por el peso de obra muerta que la presencia de mamá ejercía sobre él, una influencia sólida, firme, que no dejaba resquicio a nada ajeno a  ella, a nada que no girara en torno a su persona, quiero decir a la persona de mamá. Nos consta a todos los hermanos que estuvo completamente enamorado de ella hasta el mismo día que la perdió. Ese excesivo amor que sentía por su esposa lo incapacitaba muchas veces para emitir juicios objetivos en los contenciosos que a veces manteníamos con mamá en cosas tan  nimias como la longitud de una falda en las hembras o la hora de llegada a casa de los varones. Cuando papá llegaba a casa y veía dibujado en su rostro, el enojo o el aburrimiento, que mamá cargaba de expresividad con aquella caida del labio inferior tan característica y que tanto marcó de tardes grises nuestra infancia. Cuando papá la veía así no necesitaba más para mostrarnos él también su disgusto más firme y más irrevocable sin haberse preocupado antes por informarse que carga de subjetividad podía llevar la postura de nuestra madre. Ni siquiera se molestaba en limar las posibles aristas que hubiera en cada bando; él no negociaba nunca; cuando traspasaba el umbral de la puerta su partido estaba ya tomado de antemano; mamá era el fiel de la balanza con la que él emitía sus juicios en los que siempre, los hijos, salíamos perdedores. En otras casas, observaba yo, de niña, como mis amigas tenían el refugio del padre...o de la madre cuando el enfado con uno de ellos había llegado al punto de cerrar cualquier posibilidad de dialogo. En nuestra casa era, por lo visto diferente, muy diferente. Mamá era bastante fría y distante con nosotros, y esa frialdad, a fuerza de años de convivencia se la comunicaría a papá que para cualquier manifestacion amorosa hacia uno de nosotros había de pasar previamente la censura de mamá que si se encontraba presente, con un gesto o un monosílabo algo hiriente cortaba de golpe las euforias de papá. Esto le hizo ganarse por parte de mis hermanos un calificativo que me resisto a reflejar aquí. ¡Pobre papá!
Cuando regresamos esa misma noche en un vuelo directo hasta Málaga solo nos encontramos ya con sus cenizas selladas hermeticamente con plástico en el interior de un estuche de metal de un más que dudoso gusto. Y en el mismo lugar del puerto, en el que vertimos las de mamá hacía tres o cuatro años, echamos las de papá que como las pavesas de un incendio marino fueron sumergiendose lentamente bajo la quilla de un enorme mercante atracado cerca de donde nos encontrábamos.
Yo procuro escribir cuando me encuentro sola, ya lo he dicho, o no,  pero a veces, la urgencia de acudir a las páginas de este Diario me agobia hasta el punto de que, aunque Mario se encuentre en ese momento deambulando por la habitación, tomo mi estilográfica y, después de buscar una postura más o menos compensada (a lo que me ayuda él) me pongo a escribir; entonces, observo que aunque no me diga nada, aunque no me lo pida explícitamente, observo por sus miradas y por sus gestos que no deja de roerle cierta curiosidad por saber qué escribo con tanto interés en estas páginas. En algunas ocasiones en que ha ocurrido, él, para disimular su ansiedad por leer mis páginas, me pregunta si deseo quedarme sola, a lo que yo le contesto que no es necesario, que de todas formas podrá leerlo cuando yo fallezca si es que antes de que eso ocurra no decido romperlo. Mi afán por ganar cierto protagonismo literario es más bien escaso. Es algo terapéutico lo que me empuja a escribir. No me siento ninguna Ana Frank. No es mi caso. Nadie me persigue, ni enemigo exterior alguno me acecha. El mal lo llevo dentro. Muy al contrario de lo que le ocurría a esta pobre niña judía, en aquella buhardilla de los suburbios de Amsterdam, en mi caso todos los que me rodean se han unido para luchar contra ese mal que ha generado mi propio organismo y que amenaza con matarme. Los nazis de la muerte no me amenazan desde la calle, están aquí, dentro de mí, los tengo metidos en mis propias celulas; y los que entran de noche, a oscuras, cubiertos de batas blancas, en mi habitación, no son los "malos" de esta película, son mis ángeles custodios, con la diferencia de que al igual que yo, sufren y sienten mi dolor, son ángeles que, sin duda, lloran cuando yo no los veo.
