sábado, 18 de enero de 2014

En el bolsillo interior.......

                                                      


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                                                FRAGMENTO DE UN DIETARIO        


(una noche de san juan)

En el bolsillo interior del abrigo rojo de mamá que me traje conmigo después de su muerte ha aparecido una hoja de papel con anotaciones mías de la época en que conocí a Mario. Se trata de uno de esos  salva manteles de papel tan populares en las pizzerías en los que alrededor de la bandera italiana circulan en una cenefa monumentos y paisajes típicos de ese pais: La fontana de Tívoli; La Piazza del Popolo; Ponte Vecchio; Las ruinas de Pompeya....En las letras que componen el nombre de la pizzería se alternan los colores verde, rojo y blanco que son los tres colores que cubren la bandera italiana. Lo he desplegado con mucho cuidado para que no acabe de romperse por los pliegues. Son diez años los que han pasado ya por encima de este papel. Siempre había pensado que me lo dejé olvidado en la mesa de aquella pequeña trattoria. Lo he releido y mientras recordaba las escenas descritas por la autora en ese papel lleno de salsa de tomate y de quemaduras de cigarrillos, me ha dado la sensación de que su autora era una antigua conocida mía, pero de que, sin duda, no era yo. Cosa que el más leve razonamiento me desmiente, pero esa es la sensación que me ha producido. Algunas cosas de las que encuentro en esa Belle-de-Mar de diez años atrás ya no están en mí, o al menos no las siento dentro de mí ¿Dónde estará entonces el alma o la esencia de aquella joven profesora que escribió este fragmento de Diario? Evidentemente que estará dentro de mí, la llevo conmigo, pero...¿en qué parte de mi alma reposa o se agita? Me trae recuerdos muy agradables.  Yo, entonces, vivía todavía en casa de mamá,  y es posible que haya estado todo ese tiempo en ese lugar sin que mamá se haya percatado de su presencia. Era un abrigo demasiado grueso y que mamá usaba poco. Papá en más de una ocasión quiso darlo a los pobres o, directamente tirarlo a la basura pues decía que a mamá no le sentaba nada bien, decía que la hacía demasiado grandullona. Y es que papá, era algo más bajito que mamá. Mamá, aunque nunca más se lo puso, se resistía a tirarlo. Tiene algunas quemaduras de cigarrillo. Y es que entonces fumaba todavía, y mucho.
Esa pizzería ya no existe, en su lugar han abierto un bazar chino de <>, y, con los tiempos que corren es muy probable que dentro de dos o tres años ya haya desaparecido este bazar y en su lugar nos encontremos con un asador argentino que al poco será sustituido por una clinica dental o un instituto de belleza.
Esta fugacidad de las cosas no me agrada. Este agujero negro que es el Tiempo, por el que todo desaparece me produce vértigo. Contemplar, impotente como todo lo que me rodea se va disolviendo en la nada más absoluta me desasosiega. Yo lo llamo, ya lo he dicho, el vértigo de la vida. Será por esto por lo que me atrae más la vida tranquila de un pequeño pueblo provincias donde todo permanece y dura algo más que en la vorágine de la gran ciudad.


