XX
FRAGMENTO DE UN DIETARIO
(una noche de san juan)
En el bolsillo interior del abrigo rojo de mamá que me traje conmigo
después de su muerte ha aparecido una hoja de papel con anotaciones mías de la
época en que conocí a Mario. Se trata de uno de esos salva manteles de papel tan populares en las
pizzerías en los que alrededor de la bandera italiana circulan en una cenefa
monumentos y paisajes típicos de ese pais: La fontana de Tívoli; La Piazza del
Popolo; Ponte Vecchio; Las ruinas de Pompeya....En las letras que componen el
nombre de la pizzería se alternan los colores verde, rojo y blanco que son los
tres colores que cubren la bandera italiana. Lo he desplegado con mucho cuidado
para que no acabe de romperse por los pliegues. Son diez años los que han
pasado ya por encima de este papel. Siempre había pensado que me lo dejé
olvidado en la mesa de aquella pequeña trattoria. Lo he releido y mientras
recordaba las escenas descritas por la autora en ese papel lleno de salsa de
tomate y de quemaduras de cigarrillos, me ha dado la sensación de que su autora
era una antigua conocida mía, pero de que, sin duda, no era yo. Cosa que el más
leve razonamiento me desmiente, pero esa es la sensación que me ha producido.
Algunas cosas de las que encuentro en esa Belle-de-Mar de diez años atrás ya no
están en mí, o al menos no las siento dentro de mí ¿Dónde estará entonces el
alma o la esencia de aquella joven profesora que escribió este fragmento de
Diario? Evidentemente que estará dentro de mí, la llevo conmigo, pero...¿en qué
parte de mi alma reposa o se agita? Me trae recuerdos muy agradables. Yo, entonces, vivía todavía en casa de
mamá, y es posible que haya estado todo
ese tiempo en ese lugar sin que mamá se haya percatado de su presencia. Era un
abrigo demasiado grueso y que mamá usaba poco. Papá en más de una ocasión quiso
darlo a los pobres o, directamente tirarlo a la basura pues decía que a mamá no
le sentaba nada bien, decía que la hacía demasiado grandullona. Y es que papá,
era algo más bajito que mamá. Mamá, aunque nunca más se lo puso, se resistía a
tirarlo. Tiene algunas quemaduras de cigarrillo. Y es que entonces fumaba
todavía, y mucho.
Esa pizzería ya no existe, en su lugar han abierto un bazar chino de
<>, y, con los tiempos que corren es muy probable que
dentro de dos o tres años ya haya desaparecido este bazar y en su lugar nos encontremos
con un asador argentino que al poco será sustituido por una clinica dental o un
instituto de belleza.
Esta fugacidad de las cosas no me agrada. Este agujero negro que es el
Tiempo, por el que todo desaparece me produce vértigo. Contemplar, impotente
como todo lo que me rodea se va disolviendo en la nada más absoluta me
desasosiega. Yo lo llamo, ya lo he dicho, el vértigo de la vida. Será por esto
por lo que me atrae más la vida tranquila de un pequeño pueblo provincias donde
todo permanece y dura algo más que en la vorágine de la gran ciudad.
<> Quería
decir que esa lluvia no la necesitaba ya la uva que solo esperaba madurar lo
suficiente para ser recogida en la
vendimia. Y si caia sobre el trigo que ya estaba dorado y solo esperaba
que se lo segara lo malograba y se perdia la cosecha. Mamá no fue nunca muy
refranera, yo al menos no la oí nunca de soltar alguno pero si le copió a su
madre la costumbre de beberse en ayunas el vasito de agua que había pasado la noche
de San Juan vigilando la calle desde nuestro balcón. La abuela ya ha fallecido
pero si aún viviera, mañana, iría a Misa con su botella vieja de gaseosa, a la
que le había confeccionado una funda de tela morada para recoger en ella agua
bendita nueva y renovar la que tenía en el cabecero de su cama, en una pequeña
pila de cerámica "de Alcudia" que le trajo papá de uno de sus viajes,
que la tenía colgada junto a una fotografía de su hermano, “Papá Tente”, nombre
que no era otra cosa que la transcripción fiel de la reconversión que nuestros
primeros balbuceos habían realizado con
su verdadero nombre de pila: Vicente. Papá Tente murió en uno de los últimos
bombardeos que sufrió Barcelona antes de que el General Mola hiciese su entrada
triunfal en esta ciudad por la Avenida de la Diagonal, con aquel bosque de
brazos “caralsol” naciendo, como siniestros girasoles del espeso mar de rostros
demacrados mudos testidos del hambre y el sufrimiento. Cuando de mayor lea Señas
de Identidad, de Juan Goytisolo, al llegar a las páginas en las que habla
de la muerte de su madre, también en un bombardeo en la misma ciudad y sobre la
misma fecha me preguntaré si no caerían muy cerca el uno del otro; Papá Tente,
hecho un monigote de papel sangrante tronchado sobre las vidrieras rotas de
alguna tienda de confecciones y la madre de Goytisolo como dormida sobre el
banco de una parada de autobús, el mismo que nunca la llevaría con los suyos.
