sábado, 1 de febrero de 2014

Llevo dos dias sin anotar nada....

                                              

                                                     VI



Llevo dos días sin anotar nada en este cuaderno. Es la primera vez, desde que estoy en este hospital, que he tenido que dejar de escribir por un motivo ajeno a mi voluntad, y he echado de menos las páginas de este Diario.Los dolores en las manos y las piernas han sido casi continuo. No me han dado cuartel. Son difíciles de soportar. Desde el primer día solicité con mucha insistencia que me pusieran los sueros a través de la mano izquierda, que la derecha la necesito para escribir, pero, ya la mano izquierda está presentando evidentes síntomas de fatiga; el suero entra cada vez con más dificultad. He probado a escribir con la mano enguantada para amortiguar el roce del bolígrafo con la piel, y creo que ha sido una idea acertada. Siento menos dolor al tomar la estilográfica entre mis dedos. Pero ha ocurrido algo muy curioso que yo tenía ya casi olvidado: Cuando me he puesto el guante, de una forma casi automática, sin pensarlo, como obedeciendo a un recuerdo ancestral me he llevado la punta de los dedos a la nariz esperando sentir en el olfato el fuerte aroma del aceite de oliva. Y es que cuando era niña, mamá, para combatir los sabañones que nos salían en invierno, nos cubria las manos con guantes de lana impregnados en aceite. Y así íbamos al colegio durante los meses más duros del invierno ¡La de veces que me regañaron en clase por llevar la "copia", el "dictado" o las "cuentas" con lamparones.Señorita: me decia el maestro: ¿ha estado usted, por casualidad friendo patatas esta mañana? gracieta que era respondida por el coro de niños con un adagio de risas ahogadas cuando no con un crescendo de carcajadas abiertas que a mí me sacaban los colores hasta en la frente mientras trataba de ocultar detrás de mi enclenque figura las dos manos llenas de pringajo. Entre los niños corría la leyenda negra de que los sabañones se contagiaban y con una crueldad infinita los rechazaban en el recreo de todos los juegos. Por eso nunca me atreví a decirle al profesor que tenía sabañones; los sabañones eran cosa de pobres, y como tales había que ocultarlos; aunque en casa no éramos pobres. Algo muy parecido ocurría con los piojos. Cuando se iba aproximando el verano, aparecía siempre la plaga de piojos y la directora nos daba una carta para nuestros padres. Mamá, iba al colmado de la señora Herminia y compraba un frasco de "zetazeta" -de los grandes porque éramos muchos hermanos- y cuando llegaba a casa lo cambiaba de envase por si alguna visita entraba en el baño. Papá nos llevaba a mí y a mis hermanas a la barbería de su cuartel y nos dejaban pelonas hasta el comienzo del invierno. Mamá, seguramente que para suavizar el expolio capilar al que nos sometía cada año, le llamaba a esta operación dejarnos con "la melenita". A pesar de todo llegué a asociar el corte de pelo con la llegada de las vacaciones y del verano, será por eso, me he dicho algunas veces, que nunca me ha gustado tener el pelo largo.Un año me salieron sabañones hasta en los dedos de los pies. Recuerdo que fue el mismo año que nevó por primera vez en la ciudad y toda la familia nos marchamos a pasear por el Parque; una de mis hermanas, no recuerdo cual de ellas, se resbaló con la nieve y se partió una ceja contra el bordillo de la acera.Nuestros padres a fuerza de insistir tanto en lo socialmente reprobable que era llevar sabañones en las manos hicimos la consigna tan nuestra, la digerimos tanto que la hicimos carne nuestra; yo temblaba de terror ante la perspectiva de que el profesor aún sin querer pudiese sacar a plaza pública la causa de aquellos escozores que yo procuraba disimular: los sabañones son cosas de pobres, nos decían en casa junto con aquella otra muletilla de posguerra con la que se nos adoctrinaba antes de salir de casa cuando teníamos que acudir junto con nuestros padres para hacer una visita de aquellas llamadas "de respeto" que siempre eran o para visitar a un enfermo o para darle el pésame a sus familiares por su repentino fallecimiento. Mamá, mientras me hacía las trenzas me la hacía repetir dos o tres veces como si se tratase de una tabla de multiplicar o como un mantra, porque eso era al fin un mantra sagrado sin cuya memorización perfecta se nos impedía la salida del convento. Aunque he olvidado la literalidad del texto memorizado el argumento era que bajo ningún concepto se aceptaba dinero de los mayores. Y que cualquier oferta de alimentos (quedaban excluidos los caramelos, aquellos caramelos de menta o fresa que venían envueltos en papel de celofán y que en la cabalgata de los reyes magos se tiraban por kilos) realizada por los dueños de la casa había que responder que ya habíamos comido y que muchas gracias. Y si, sin previo aviso, cosa que, la verdad, no era muy frecuente, aparecía alguna suculencia sobre la mesa, había que esperar las órdenes de nuestros mayores para tomar uno (de lo que fuera) y solamente uno y tomarselo sentado en la silla y con las piernecitas recogidas. Ya digo, resabios de posguerra, que, con no ser yo tan mayor, llegaron al menos hasta los comienzos de mi infancia. Y volviendo a lo de los sabañones, se daba el caso de que los sabañones los cogíamos en el propio colegio porque teníamos un profesor que era de un pueblo del norte y