<> Quería decir que esa lluvia no la necesitaba ya la uva que solo esperaba madurar lo suficiente para ser recogida en la  vendimia. Y si caia sobre el trigo que ya estaba dorado y solo esperaba que se lo segara lo malograba y se perdia la cosecha. Mamá no fue nunca muy refranera, yo al menos no la oí nunca de soltar alguno pero si le copió a su madre la costumbre de beberse en ayunas el vasito de agua que había pasado la noche de San Juan vigilando la calle desde nuestro balcón. La abuela ya ha fallecido pero si aún viviera, mañana, iría a Misa con su botella vieja de gaseosa, a la que le había confeccionado una funda de tela morada para recoger en ella agua bendita nueva y renovar la que tenía en el cabecero de su cama, en una pequeña pila de cerámica "de Alcudia" que le trajo papá de uno de sus viajes, que la tenía colgada junto a una fotografía de su hermano, “Papá Tente”, nombre que no era otra cosa que la transcripción fiel de la reconversión que nuestros primeros  balbuceos habían realizado con su verdadero nombre de pila: Vicente. Papá Tente murió en uno de los últimos bombardeos que sufrió Barcelona antes de que el General Mola hiciese su entrada triunfal en esta ciudad por la Avenida de la Diagonal, con aquel bosque de brazos “caralsol” naciendo, como siniestros girasoles del espeso mar de rostros demacrados mudos testidos del hambre y el sufrimiento. Cuando de mayor lea Señas de Identidad, de Juan Goytisolo, al llegar a las páginas en las que habla de la muerte de su madre, también en un bombardeo en la misma ciudad y sobre la misma fecha me preguntaré si no caerían muy cerca el uno del otro; Papá Tente, hecho un monigote de papel sangrante tronchado sobre las vidrieras rotas de alguna tienda de confecciones y la madre de Goytisolo como dormida sobre el banco de una parada de autobús, el mismo que nunca la llevaría con los suyos. La abuela siempre que nos contaba esta historia, insistía, enjugandose los ojos con el pañuelo, que nunca se encontraron sus restos...
Por encima del tejado de la Iglesia vemos subir las estelas luminosas de los fuegos artificiales que la empresa pirotecnica contratada por el Ayuntamiento está lanzando desde la playa. Los hay que suben en una perfecta vertical manteniendo hasta el final la velocidad con la que salieron; otros suben trazando una linea helicoidal, dibujando un sacacorchos de luz y polvora que sube como perforando el corcho del champan del cielo; éstos, cuando estallan todavía puede verse encima del tejado de la iglesia el sacacorchos de humo que su muerte nos ha dejado, bello fantasma que no tarda en borrar la brisa del mar. Algunos suben juntos, arracimados como si les tuvieran miedo a la altura y, a la mitad del trayecto, se abren como las hojas de una palmera, subdividiendose a su vez cada uno de ellos en otras palmeras más pequeñas cada una de diferentes colores, pero todas buscando, al principio con mucha energía y después algo más fatigosamente la cúpula del cielo donde nos brindan su hermosa agonía de luz y color. Cuando han terminado de lanzar una serie se produce un intermedio de silencio. La brisa fresca del mar limpia el encerado de estrellas disolviendo las nubes de polvora que flotan en el aire y todo el escenario queda nuevamente limpio y preparado para pintar sobre él el siguiente cuadro. Pasan uno o dos minutos en que la gente aprovecha para echarse una aceituna a la boca o un trago de refresco, los más impacientes se preguntan si no habrá terminado ya la fiesta. Pero no, no ha terminado. De improviso, cuando menos te lo esperas, surge, acompañada de un silbido penetrante y agudo, una saeta luminosa que huye como espantada de la tierra con la velocidad de un proyectil bélico. Éste corre más que ninguno de los anteriores. Al llegar al final de todo el recorrido que la pólvora acumulada en su vientre le ha permitido, el silbido se va apagando poco a poco al mismo ritmo que va muriendo la velocidad del cohete; enmudece, se apaga, transcurren uno o dos segundos y cuando creemos que ya todo ha terminado se abre de pronto en una enorme fontana luminosa de aguas azules, rojas, verdes que nos tiñe a todos el rostro y le da al caserío, por un instante, la apariencia de un palacio oriental de cuento infantil; el espíritu de Aladino ha atravesado en ese instante el cielo de Nerja. Los más bromistas de los espectadores hacen el ya ritual coro de voces,ese ¡¡oooohhhhhh!! para terminar, como una clack agradecida, batiendo palms y arrancando así del público ese aplauso cerrado que allá arriba se ha de oir como un rumor de aguas y que quiere ser un homenaje al artesano anónimo creador de esa filigrana pirotécnica,  pero que en el fondo le aplauden al propio artefacto, al cohete, como si de un ser vivo e inteligente se tratara; algunos, si pudieran hasta le echarían unas monedillas al cielo, como se las echan al húngaro del acordeón. Los turistas, cocidos de sol y agarrados fuertemente al prospecto de sus hoteles tienen la vista clavada en el cielo; a algunos les lloran los helados de fresa o de limón entre las manos; como heladas metáforas de los fuegos artificiales les corren por los brazos. El trenecillo municipal va más cargado que otros días y, como un dragón bueno, como