La abuela siempre que nos contaba esta historia, insistía, enjugandose los ojos
con el pañuelo, que nunca se encontraron sus restos...
Por encima del tejado de la Iglesia vemos subir las estelas luminosas
de los fuegos artificiales que la empresa pirotecnica contratada por el
Ayuntamiento está lanzando desde la playa. Los hay que suben en una perfecta
vertical manteniendo hasta el final la velocidad con la que salieron; otros
suben trazando una linea helicoidal, dibujando un sacacorchos de luz y polvora
que sube como perforando el corcho del champan del cielo; éstos, cuando
estallan todavía puede verse encima del tejado de la iglesia el sacacorchos de
humo que su muerte nos ha dejado, bello fantasma que no tarda en borrar la
brisa del mar. Algunos suben juntos, arracimados como si les tuvieran miedo a
la altura y, a la mitad del trayecto, se abren como las hojas de una palmera,
subdividiendose a su vez cada uno de ellos en otras palmeras más pequeñas cada
una de diferentes colores, pero todas buscando, al principio con mucha energía
y después algo más fatigosamente la cúpula del cielo donde nos brindan su
hermosa agonía de luz y color. Cuando han terminado de lanzar una serie se
produce un intermedio de silencio. La brisa fresca del mar limpia el encerado
de estrellas disolviendo las nubes de polvora que flotan en el aire y todo el
escenario queda nuevamente limpio y preparado para pintar sobre él el siguiente
cuadro. Pasan uno o dos minutos en que la gente aprovecha para echarse una
aceituna a la boca o un trago de refresco, los más impacientes se preguntan si
no habrá terminado ya la fiesta. Pero no, no ha terminado. De improviso, cuando
menos te lo esperas, surge, acompañada de un silbido penetrante y agudo, una
saeta luminosa que huye como espantada de la tierra con la velocidad de un
proyectil bélico. Éste corre más que ninguno de los anteriores. Al llegar al
final de todo el recorrido que la pólvora acumulada en su vientre le ha
permitido, el silbido se va apagando poco a poco al mismo ritmo que va muriendo
la velocidad del cohete; enmudece, se apaga, transcurren uno o dos segundos y
cuando creemos que ya todo ha terminado se abre de pronto en una enorme fontana
luminosa de aguas azules, rojas, verdes que nos tiñe a todos el rostro y le da
al caserío, por un instante, la apariencia de un palacio oriental de cuento
infantil; el espíritu de Aladino ha atravesado en ese instante el cielo de
Nerja. Los más bromistas de los espectadores hacen el ya ritual coro de
voces,ese ¡¡oooohhhhhh!! para terminar, como una clack agradecida, batiendo
palms y arrancando así del público ese aplauso cerrado que allá arriba se ha de
oir como un rumor de aguas y que quiere ser un homenaje al artesano anónimo
creador de esa filigrana pirotécnica,
pero que en el fondo le aplauden al propio artefacto, al cohete, como si
de un ser vivo e inteligente se tratara; algunos, si pudieran hasta le echarían
unas monedillas al cielo, como se las echan al húngaro del acordeón. Los
turistas, cocidos de sol y agarrados fuertemente al prospecto de sus hoteles
tienen la vista clavada en el cielo; a algunos les lloran los helados de fresa
o de limón entre las manos; como heladas metáforas de los fuegos artificiales
les corren por los brazos. El trenecillo municipal va más cargado que otros
días y, como un dragón bueno, como un dragón jubilado y municipal entra
despacio y con mucho cuidado por entre los puestos de turrones y de artesanía
hyppy. A cada golpe de cláxon, el amasijo de faldas y carnes bronceadas que
tapona la callejuela se abre como un Jordan domesticado para darle paso al
trenecillo bonsai que, cada media hora,
con una puntualidad germánica, muere y vuelve a resucitar en el Mirador
del Balcón de Europa donde muchos de sus viajeros sabiamente asesorados ya por
sus paisanos y convecinos de aquel barrio de Hannover o de Munich que ya
hicieron el viaje el verano pasado se harán todos la ritual foto junto a la
estatua del rey Alfonso XII para mostrarla luego con mucho orgullo a las
cajeras del Supermercado que soñarán esa noche con comer pescado frito y
ser besadas por un morenazo de pelo ensortijado
y navaja cabritera.