Al paciente de la seiscientos cinco no se le oye ya de toser ni de quejarse. ¿Habrá fallecido? El otro día pregunté por él a una de las enfermeras, pero por las evasivas con que me respondió deduje enseguida que debe de haber entre ellos un pacto de silencio profesional para tenernos aislado de cualquier influencia que pueda afectar a nuestro estado de ánimos, así que no insistí. Y debe ser cierto porque las mujeres que entran aquí todos los días a limpiar el baño se mueven como el que limpia los cristales, como si no hubiera nadie en esta habitación. Entran con un tímido buenos días, con la mirada clavada en la danza oriental de su fregona y salen del cuarto envueltas en ese remolino de silencio y lejía perfumada. Y siempre con la cara oculta bajo esa mascarilla aséptica. Y aunque se bien que es a mí a quien quieren guardar de un contagio, yo, por un extraño mecanismo de mi autoestima pienso que soy yo la apestada y que se defienden así de algún virus terrible que puebla mi sangre, el ébola por ejemplo, o cualquiera otro de esos tan cinematográficos.
En toda la mañana no se ha oido ningún ruido procedente de esa habitación. Casi siempre la ocupan de noche, es cuando se oyen pasos en ella, como en la buhardilla de Ana Frank.
Cuando yo era más bastante más joven que ahora, salían por la televisión anuncios de organizaciones que solicitaban ayuda económica mediante cuestaciones populares para subvencionar los gastos inmensos que facilitaban la investigación de enfermedades como la que yo padezco ahora. Y, en mi inocencia adolescente yo siempre me imaginaba no sé bien por qué que el dinero era solicitado para pagar los gastos de hospital de los enfermos que además eran pobres; se me quedó grabado aquellos cartelitos en blanco y negro en el que se veía a San Juan de Dios con un chico sentado a sus pies con uno de sus miembros horrorosamente retorcido que descansaba en una rústica muleta de madera y tela. Y los dos, santo y niño, con una mirada que  hoy nos parecería bastante cursi, mirando al Cielo. Y siempre asocié esa enfermedad a la pobreza, hasta que los medios de comunicación de masas nos trajeron al cantante José Carreras con aquella cabecita de insecto hambriento que le dejaron los fortísimos tratamientos quimicos a los que fue sometido en aquel hospital americano, rodeado de micrófonos y grabadoras donde le contaba al mundo su travesía del desierto.
Si le insisto mucho a la enfermera me dirá, para que no la moleste más que ha pasado a Tratamiento Ambulatorio. Eso significa que se marcha a casa y tendrá que venir una vez por semana a pasar consulta a la Unidad de Oncología para ver si necesita alguna transfusión.
Ha venido un "ateese" de la unidad de trasplante. Trae una pequeña báscula electrónica y me ha pesado. Dice que van a meter mis datos en el Banco de Datos de la Fundación Carreras de Internet para ponerme en lista de espera por si necesitase un trasplante de médula.