un dragón jubilado y municipal entra despacio y con mucho cuidado por entre los puestos de turrones y de artesanía hyppy. A cada golpe de cláxon, el amasijo de faldas y carnes bronceadas que tapona la callejuela se abre como un Jordan domesticado para darle paso al trenecillo bonsai que, cada media hora,  con una puntualidad germánica, muere y vuelve a resucitar en el Mirador del Balcón de Europa donde muchos de sus viajeros sabiamente asesorados ya por sus paisanos y convecinos de aquel barrio de Hannover o de Munich que ya hicieron el viaje el verano pasado se harán todos la ritual foto junto a la estatua del rey Alfonso XII para mostrarla luego con mucho orgullo a las cajeras del Supermercado que soñarán esa noche con comer pescado frito y ser  besadas por un morenazo de pelo ensortijado y navaja cabritera.
El aire huele a garrapiñada y a pólvora quemada. He venido con un compañero del Colegio. Se llama Mario...y me gusta, me gusta mucho. No sabría decir por qué...pero me he sentido atraída por él desde el primer día. No es excesivamente atractivo pero en sus ojos brilla un fondo de tristeza que me atrae como el ojo negro de un pozo poblado de estrellas. Ahora acaba de preguntarme qué escribo, y yo le respondo que tomo notas para mi Diario. Me responde de una forma categórica que no le gustan los Diarios ni los de los demás ni el suyo propio que a él le parece ésto de escribir un Diario algo parecido como a hacerle trampas a la vida: Vas tomando, me dice, con las pinzas de tu estilográfica, trozos de tu vida y después de disecados y agonizados los clavas con alfiler en un papel. No, no. el instante de tu vida que ha pasado ya no te sirve de nada, el recrearse en ese cadaver que aparece en los Diarios es un placer morboso que a él no le gusta. Prefiere las novelas, que siempre terminan como el autor quiere. En los Diarios y en los libros de Memorias el final ya te viene dado. El guión te lo escribe la propia vida. Y después de largarme este ensayo a lo Maria Zambrano en su libro Las Confesiones como género literario me pide permiso para ir a visitar una librería de lance que ha visto cerca de esta plaza. Mientras veníamos en el coche camino de Nerja me contaba que es un lector compulsivo de George Simenon al que descubrió en la biblioteca del Internado cuando era un adolescente y continua leyendo en francés. Espera encontrar novelas de este autor en esa librería de lance donde los turistas al final del verano abandonan toda la artillería de papel impreso que se trajeron de su país.
Aún no se me ha declarado, pero, por las prisas que trae, creo que no va a tardar mucho en hacerlo. Posiblemente aprovechará el romántico escenario natural que nos brinda Nerja esta noche para proponerme algo. Yo me encuentro algo confusa. Mis sentimientos hacia él los tengo claros pero, una ya no es una adolescente, y junto con las patas de gallo y la celulitis el corazón se amedrenta. Aunque se ha separado de su mujer, da la impresión de que algo indefinible lo mantiene atado a ella  [llegará un día en que me enteraré que ese “algo indefinible” no era otra cosa que un hondo sentimiento de culpa]. Tiene una hija adolescente que se llama Clara, que se parece mucho a él y que estudia clarinete en el Conservatorio de Música de la ciudad en la que reside con su madre. Cuando le comento que el nombre de su hija es muy bonito y muy pco extendido me insiste en que la elección del nombre fue cosa exclusivamente suya.  Clara viene los veranos a pasarlos con él. Para mí es una responsabilidad muy grande. Por lo poco que lo conozco puedo ya deducir sin riesgo a equivocarme que según nos relacionemos Clara y yo, podrá tener más o menos dificultades para relacionarse con ella. Esto para mí es algo evidente y que no admite dudas.
Hemos paseado descalzos por la orilla del mar. Los primeros turistas, obreros de los primeros turnos de vacaciones caminan, ebrios, por entre el gentío que puebla la playa. Nada que ver con aquellos turistos de los años sesenta; nuestras ciudades y campos han sido ya invadidos por los “juligans” del ocio que saludan al vacío abanicando el aire con una lata de cerveza y el paquete de “ducados” derramándose por el bolsillo de su camisa. Algunos, tampoco todos, esa es la verdad, traen formateado en su mente el manido tópico del ibero sumiso, y obediente casi hasta la adulación, y se sienten contrariados cuando se tropiezan con otros jóvenes tan bárbaros como ellos de los que solo los diferencia el idioma.
Mario ha iniciado alguna maniobra para tomarme de la mano mientras paseábamos por la playa. Yo, inconscientemente, me he retraido un poco y él, con su timidez habitual se ha retirado a sus cuarteles de invierno, a su castillo interior, y para disimular su confusión ha sacado el paquete de cigarrillos. Al final ha conseguido despojarse de sus inhibiciones con la bebida que frecuentaba  en la fragata Júpiter cuando hacía la “mili” en las islas Canarias: cerveza negra con ron también negro...y un par de “ducados”
El regreso hasta donde teníamos aparcado el coche ha sido más cálido, más íntimo. Algunos turistas nos miraban con cierta ternura sonriendonos al paso, y una pandilla de jóvenes nos han tarareado la marcha nupcial de Haendel>>



