lunes, 3 de febrero de 2014

Hasta ayer mismo.......


                                                                             IV

Hasta ayer mismo daba todas las mañanas un paseo por la planta acompañado de Mario y de mi fiel amante, esa percha de aluminio, con ruedas de goma, del que cuelgan los sueros que me tienen enchufada a la vida. Íbamos hasta la puerta del ascensor y regresábamos hasta el final del pasillo; así una y otra vez, saludando en cada vuelta y en el mismo punto del pasillo las mismas caras y respondiendo con los mismos gestos. No. No me agrada salir al pasillo. Lo poco que ando es casi obligada por Mario. Me deprime mucho ver el aspecto que ofrecen los otros enfermos, que es, por otra parte, el mismo que debo ofrecer yo. Con la compañera de habitación si intimamos algo más y es, no me cabe duda, porque en ese caso la intimidad ya te viene impuesta por las circunstancias. No se puede estar todo el día acostada al lado de otra persona sin hablar con ella, sin dirigirle la palabra; sería una situación insostenible. Al pasillo, en cambio, procuro salir cuando no hay nadie y aún así casi todo el tiempo que estoy fuera de la habitación lo paso en la sala de espera para pacientes poniendo algo de orden en estas páginas.Papá nos contaba que cuando él era niño, había un paseo en el Puerto, cerca de la Farola, sembrado de plataneras y acunado por el rumor del mar y al que se conocía en el lenguaje popular por el poetico nombre de La Alameda de los Tristes porque a él -nos decía papá- se venían a pasear, después de darle tierra al difunto, los acompañantes de todos los sepelios que tenían lugar en la ciudad. Y estos días, y sin duda que asociandolo al estado de ánimo en que me encuentro lo he recordado cuando ayer hacía mis ejercicios diarios por el pasillo, y así lo he bautizado al reflejarlo en estos diarios: La Alameda de los Tristes. Otra alameda de los tristes por donde caminamos embutidos en estos horribles camisones ya desteñidos por los lavados, cogidos de la mano a nuestro esqueleto de aluminio y vidrio, negro presagio, hermano gemelo de ese al que esperamos todos mientras arrastramos la poca salud que nos queda por estos pasillos marcando las horas del día y usando como reloj los repartos de comida, los cambios de sueros o las visitas diarias de los médicos.Los que más despiertan la commiseración de los visitantes e incluso de los mismos pacientes son los enfermos más jóvenes. Tenemos asociada la juventud a una explosión y un derroche tal de vida que debe parecernos sin duda un robo, un fraude, casi un atraco con nocturnidad y alevosía lo que le hace el Destino a estos jóvenes de entre dieciocho y veinte años que cuando comienzan a asomarse a la vida con una explosión de alegría y de optimismo reciben tamaño golpe. Nos da la sensación de que alguien o mejor dicho: Alguien, con mayúsculas, les ha hecho trampa en el juego de su vida, les ha escamoteado alguna casilla en este juego de la oca que comienza con nuestro nacimiento, con ese cachete que nos da el médico en nuestras pequeñas nalgas para que firmemos nuestra acta de nacimiento con el primer grito que siempre es de protesta. Y es que nuestros residuos religiosos nos llevan a pensar que debieran estar exentos de la muerte. Buscamos un Orden y un Ordenador al que culpar de tal desaguisado. A mí al menos me impresionó la presencia entre los internos de un joven, que no tendría más de dieciocho años, alto y delgado, y más delgado aún por la enfermedad, que con la cabeza afeitada y el pijama a rayas paseaba arrastrando su percha ambulante cargada de sueros. Cuando se cruzaba conmigo en el pasillo hacía verdaderos esfuerzos por que la mueca de su rostro se pareciera todo lo posible a una sonrisa. Si en lugar de la percha de sueros le hubiesemos echado por encima una manta raida y le hubiesemos pintado unas ojeras saldría exactamente la imagen del espectro de uno de aquellos judios que espantaron a los soldados americanos cuando se los vieron venir encima al abrir las puertas de los Campos de Mauthaussen o de Auswchitz en el año 1944 caminando por entre los escombros, como si estuvieran saliendo de sus propias tumbas. Hace ya casi