El aire huele a garrapiñada y a pólvora quemada. He venido con un
compañero del Colegio. Se llama Mario...y me gusta, me gusta mucho. No sabría
decir por qué...pero me he sentido atraída por él desde el primer día. No es
excesivamente atractivo pero en sus ojos brilla un fondo de tristeza que me
atrae como el ojo negro de un pozo poblado de estrellas. Ahora acaba de
preguntarme qué escribo, y yo le respondo que tomo notas para mi Diario. Me
responde de una forma categórica que no le gustan los Diarios ni los de los demás
ni el suyo propio que a él le parece ésto de escribir un Diario algo parecido
como a hacerle trampas a la vida: Vas tomando, me dice, con las pinzas de tu
estilográfica, trozos de tu vida y después de disecados y agonizados los clavas
con alfiler en un papel. No, no. el instante de tu vida que ha pasado ya no te
sirve de nada, el recrearse en ese cadaver que aparece en los Diarios es un
placer morboso que a él no le gusta. Prefiere las novelas, que siempre terminan
como el autor quiere. En los Diarios y en los libros de Memorias el final ya te
viene dado. El guión te lo escribe la propia vida. Y después de largarme este
ensayo a lo Maria Zambrano en su libro Las Confesiones como género literario me
pide permiso para ir a visitar una librería de lance que ha visto cerca de esta
plaza. Mientras veníamos en el coche camino de Nerja me contaba que es un
lector compulsivo de George Simenon al que descubrió en la biblioteca del
Internado cuando era un adolescente y continua leyendo en francés. Espera
encontrar novelas de este autor en esa librería de lance donde los turistas al
final del verano abandonan toda la artillería de papel impreso que se trajeron
de su país.
Aún no se me ha declarado, pero, por las prisas que trae, creo que no
va a tardar mucho en hacerlo. Posiblemente aprovechará el romántico escenario
natural que nos brinda Nerja esta noche para proponerme algo. Yo me encuentro
algo confusa. Mis sentimientos hacia él los tengo claros pero, una ya no es una
adolescente, y junto con las patas de gallo y la celulitis el corazón se
amedrenta. Aunque se ha separado de su mujer, da la impresión de que algo
indefinible lo mantiene atado a ella
[llegará un día en que me enteraré que ese “algo indefinible” no era
otra cosa que un hondo sentimiento de culpa]. Tiene una hija adolescente que se
llama Clara, que se parece mucho a él y que estudia clarinete en el
Conservatorio de Música de la ciudad en la que reside con su madre. Cuando le
comento que el nombre de su hija es muy bonito y muy pco extendido me insiste en
que la elección del nombre fue cosa exclusivamente suya. Clara viene los veranos a pasarlos con él.
Para mí es una responsabilidad muy grande. Por lo poco que lo conozco puedo ya
deducir sin riesgo a equivocarme que según nos relacionemos Clara y yo, podrá
tener más o menos dificultades para relacionarse con ella. Esto para mí es algo
evidente y que no admite dudas.
Hemos paseado descalzos por la orilla del mar. Los primeros turistas,
obreros de los primeros turnos de vacaciones caminan, ebrios, por entre el
gentío que puebla la playa. Nada que ver con aquellos turistos de los años
sesenta; nuestras ciudades y campos han sido ya invadidos por los “juligans”
del ocio que saludan al vacío abanicando el aire con una lata de cerveza y el
paquete de “ducados” derramándose por el bolsillo de su camisa. Algunos,
tampoco todos, esa es la verdad, traen formateado en su mente el manido tópico
del ibero sumiso, y obediente casi hasta la adulación, y se sienten
contrariados cuando se tropiezan con otros jóvenes tan bárbaros como ellos de
los que solo los diferencia el idioma.