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Aquí se me acabó el papel de la servilleta, ya no tomé más notas, pero no me importa; recuerdo perfectamente lo que hicimos cada minuto y hasta cada segundo de aquella maravillosa noche de San Juan.
Una vez acomodados en el coche nos dimos el primer beso; el suyo fue una muda declaración de amor en toda regla. A mí, el corazón no me engañó aquella noche, y el tiempo no me lo ha desmentido en ningún momento. En el viaje de regreso, mientras yo trataba de contener los impulsos de mi coche por las curvas de Maro a las que se ceñían peligrosamente, Mario, retrepado en el asiento, me contaba la biografía de sus últimos cinco años. Como ocurre con los hombres en estos casos, a él, también se le notaba que deseaba impresionarme cargando las tintas a su favor en algunas partes del relato, aunque lo hacía con tal candor, con tal ausencia de picardía y maldad que tanta inocencia me conquistaba. Aquella noche hablamos de muchas cosas pero sobre todo de nosotros mismos. No entendía por qué, si me llevaba tan mal con mi propia familia no me fui a Madrid o a Barcelona cuando terminé mis estudios, o, si lo entendía, tuvo la delicadeza de no decirlo. Él, por el contrario, desde que comenzó a estudiar el Bachillerato ya soñaba con irse algún día de su pueblo, aunque terminó concediéndome que si hubiese vivido con su familia en una ciudad lo suficientemente grande como para poder emanciparse quizás no habría cambiado de residencia. Al fin y al cabo es de la propia familia de donde huimos todos, al menos los de nuestra generación. Recuerdo que le mentí al justificar mi permanencia en casa de mis padres. No tenía todavía con él la suficiente confianza como para decirle la verdad, decirle que si no me marché de casa cuando terminé mis estudios fue por simple cobardía, por miedo a la soledad, por la fatal atracción que mamá ejercía sobre mí.....¡y sobre mis hermanos! Esa es la verdad, Esa influencia que mamá ha ejercido siempre sobre todos nosotros ha sido el motivo por el que ninguno de mis hermanos, ni yo misma, hayamos roto de una manera definitiva con una familia en la que, como en la mayoría de las de la época, las relaciones afectivas se movían, cuando no en el odio más cainita, si entre la indiferencia, el desprecio, y una tupida red de culpas y de complejos muy dificil de romper. Y es que no se puede amar a los padres por decreto ley. Han tenido que pasar muchos años para llega a comprender por qué ninguno de nosotros rompió definitivamente con la familia, por qué ninguno de nosotros se marchó lo suficientemente lejos como para no haber vuelto jamás. Muchas veces me he hecho la siguiente pregunta. ¿Podríamos haber vivido cada uno de nosotros sin ver a nuestros padres nunca más? Creo que no. De niños, somos como los gusanos de seda, que se van enrredando en ese fino sedal que segrega su propio organismo hasta quedar sepultados en ese capullo que pacientemente ha ido tejiendo sobre sí mismos. Algo muy parecido se me imagina la familia; cinco o seis gusanos de seda trabajando dia y noche para construirse esa carcel de locura y absurdo donde al final todos quedamos encerrados. Yo misma, muchos fines de semana, en vez de quedarme a descansar en el pueblo en el que ya trabajaba como profesora, me sentía fuertemente atraida por la perspectiva de pasar el fin de semana con mamá y papá y dormir en mi pequeña cama de soltera. Y todos los domingos, disgustada conmigo misma por mi propia debilidad, regresaba para el pueblo, herida por alguna frase o algún gesto de ella, haciendo firmes promesas de estar dos o tres meses sin ir por casa, promesa que se diluía como un azucarillo en el agua al llegar el siguiente viernes en el que a las cinco de la tarde, después de salir del colegio y tomar algo de ropa volver otra vez a la casa familiar a torturarme con sus silencios y sus mudos reproches, repitiendo las mismas escenas de la semana anterior y regresar de nuevo a mi casa con los nervios destrozados por cualquier mirada de desprecio o cualquier mal gesto con el que mamá –muchas veces sin mala intención, bien que lo sé- me hubiera respondido a un comportamiento mío que yo consideraba ya superado por ellos y por mí. Y a mis hermanos, posiblemente les ocurría lo mismo. Mario, en cambio, ha sido más fuerte que yo, al menos en eso, porque en otros aspectos de su biografía muestra la inseguridad de un niño. Nada más terminar sus estudios de Magisterio puso entre él y su familia los ochocientos kilometros de distancia necesarios para poder vivir en paz como me confesó la primera vez que hablamos de nuestras respectivas familias. Yo no tuve esa fuerza –ya lo he dicho- Mamá era más fuerte que yo, así que no me fui...y bien que me he arrepentido siempre.
Al llegar a Málaga, antes de despedirnos, tomamos la última copa de esa noche en el “Kaché” de la Malagueta (que ahora creo que se ha convertido en una tienda de ropas) y vimos de amanecer el nuevo día desde las murallas de la Alcazaba.