dos semanas que no lo veo por el pasillo. La duda que me viene comiendo por dentro me empuja constantemente a preguntar por él a cualquier enfermero de la planta, pero al final no me atrevo a preguntarle nada a nadie. ¿Para qué? La verdad no me la van a decir, ni yo la quiero saber. Y si el enfermero al que pregunte no es lo suficientemente sagaz, es posible que intentando mentirme deje traslucir una verdad que, ya lo he dicho, no quiero saber por nada del mundo. Prefiero vivir en la creencia de que se ha marchado a casa para descansar del tratamiento y que en cualquier momento se va a incorporar, o que me lo voy a encontrar alguna de esas mañanas que me bajan para hacerme análisis a la primera planta y he de pasar por el pabellón de las consultas externas. También vengo observando que en esta alameda de los tristes, una alameda de tubos fluorescentes y árboles de penicilina, no nos saludamos nadie, ya lo hacen por nosotros los familiares que nos acompañan. Los pacientes, entre nosotros, aparentamos ignorarnos, y a lo más que llegamos es a echarnos una sonrisita timida para salir del paso si alguna vez, al cruzarnos en el pasillo se enrredan las gomas de nuestros respectivos sueros. Claro que siempre acude algún auxiliar en nuestra ayuda y nos separamos sin tener que darnos demasiadas explicaciones. Si lo hicieramos nuestra conversación giraria irremediablemente en torno a nuestro mal. Y ¿quién quiere hablar de eso? Supongo que nadie en su sano juicio. Preferimos hablar con los sanos que nos traen el aire fresco de la calle. Debe ser por eso que los fines de semana, que hay entrada libre y los pasillos y habitaciones se llenan de risas de todos los colores, y de perfumes lejanos al interno parece como si le asomara a la cara unas tímidas ganas de vivir, tampoco muchas, ciertamente. Las puertas de las habitaciones permanecen abiertas y en sus umbrales se forman las tertulias con aquellos que ya no caben en su interior. Hay un ir y venir de bolsas con comidas, un oleaje de revistas por sus pasillos que no cesan durante esos dos días. El expendedor de bebidas que se encuentra junto al ascensor, estará todo el día lanzando al aire, como un reloj enloquecido, su "clon-clón" de latas de cocacola y botellas de agua mineral. Y, a medida que vaya muriendo el domingo, con la atardecida, así como se deja a cada muerto en su nicho, así se irá quedando vacía nuestra alameda de los tristes y con un suave parpadeo de sus puertas todas se irán cerrando poco a poco.Durante las tres semana que ha durado el tratamiento con "la quimio" (nombre que si escribiéramos con mayúsculas y a remolque de ese artículo determinado parecería un nombre de prostituta para una novela de Cela) he tenido presente a mamá, sobre todo los últimos días que pasó entre nosotros. A pesar de lo mal que nos hemos llevado siempre, sentí durante su horrible y larga agonía que en esos momentos me sentía algo más unida a ella. Cuando la llevaron a la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Civil, uno de mis hermanos (no recuerdo ahora cual de ellos) me llamó por teléfono al pueblo en el que entonces estaba yo destinada. No tuvo que ser muy explícito, lo comprendí enseguida; nos llamamos tan pocas veces...No sé quien condujo por mí pero, milagrosamente, llegué a la ciudad sin sufrir ningún percance. Para entonces ya la tenían completamente sedada y casi no me reconoció. Me hubiera gustado hablar con ella, que, al menos, una vez en la vida, nos hubieramos tomado de las manos, así, nada más, sin hablar, sin decirnos siquiera una palabra. Sólo con una sonrisa de ella me hubiera bastado, y conseguir que las peleas que nos consumieron a ella y a mí durante tantos años quedaran anuladas o al menos como olvidadas en el momento de despedirnos....No, no pude hablar con ella. Ya lo he dicho: estaba ya sedada y preparándose para morir, eso al menos nos decían para intentar consolarnos, los enfermeros que la atendían. Respiraba con cierta dificultad, mientras una mujer joven le tenía tomada una mano y le murmuraba algo al oido. Una de las frases alcancé a oirla.: Déjate llevar, Conce, -le decían- déjate llevar....y la besaba en la sien. Una de mis