La hinchazón de vientre que me molestaba tanto los otros días, resulta que no es producida por acumulación de gases, como decía Mario con insistencia sino del pancreas que ha quedado un poco dañado por los efectos de la quimioterapia. La doctora dice que no debo preocuparme que entra dentro de los efectos secundarios normales en este tipo de tratamiento tan agresivo. A veces me pregunto, si no dispondrán de un cuestionario de posibles preguntas y respuestas verosímiles para respondernos a los pacientes. No la he visto dudar en ningún momento. Me responde al instante y con seguridad. Y cuando observa que no he quedado muy convencida me invita a que le pregunte todo lo que quiera. Y la única pregunta que se me ocurre es la que precisamente no puede responderme ni ella ni nadie...¿para qué hacerla? Y el caso es que tengo la certeza de que no nos dicen la verdad, al menos toda la verdad. Y también sospecho que si quisiéramos hacer un trabajo de reflexión y de observación nosotros mismos, los pacientes, llegaríamos a conclusiones muy acertadas. Pero, ¿quién quiere saber nada en estas condiciones? Nos agarramos a la vida con uñas y dientes. Y esas ganas de vivir son las que ellos aprovechan para hacer su trabajo con un mínimo de posibilidad de nuestra colaboración. Es como la relación que se establece entre el escritor y el lector en el fenomeno de la lectura. El escritor cuenta con la buena disposición del lector a creerse lo que lee en esas páginas. Cuando nos sentamos comodamente en nuestro sillón preferido y abrimos un libro, solo con ese acto el escritor ya ha ganado un cincuenta por ciento de terreno a su favor. El otro cincuenta por ciento lo pone nuestra imaginación y nuestro amor por la fantasía que nos libere durante la lectura de toda la grisalla que nos rodea. Así el medico y su paciente. Los avances de la Sicología creo que también son utilizados en estos hospitales con bastante buen éxito. Creo que la experiencia les ofrece ya la batería de preguntas que un enfermo en estas circunstancias se apresura a formular, y, como ya he dicho, es casi seguro que disponen ya de todo un catálogo de pregunta-respuesta-pregunta por la que, en cada momento del día, saben qué cuestiones le vamos a plantear.
Acaba de llegar el informe médico firmado por la doctora Barrancos. Mañana me envían a casa. La segunda sesión de la quimioterapia tendrá que esperar. Los mieloblastos parece ser que por ahora no han aparecido. Y la doctora prefiere que descanse un tiempo en casa. Una vez a la semana tendré que pasar por consulta ambulatoria para analizar el estado de mi sangre.
Le he mandado una nota a través de Mario a la señora Teresa y he recibido con una de las chicas que limpian las habitaciones ésta que me apresuro a anotar en mi Diario.:
"Querida Belle me alegro mucho de que te vayas a casa. Si vienes a pasar consulta por el Ambulatorio imagino que ya nos veremos. Anoche no pude dormir nada por los picores que siento en todo el cuerpo. Antonio y la pequeña de mis hijas se turnaron para echarme crema por todo el cuerpo. ¿Qué habrá hecho una para que le caiga encima esta cruz? Antonio, el pobre lo pasa peor que yo.....¡Bueno! Adios y muchos besos."
Mario después de entregarme la nota de la señora Teresa ha bajado al bazar para comprarme una barra de labios y algo para echarme en la cara y en los ojos. Me parece mentira que esta noche vaya a dormir en mi cama. En mi casa.
Mario me ha propuesto que para celebrarlo podíamos ir con la autocaravana a Campano, que quiere hacer una visita al viejo internado donde estudió de niño. A la vuelta podíamos comer en las playas de Bolonia o si lo prefiero en nuestra pizzería El Trastévere. Le llamamos "nuestra" porque allí hicimos la primera cena juntos después de formalizar nuestras relaciones. No se lo he recordado pero me está proponiendo el mismo viaje que hicimos cuando nos conocimos. Esto parece un fin de fiesta. Le he preguntado si es que me mandan a casa porque no tengo solución y es más humano que muera entre mis cosas. Mario me ha besado (en las manos y con la mascarilla puesta) y me ha reñido como si yo tuviera diez años. Insiste, cuando ve mi mirada de escepticismo, que posiblemente sea un problema de falta de camas. Querrán esperar a que te suban los niveles de la sangre para someterte a la segunda sesión de quimioterapia. y eso puedes esperarlo en casa con la medicación adecuada y las transfusiones que yo vaya necesitando. Me ha dejado algo más  tranquila. Y si son ciertas mis sospechas puedo asegurar que Mario no sabe nada. No sabría fingir. Ya lo he dicho.