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Desde el último fin de semana no he escrito nada. Siento que poco a poco voy perdiendo el interés por este Diario. La ilusión que puse en él los primeros días de mi hospitalización se va esfumando poco a poco.
Ayer pasé todo el día en la cama. Las piernas me pesan como si fueran de plomo. Me muevo por la casa con mucha dificultad, y parece que hasta Séneca hubiera notado mi desgana por todo, porque ya no me busca cuando me siento en el sofá



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Me ha llamado por teléfono Liliana, mi profesora de tapices. Me dice que un viejo conocido suyo, un argentino, regresa por fin a su patria y le ha regalado el gato siamés que tenía; que el argentino estaba dispuesto a someter al pequeño minino a la eutanasia si Liliana no lo quería (esto se lo dijo, naturalmente, después de que Liliana aceptara quedarse con el pobre gato) Como quiere cambiarle el nombre le he prometido que para cuando me llame otra vez le tendré preparado cuatro o cinco.
Mario me anima para que continue con la escritura. Me dice que si no tengo ganas de coger la pluma que él se ofrece a pasarme a ordenador lo que yo previamente haya grabado en una cinta. Yo rechazo su oferta y se marcha algo molesto; espero que se le pase.




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Son, en el momento de tomar estas notas las tres menos cuarto de la madrugada. No puedo conciliar el sueño. El cansancio que siento desde hace algunos días va en aumento....y me temo lo peor. Precisamente por eso he acudido al Diario, para tratar de espantar ese miedo que me atenaza y que ni por las noches me abandona.
Cada día que pasa me cuesta más trabajo subir las escaleras. ¿Qué puede significar esta hinchazón de las piernas?




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Y, si no escribo, ¿qué haré? ¿Ver la televisión? Ya lo he intentado y no me ayuda a olvidar. Solo eso quiere una, Dios mío, olvidar. ¿Es pedir demasiado? ¡Quién sabe..! A lo mejor si, a lo mejor es pedir demasiado. A fin de cuentas, si vamos a decir la verdad, esta enfermedad es mía, solo mía; la llevo abrigando en mi seno desde hace años....¿Desde que nací?



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Intenso dolor en las piernas. La hinchazón no remite. Mario ha llamado al Hospital, y estamos esperando a que nos respondan.
El mar ha amanecido esta mañana un poco alborotado. Se le oye gruñir por la parte del acantilado, junto a la Ermita. Hay gente corriendo por la orilla de la playa. Un barco grande, cargado de contenedores ha permanecido casi todo el día fondeado frente a nuestras costas. Cuando he ido a acostarme aún permanecía ahí, clavado en los vidrios de mi ventana con sus luces encendidas. Su vista me ha producido mucha tristeza.
Mario lee, más bien hace como que lee, y, de reojo, vigila todos mis movimientos.



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Esta mañana, al despertar, he observado que tengo un gran hematoma en el muslo izquierdo. Mario trata de convencerme de que ha podido ser producido por un golpe. No le contradigo pero yo sé que no me he dado ningún golpe. Sé que es, nuevamente, “ella”; es la huella de su presencia, lo sé, sería capaz de reconocer hasta su aliento, lo he respirado muchas veces en el Hospital.

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