Mario ha iniciado alguna maniobra para tomarme de la mano mientras
paseábamos por la playa. Yo, inconscientemente, me he retraido un poco y él,
con su timidez habitual se ha retirado a sus cuarteles de invierno, a su
castillo interior, y para disimular su confusión ha sacado el paquete de
cigarrillos. Al final ha conseguido despojarse de sus inhibiciones con la
bebida que frecuentaba en la fragata
Júpiter cuando hacía la “mili” en las islas Canarias: cerveza negra con ron
también negro...y un par de “ducados”
El regreso hasta donde teníamos aparcado el coche ha sido más cálido,
más íntimo. Algunos turistas nos miraban con cierta ternura sonriendonos al
paso, y una pandilla de jóvenes nos han tarareado la marcha nupcial de
Haendel>>
* * *
Aquí se me acabó el papel de la servilleta, ya no tomé más notas, pero
no me importa; recuerdo perfectamente lo que hicimos cada minuto y hasta cada
segundo de aquella maravillosa noche de San Juan.
Una vez acomodados en el coche nos dimos el primer beso; el suyo fue
una muda declaración de amor en toda regla. A mí, el corazón no me engañó
aquella noche, y el tiempo no me lo ha desmentido en ningún momento. En el
viaje de regreso, mientras yo trataba de contener los impulsos de mi coche por
las curvas de Maro a las que se ceñían peligrosamente, Mario, retrepado en el
asiento, me contaba la biografía de sus últimos cinco años. Como ocurre con los
hombres en estos casos, a él, también se le notaba que deseaba impresionarme
cargando las tintas a su favor en algunas partes del relato, aunque lo hacía
con tal candor, con tal ausencia de picardía y maldad que tanta inocencia me
conquistaba. Aquella noche hablamos de muchas cosas pero sobre todo de nosotros
mismos. No entendía por qué, si me llevaba tan mal con mi propia familia no me
fui a Madrid o a Barcelona cuando terminé mis estudios, o, si lo entendía, tuvo
la delicadeza de no decirlo. Él, por el contrario, desde que comenzó a estudiar
el Bachillerato ya soñaba con irse algún día de su pueblo, aunque terminó
concediéndome que si hubiese vivido con su familia en una ciudad lo
suficientemente grande como para poder emanciparse quizás no habría cambiado de
residencia. Al fin y al cabo es de la propia familia de donde huimos todos, al
menos los de nuestra generación. Recuerdo que le mentí al justificar mi
permanencia en casa de mis padres. No tenía todavía con él la suficiente
confianza como para decirle la verdad, decirle que si no me marché de casa
cuando terminé mis estudios fue por simple cobardía, por miedo a la soledad,
por la fatal atracción que mamá ejercía sobre mí.....¡y sobre mis hermanos! Esa
es la verdad, Esa influencia que mamá ha ejercido siempre sobre todos nosotros
ha sido el motivo por el que ninguno de mis hermanos, ni yo misma, hayamos roto
de una manera definitiva con una familia en la que, como en la mayoría de las
de la época, las relaciones afectivas se movían, cuando no en el odio más
cainita, si entre la indiferencia, el desprecio, y una tupida red de culpas y
de complejos muy dificil de romper. Y es que no se puede amar a los padres por
decreto ley. Han tenido que pasar muchos años para llega a comprender por qué
ninguno de nosotros rompió definitivamente con la familia, por qué ninguno de nosotros
se marchó lo suficientemente lejos como para no haber vuelto jamás. Muchas
veces me he hecho la siguiente pregunta. ¿Podríamos haber vivido cada uno de
nosotros sin ver a nuestros padres nunca más? Creo que no. De niños, somos como
los gusanos de seda, que se van enrredando en ese fino sedal que segrega su
propio organismo hasta quedar sepultados en ese capullo que pacientemente ha
ido tejiendo sobre sí mismos. Algo muy parecido se me imagina la familia; cinco
o seis gusanos de seda trabajando dia y noche para construirse esa carcel de
locura y absurdo donde al final todos quedamos encerrados. Yo misma, muchos
fines de semana, en vez de quedarme a descansar en el pueblo en el que ya
trabajaba como profesora, me sentía fuertemente atraida por la perspectiva de
pasar el fin de semana con mamá y papá y dormir en mi pequeña cama de soltera.