También ha pasado esta tarde, para despedirse, una señora algo mayor y muy bajita y menuda que forma parte del Voluntariado del Hospital. Aunque no tengo creencias religiosas de ningún tipo y ella ya lo sabe no deja nunca de visitarme y darme un poco de conversación. Ha sacado una estampa de Fray Leopoldo y con cierta timidez y miedo me la ha presentado.Se ha quedado muy gratamente sorprendida cuando la he tomado y le he dado las gracias. <> me ha dicho con algo de sorna. Le he contado las excursiones que de niña hacía con mamá hasta Granada para ver la tumba de Fray Leopoldo. También le he dicho que es el único santo que me cae bien porque no tiene cara de Santo, tiene cara  de jardinero, o de viejo buhonero. Me pregunta que qué es un buhonero, y que si tiene que ver algo con los buhos. Le respondo que prometo mirarlo en el diccionario cuando llegue a casa y explicarselo la próxima vez que nos veamos. Se rie y me dice, hablando del santo, que es cierto que ella no se había dado cuenta pero que es tal como yo digo. No sé como se llama y de su familia solo me ha dicho que se quedó viuda hace cuatro o cinco años.  Cuando le pregunto de que murió, me hace un gesto muy expresivo con la cara y permanece en silencio. Y yo comprendo enseguida de qué enfermedad murió su marido, y no sigo preguntando. Seguramente debió de decirme su nombre el primer día que vino pero o no le presté atención o lo he olvidado. Me confiesa que ella no es muy religiosa, pero que se encuentra tan sola en casa, y como no le gusta la "tele", aconsejada por una vecina que hace el Voluntariado en el Hospital Civil, se ha apuntado "a ésto". Viene tres veces a la semana y permanece toda la tarde en esta planta. Hace de todo un poco: da conversación al que quiere hablar; ayuda a ir al baño al que se lo pide; hace recados, atiende el teléfono; te enciende o te apaga la televisión. Una de las enfermeras me explicó un día que antes de irse le dan un café con leche en el que ella miga un bollito de pan que saca de su gran bolso negro de falso cuero.<> le comenta a la enfermera de turno que se sorprende ante esa forma de tomar el café.  Constantemente anda preguntando si molesta, si el tal quiere que se  vaya, que ella -dice- no quiere molestar. Cuando llegó el primer día, pidiendo permiso para entrar, a punto estuve de negárselo. Me temía a una de esas beatonas que van a estar todos los días hablándome del Catecismo, que son frías como piedras de lago, y distantes como la indiferencia, pero no, no. Cuando estoy en su compañía tengo la sensación de que  tengo una simple gripe y una amiga de mamá me está haciendo la visita de rigor. Se porta de una manera muy natural. Eso si. Desde el primer día me dejó muy claro que le tenían prohibido hablar de los demás pacientes. Se quedó bastante tranquila cuando le respondí que para nada me interesaba lo que pasaba fuera de la habitación. Bastante tenía ya con soportar "lo mío". Le hizo mucha gracia cuando le comenté que, a través de una chica de la limpieza, mantenía correspondencia con la señora Teresa. La chica se acercaba y yo le metía el billetito en el bolsillo de su uniforme, y cuando iba a la habitación de la señora Teresa, ésta se limitaba a meter la mano en el bolsillo que la chica le presentaba mientras barría debajo de su cama. Ella se ha ofrecido pero como es muy temerosa me dice que ella dejará su bolso abierto encima de la mesita y se pondrá a mirar los coches por la ventana y en ese instante yo podré colocar el mensaje en su interior. Y que cuando llegue a la otra enferma le aconsejará sacarlo con la misma coreografía. Le pregunto si ve películas de Hitchcock y pone mirada de no entender nada.
La noche la he pasado haciendo proyectos para cuando esté en casa. Por lo pronto me han prohibido manosear mucho a mi gato.
A Mario le han dado un "volante" para que en el ambulatorio del hospital le pongan esta noche la vacuna contra la gripe.
Se me está acabando ya este cuadernillo y Mario ha prometido traerme uno de esos dietarios que venden en las papelerías y que vienen encuadernados en pasta dura.


                  

        

No hay comentarios:

Publicar un comentario