estaba tan poco acostumbrado a la suavidad de nuestros inviernos sureños que se empeñaba, en los meses más profundos de la invernada con tener las ventanas del aula completamente abiertas para que se fueran las miasmas, palabra que yo oía por primera vez y cuya fonética tan sugestiva me trajo a la mente algún bicho raro que todavía desconocíamos y lo suficientemente diminuto como para colarse, en manadas, por los resquicios de las ventanas y cuyos picotazos te traían la gripe o algo peor. Es el caso que con aquella costumbre de mamá de meternos las manos en aceite y de que por nada del mundo dijéramos que teníamos sabañones me quedó la costumbre, costumbre que conservé hasta bien entrada en la adolescencia cuando solo la coquetería temprana me hizo desnudar mis manos, de ponerme aquellos manguitos para escribir. Estando ya para ingresar en el Instituto aparecieron aquellos dedalitos de goma con los que se encorbataba el lápiz o el "boli", pero, aunque lo probé, no me alejaron de mis guantes, que mamá remendaba con una habilidad conventual cada otoño. Me resultaba grato escribir con los guantes puestos, me cansaba menos. Por ejemplo, cuando me quedaba en casa porque estaba algo constipada, también escribía en la cama con los guantes puestos apoyados cuaderno y libro sobre la tapadera de la máquina de coser que mamá me traía colocándome en la espalda su almohada grande plegada sobre mis riñones. Como éramos tantos hermanos a disputarnos la atención de mamá, todos soñábamos con unas anginas o una buena gripe que nos dejara en casa, al menos durante una semana, con la cama bien abrigada de tebeos y derritiéndonos de ternura cuando comenzaba la noche a pintar los cristales del dormitorio y mamá venía a darnos la luz. Yo, que era la más aficionada a los enclaustramientos domésticos, recibía con verdadero alborozo el diagnóstico que me hacía el médico, y hasta los pinchazos a que me sometía el practicante Cabello, eran para mí caricias de seda. Si la convalecencia venía acompañada de algunos días de lluvia y viento, el placer podía rozar las fronteras del éxtasis. Después de la comida mis hermanos retornaban al colegio y entonces, mamà, cuando ya había fregado la cocina, montaba junto con otra vecina del mismo rellano, una tertulia en mi cuarto que tenía por objeto escuchar conjuntamente el serial de la radio. Yo, leía o escribía y cuando los comentarios giraban en torno a ciertos aspectos de la vida que en cualquier otra circunstancia no me hubiesen permitido oir, yo, me hacía la dormida y gozaba con aquel espionaje que me daba acceso a una información "de mayores" a la que en circunstancias normales nunca hubiera tenido acceso. Cuando se hacía de noche, papá encendía el flexo de mi mesita de noche y me hacía sombras chinescas con sus manos sobre la pared de enfrente, donde se encontraba la máquina de coser <> de mamá. Las siluetas ya las he olvidado pero algún nombre de aquellos con los que papá bautizaba a sus personajes fabricados con recortes de oscuridad, eran tan sonoros, tan literarios que no los he olvidado: Estaba La avestruz borracha; luego venía El músico se enfada; La paloma rota; El cisne triste...También me hacía dibujos que yo coloreaba con "lapiz goya"Uno de mis hermanos trajo de su colegio, el truco de ponerse papel secante mojado en la planta de los pies para subir la temperatura corporal y ganarte así unas pequeñas vacaciones. Yo lo probé una vez pero me puse tan mala que en el pecado llevé la penitencia y el propósito de enmienda, y nunca más lo intenté dejando que la Naturaleza actuara a su libre albedrío.En una de estas largas convalecencias gripales creo que fue cuando comencé a escribir. Nuestro tío Pepe, que era viajante de laboratorios farmaceuticos le regaló a papá una hermosa agenda editada por uno de los Laboratorios con los que trabajaba. Recuerdo la robustez del papel con el que estaban hechas sus páginas y su portada en la que, debajo de una pintura de El Greco ponía "Feliz Año 1969 les desea los Laboratorios...."y aquí venía un enrevesado nombre alemán que nunca retuve en la memoria. No sé como se desarrollaron los acontecimientos pero si recuerdo que haciendo valer astutamente mis derechos de enferma salí vencedora de todos los candidatos a ser dueño de la hermosa agenda, levantándome con el preciado trofeo que inauguré con un relato que titulé La Cachimba de Marfil que yo iba tejiendo día a día con mi flamante estilográfica "Hurricane" de cinco duros, toda yo encorvada sobre la mesa camilla forrada de cretona que mamá en invierno calentaba con un brasero de cisco picón. Todo el fetichismo de nuestra primera adolescencia lo había conseguido concentrar yo en aquellas páginas que eran, las pobres, un plagio flagrante de Conan Doyle y Emilio Salgari, empedrado de todos los tópicos más manidos recogidos a lo largo de mis lecturas, pero escrita, eso si, con la ilusión de una nueva Josefina Aldecoa, o de una Martín Gaite. Al final, aquel hermoso cuento de hadas que había pergeñado mi adolescencia grafópata se quedó inconcluso al extraviarse la hermosa agenda en una de las muchas mudanzas que obligatoriamente habíamos de hacer siguiendo a papá, con toda la casa a cuestas, en los sucesivos cambios de destino a los que lo sometía el Ejército del Aire cada vez que lo premiaban con un ascenso.

                                        

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