hermanas, con un algodón impregnado de agua de rosas entre sus dedos, le bajaba uno de los párpados que se le subía hacia arriba mostrando un ojo frío, que quien sabe si no estaría ya contemplando la otra orilla de la vida. Una de las pocas palabras que pronunció, antes de llegar yo, se refería a alguien que se empeñaba en querer cerrarle los ojos. La noche antes, todavía en la casa pero ya muy malita, había tenido una pesadilla y con gran dificultad se la contó a papá que, me contarían después mis hermanos, hacía grandes esfuerzos por no llorar en su presencia. En realidad, ella no lo narró con la riqueza de detalles con que yo lo transcribo en este Diario; fue, naturalmente, mucho más escueta, más telegráfica. Según esa pesadilla ella se encontraba acostada en su cama y que, de pronto le entró un acceso de pánico por algo desconocido y se quiso levantar, pero al intentar salir de la cama descubrió que no podía mover ni un solo músculo de su cuerpo. Dice que tenía todos sus miembros paralizados, que le resultaba completamente imposible mover siquiera un dedo, o inclinar la cabeza hacia un lado, o torcer algo un hombro. Tampoco respiraba. Intentó gritar pero sus labios estaban sellados, ni la más leve fisura conseguía abrir entre ellos, era como si los hubieran soldado o cosido. Los ojos, los tenía completamente abiertos y no había perdido la visión pero no podía tampoco moverlos, y por más esfuerzos que hacía no conseguía mover ni siquiera las pupilas para llamar la atención. Sentía como si su cuerpo fuese una pesada estatua de piedra clavada en el lecho, con ella misma, su mente, sepultada en su interior. Alrededor de la cama estábamos nosotros, su familia, y algunos, dice, llorábamos con el rostro hundido entre las manos pero a ninguno de ellos les llamaba la atención el estado de su inmovilidad y no hacían caso de sus mudos gritos llenos de angustia, se comportaban como si ella no estuviera allí; solo atendían a la lectura que de una biblia hacía un señor joven vestido de negro que estaba a los pies de la cama. Ya al final de su relato le dijo a papá casi en un susurro que aunque ella no lo veía si sentía muy cerca la presencia de un hombre que le resultaba muy familiar, y que aunque no lo veía por la habitación estaba segura de que de alguna forma estaba allí, junto a ella. Es evidente que mamá había soñado aquella noche con su propia muerte. Y esa persona no podía ser nadie más que su padre, el abuelo, que a ella la adoraba, la había querido mucho, había sido su hija predilecta, su "ojito derecho" como suele decirse. Salí un instante al pasillo para fumar. Papá, junto a una ventana, con la mirada perdida, lloraba desconsoladamente ¡Que pequeña se veía la figura de papá en aquel pasillo tan largo, tan frío, tan eterno. Fue en ese instante, al ver la imagen de pura soledad que traspiraba su persona, cuando comprendí inmediatamente que papá tardaría muy poco tiempo en acompañar a mamá en aquel viaje sin retorno que estaba a punto de emprender. Nunca papá me había mirado así. Cuanta soledad, Dios mío, en aquellos ojos. ¡Cómo gritaban, mudos, que alguien, no importaba si angel o diablo, bajara a esta Tierra e impidiera la muerte de su compañera. Y además cometí la indiscreción, creyendo que ayudaría a distraerlo algo, de recordarle que el otro día, trasteando entre la ropa de mi armario encontré aquel viejo vestido de mamá, el que ella misma se confeccionó, cuando vivíamos en Morón de la Frontera, con aquella tela que él le trajo de Nueva Orleans. No resistió el recuerdo de esa imagen. Se derrumbó literalmente en uno de los bancos y comenzó a llorar como no lo había hecho hasta ese momento. Apareció una enfermera que con mucha delicadeza consiguió convencerlo para que se fuera con ella a tomar un calmante con una infusión y hasta creo recordar que le ofreció un cigarrillo, cigarrillo que papá, tratando de ser amable, rechazó con una sonrisa y un gesto de la mano. Balbuceó algo parecido a que ya no fumaba. Después de esta cruda escena a mamá le pusieron una dosis mayor de calmantes y ya casi no podía hablar. Así permaneció hasta su fallecimiento.


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