Y todos los domingos, disgustada conmigo misma por mi propia debilidad,
regresaba para el pueblo, herida por alguna frase o algún gesto de ella,
haciendo firmes promesas de estar dos o tres meses sin ir por casa, promesa que
se diluía como un azucarillo en el agua al llegar el siguiente viernes en el
que a las cinco de la tarde, después de salir del colegio y tomar algo de ropa
volver otra vez a la casa familiar a torturarme con sus silencios y sus mudos
reproches, repitiendo las mismas escenas de la semana anterior y regresar de
nuevo a mi casa con los nervios destrozados por cualquier mirada de desprecio o
cualquier mal gesto con el que mamá –muchas veces sin mala intención, bien que
lo sé- me hubiera respondido a un comportamiento mío que yo consideraba ya
superado por ellos y por mí. Y a mis hermanos, posiblemente les ocurría lo
mismo. Mario, en cambio, ha sido más fuerte que yo, al menos en eso, porque en
otros aspectos de su biografía muestra la inseguridad de un niño. Nada más
terminar sus estudios de Magisterio puso entre él y su familia los ochocientos
kilometros de distancia necesarios para poder vivir en paz como me confesó la
primera vez que hablamos de nuestras respectivas familias. Yo no tuve esa
fuerza –ya lo he dicho- Mamá era más fuerte que yo, así que no me fui...y bien
que me he arrepentido siempre.
Al llegar a Málaga, antes de despedirnos, tomamos la última copa de esa
noche en el “Kaché” de la Malagueta (que ahora creo que se ha convertido en una
tienda de ropas) y vimos de amanecer el nuevo día desde las murallas de la
Alcazaba.
* * *
Desde el último fin de semana no he escrito nada. Siento
que poco a poco voy perdiendo el interés por este Diario. La ilusión que puse
en él los primeros días de mi hospitalización se va esfumando poco a poco.
Ayer pasé todo el día en la cama. Las piernas me pesan como si fueran
de plomo. Me muevo por la casa con mucha dificultad, y parece que hasta Séneca
hubiera notado mi desgana por todo, porque ya no me busca cuando me siento en
el sofá
* * *
Me ha llamado por teléfono Liliana, mi profesora de tapices. Me dice
que un viejo conocido suyo, un argentino, regresa por fin a su patria y le ha
regalado el gato siamés que tenía; que el argentino estaba dispuesto a someter
al pequeño minino a la eutanasia si Liliana no lo quería (esto se lo dijo,
naturalmente, después de que Liliana aceptara quedarse con el pobre gato) Como
quiere cambiarle el nombre le he prometido que para cuando me llame otra vez le
tendré preparado cuatro o cinco.
Mario me anima para que continue con la escritura. Me dice que si no
tengo ganas de coger la pluma que él se ofrece a pasarme a ordenador lo que yo
previamente haya grabado en una cinta. Yo rechazo su oferta y se marcha algo
molesto; espero que se le pase.
* * *
Son, en el momento de tomar estas notas las tres menos
cuarto de la madrugada. No puedo conciliar el sueño. El cansancio que siento
desde hace algunos días va en aumento....y me temo lo peor. Precisamente por
eso he acudido al Diario, para tratar de espantar ese miedo que me atenaza y
que ni por las noches me abandona.
Cada
día que pasa me cuesta más trabajo subir las escaleras. ¿Qué puede significar esta
hinchazón de las piernas?
* * *
Y, si no escribo, ¿qué haré? ¿Ver la televisión? Ya lo he intentado y
no me ayuda a olvidar. Solo eso quiere una, Dios mío, olvidar. ¿Es pedir
demasiado? ¡Quién sabe..! A lo mejor si, a lo mejor es pedir demasiado. A fin
de cuentas, si vamos a decir la verdad, esta enfermedad es mía, solo mía; la
llevo abrigando en mi seno desde hace años....¿Desde que nací?
* * *
Intenso dolor en las piernas. La hinchazón no remite. Mario ha llamado
al Hospital, y estamos esperando a que nos respondan.
El mar ha amanecido esta mañana un poco alborotado. Se le oye gruñir
por la parte del acantilado, junto a la Ermita. Hay gente corriendo por la
orilla de la playa. Un barco grande, cargado de contenedores ha permanecido
casi todo el día fondeado frente a nuestras costas. Cuando he ido a acostarme
aún permanecía ahí, clavado en los vidrios de mi ventana con sus luces
encendidas. Su vista me ha producido mucha tristeza.
Mario lee, más bien hace como que lee, y, de reojo, vigila todos mis
movimientos.
* * *
Esta mañana, al despertar, he observado que tengo un gran hematoma en
el muslo izquierdo. Mario trata de convencerme de que ha podido ser producido
por un golpe. No le contradigo pero yo sé que no me he dado ningún golpe. Sé
que es, nuevamente, “ella”; es la huella de su presencia, lo sé, sería capaz de
reconocer hasta su aliento, lo he respirado muchas veces en el Hospital.
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